El pueblo siguió igual que siempre, pero en mayo, con los primeros fríos del otoño, las calles parecían más inhóspitas, el polvo se arremolinaba en las esquinas y el cielo brillaba, lívido, como si fuera de vidrio. Nada se movía. No se oía a los niños jugar, las mujeres no salían de sus casas, los hombres fumaban en el umbral, sólo se escuchaba el zumbido monótono del tanque de agua de la estación. Los campos estaban secos y empezaron a incendiar los pastos, las cuadrillas avanzaban en línea quemando el rastrojo y altas olas de fuego y de humo se alzaban en la llanura vacía. Todos parecían esperar un anuncio, la confirmación de uno de esos pronósticos oscuros que a veces lanzaba la vieja curandera que vivía aislada, en la tapera del monte; el jardinero pasaba al alba, con la chata cargada de bosta de caballo que traía de la remonta del ejército; las chicas daban la vuelta del perro, rondando la plaza, enfermas de aburrimiento; los muchachos jugaban al billar en el salón del Náutico o corrían picadas en el camino de la laguna. Las noticias de la fábrica eran contradictorias, muchos decían que en esas semanas parecía haber comenzado otra vez la actividad y que las luces de la galería estaban prendidas toda la noche. Luca había comenzado a dictarle a Schultz una serie de medidas y de reglas destinadas a un informe que pensaba enviar al Banco Mundial y a la Unión Industrial Argentina. Pasaba la noche sin dormir paseando por los pasadizos altos de la fábrica, seguido por el secretario Schultz.
«Viví, pretendí, y logré, tanto, que se ha hecho necesaria cierta violencia para alejarme y separarme de mis triunfos. No fue la duda sino la certidumbre la que nos ha acorralado con sus tretas y artimañas» (dictado a Schultz).
«Imputar a los medios de producción industrial una acción perniciosa sobre los afectos es reconocerles una potencia moral. ¿Acaso las acciones económicas no forman una estructura de sentimientos constituida por las reacciones y las emociones? Hay una sexualidad en la economía que excede la normalidad conyugal destinada a la reproducción natural» (dictado a Schultz).
«Los hombres fueron siempre usados como instrumentos mecánicos. En los viejos tiempos, durante las cosechas, los peones cosían con agujas de enfardar las bolsas de arpillera a un ritmo uniforme. Era increíble la velocidad que tenían para coser, cuando el rinde pasaba las treinta o treinta y cinco bolsas por hectárea. Cada dos por tres salía algún paisano de la batea porque, en el apurón, se cosía la punta de la blusa y quedaba en el suelo abrazado a la bolsa como hermano en desgracia» (dictado a Schultz).
«Estuve pensando en los tejidos criollos. Hilo, nudo, hilo, cruz y nudo, rojo, verde, hilo y nudo, hilo y nudo. Mi abuela Clara había aprendido a coser las mantas pampas, con los dedos deformados por la artritis, como si fueran ganchos o troncos de sarmiento, ¡pero con las uñas pintadas!, muy coqueta. Recordamos la sentencia de Fierro: es un telar de desdichas / cada gaucho que usté ve. ¡La filatura y la tejeduría mecánica del destino! Ese tejido es escalofriante hasta el tuétano. Se teje en alguna parte, y nosotros vivimos tejidos, floreados en la trama. Ah, si pudiera volver a penetrar aunque fuera un instante en el taller donde funcionan todos los telares. La visión no dura un segundo, porque después ya caigo en el sueño bruto de la realidad. Tengo tantas cosas pavorosas que contar» (dictado a Schultz).
«Varias veces he comprobado que mi inteligencia es como un diamante que atraviesa los cristales más puros. Las determinaciones económicas, geográficas, climáticas, históricas, sociales, familiares pueden, en ocasiones muy extraordinarias, concentrarse y actuar en un solo individuo. Ése es mi caso» (dictado a Schultz).
Se perdía a veces Schultz, no podía seguirle el ritmo, pero anotaba [42] igual lo que creía haber escuchado, porque Luca marchaba por las instalaciones, a grandes pasos, sin dejar de hablar, trataba de no quedarse solo con sus pensamientos solitarios y le pedía a Schultz que escribiera todas sus ideas mientras iba, nervioso, de un lado a otro cruzando las instalaciones y las grandes máquinas, seguido a veces también por Rocha, que sustituía a Schultz mientras éste dormía en un catre y podían turnarse para tomar el dictado.
«Ya no tendré nada que decir sobre el pasado, podré hablar de lo que haremos. Llegaré a la cima y dejaré de vivir en estos llanos, también nosotros llegaremos a las altas cumbres. Viviré en tiempo futuro. Lo que vendrá, lo que todavía no es ¿nos alcanzará para existir?», dijo Luca mientras se paseaba por la galería que daba al patio interior.
Había pasado varias noches sin dormir, pero igual anotaba sus sueños.
Dos ciclistas extraviados de la Doble Bragado se desviaron de la ruta y siguieron, solos los dos, lejos de todo, en medio del desierto, pedaleando parejo hacia el sur, inclinados sobre los manubrios, con sus Legnano y sus Bianchi livianas, contra el viento.
Un tiempo después Renzi recibió una carta de Rosa Echeverry con noticias tristes. Cumplía «el penoso deber» de anunciarle que Luca «había sufrido un accidente». Lo habían encontrado muerto en el piso de la fábrica y parecía un suicidio tan bien planeado que todos podían creer -si querían- que había muerto al caer desde lo alto del mirador mientras estaba realizando una de sus habituales mediciones, como le había aclarado Rosa, para quien ese último gesto de Luca era otra prueba de su bondad y de su extrema cortesía.
Tenía un extraordinario concepto de sí mismo y de su propia integridad y la vida lo puso a prueba y al final -cuando logró lo que quería- falló. Tal vez el fallo -la grieta- ya estaba ahí y se actualizó porque él era incapaz de vivir con el recuerdo de su debilidad. La sombra de Yoshio, el frágil nikkei, que estaba preso volvía, como un espectro, cada vez que intentaba dormir. Basta un brillo fugaz en la noche y un hombre se quiebra como si estuviera hecho de vidrio.
Lo habían enterrado en el cementerio del pueblo luego de que el cura aceptara la versión del accidente -porque los suicidas eran sepultados, con los linyeras y las prostitutas, fuera del campo santo-, y el pueblo entero asistió a la ceremonia.
Lloviznaba esa tarde, una de esas suaves garúas heladas que no cesan durante días y días. El cortejo recorrió la calle central y subió por la llamada Cuesta del Norte, los caballos enlutados del carro fúnebre trotando acompasadamente, y una larga fila de autos que los seguían a paso de hombre hasta llegar al gran portón del cementerio viejo.
La bóveda de la familia Belladona era una construcción sobria que copiaba un mausoleo italiano en el que descansaban en Turín los restos de los oficiales que habían peleado con el coronel Belladona en la Gran Guerra. La puerta de bronce labrada, una liviana telaraña sobre los cristales y los goznes habían sido construidos por Luca en el taller de la familia cuando murió su abuelo. La puerta se abría con un sonido suave y estaba hecha de una material transparente y eterno. Las lápidas de Bruno Belladona, de Lucio y ahora de Luca parecían reproducir la historia de la familia y los tres iban a reposar juntos. Sólo los varones morían y el viejo Belladona -que había enterrado a su padre y a sus dos hijos- avanzó, altivo, la cara mojada por la lluvia, y se detuvo ante el cajón. Sus dos hijas, enlutadas como viudas y tomadas del brazo, se ubicaron junto a él. Su mujer, que sólo había salido tres veces de «su guarida», en cada una de las muertes de la familia, llevaba anteojos negros y una capelina y fumaba en un costado, con los zapatos sucios de barro y las manos enguantadas. Al fondo, bajo un árbol, vestido con un largo impermeable blanco, Cueto miraba la escena.