La casona de la familia estaba sobre la barranca, en la parte vieja del pueblo, en lo alto de las lomas desde las que se ven los montes, la laguna y la llanura gris e interminable. Durán se vistió con un traje blanco de lino y zapatos combinados, y a media tarde cruzó el pueblo y subió por el camino del alto hacia la casa.
Y lo hicieron entrar por la puerta de servicio.
Fue un error de la mucama, lo vio mulato y pensó que era un peón disfrazado…
Pasó por la cocina y luego de cruzar el cuarto de planchar y las piezas de los sirvientes llegó al salón que daba al parque donde lo esperaba el viejo Belladona, flaco y oscuro como un mono embalsamado, las piernas chuecas, los ojos achinados. Muy bien educado, Durán hizo las inclinaciones de rigor y se acercó a saludar al Viejo, con las formas de respeto que se usan habitualmente en el Caribe español. Pero eso no funciona en la provincia de Buenos Aires, porque aquí son los sirvientes quienes tratan de ese modo a los señores, ellos (decía Croce) son los únicos que mantienen las maneras aristocráticas de la colonia española que ya se han perdido en todos lados. Y eran los señores quienes le enseñaban a los criados los modales que ellos habían abandonado, como si hubieran depositado en esos hombres oscuros las maneras que ya no necesitaban.
Así que Durán actuó, sin darse cuenta, como un capataz de estancia, como un arrendatario o un puestero que se acerca, solemne y lento, a saludar al patrón.
Tony no entendía las relaciones y las jerarquías del pueblo. No entendía que había zonas -los senderos embaldosados en medio de la plaza, la vereda de la sombra en el bulevar, los bancos de adelante en la iglesia- a las que sólo iban los miembros de las viejas familias, que había lugares -el Club Social, los palcos del teatro, el restaurante del Jockey Club- a los que no se podía acceder aunque se tuviera plata.
¿Pero no tenía razón de desconfiar el viejo Belladona?, se preguntaban todos retóricamente. De desconfiar y de hacerle ver de entrada a ese forastero arrogante cuáles eran las reglas de su clase y de su casa. Seguramente el Viejo se había preguntado -y todos se hacían esa pregunta- cómo era posible que un mulato que decía venir de Nueva York apareciera en un lugar donde los últimos negros habían desaparecido cincuenta años antes o se habían disuelto hasta borrarse y formar parte del paisaje, y no explicara nunca claramente para qué había venido e insinuara que venía a cumplir una suerte de misión secreta. Algo se dijeron esa tarde, el Viejo y Tony, se supo después; parece que venía con un mensaje o un encargo, pero todo bajo cuerda.
El Viejo vivía en un amplio salón que parecía una cancha de paleta. Habían volteado las paredes para hacerle lugar, así que el Ingeniero podía moverse de un lado a otro, entre sus mesas y sus escritorios, hablando solo y espiando por la ventana el movimiento muerto de la calle del otro lado del parque.
– Lo van a llamar el Zambo a usted por aquí -le dijo el Viejo, y sonrió cáustico-. Había muchos negros en el Río de la Plata en la época de la colonia, formaron un batallón de pardos y morenos, muy decididos, pero los mataron a todos en las guerras de la independencia. Hubo incluso algunos gauchos negros, sirviendo en la frontera, pero al final todos se fueron a vivir con los indios. Hace unos años quedaban todavía negros en los montes, pero se fueron muriendo y ya no hay más. Me han dicho que hay muchos modos de diferenciar el color de la piel en el Caribe, pero aquí a los mulatos los llamamos zambos. [5] Me entiende, joven.
El viejo Belladona tenía setenta años, pero parecía tan remoto que podía decirle joven a todos los hombres del pueblo: había sobrevivido a las catástrofes, reinaba sobre los muertos, disolvía lo que tocaba, alejó de su lado a los varones de la familia y se quedó con sus hijas mientras los hijos se exiliaron diez kilómetros al sur, en la fábrica que levantaron en el camino a Rauch. Inmediatamente el Viejo le habló de la herencia, había dividido sus posesiones y había cedido la propiedad antes de morir y ése había sido un error y desde entonces sólo había habido guerras.
– Me quedé sin nada -dijo- y ellos empezaron a pelearse y casi se matan.
Las hijas, dijo, estaban aparte de ese conflicto pero sus hijos lo habían enfrentado como si se disputaran un reino. (No vuelvo más -había jurado Luca-. No piso más esta casa.)
– Algo cambió en esa época después de la visita y la charla -dijo Madariaga, sin dirigirse a nadie en particular y sin aclarar cuál había sido ese cambio.
Fue en esos días cuando empezaron a decir que era un valijero [6] que había traído plata -que no era de él- para comprar bajo cuerda la cosecha y no pagar los impuestos. Se decía que ése era el negocio que tenía con el viejo Belladona y que las hermanas habían sido sólo un pretexto.
Muy posible, era habitual, aunque los que traían y llevaban la plata en negro solían ser invisibles. Tipos con cara de bancarios que viajaban con una fortuna ajena en dólares para evitar la DGI. Se contaban muchas historias sobre las evasiones y el tráfico de divisas. Dónde las escondían, cómo las llevaban, a quiénes tenían que adornar, pero no es ésa la cuestión, no importa dónde llevan la plata, porque no se los puede descubrir si alguien no los denuncia. Y quién va a denunciarlos si todos están en el negocio: los chacareros, los estancieros, los rematadores, los que negocian la cosecha gruesa, los que aguantan el precio en los silos.
Madariaga volvió a mirar por el espejo al comisario, que se paseaba nervioso, con el rebenque en la mano, de un lado a otro del salón, hasta que se sentó ante una de las mesas y Saldías, su ayudante, pidió una jarra de vino y algo para comer mientras Croce seguía monologando como era su costumbre cuando buscaba resolver un crimen.
– Venía con plata -dijo Croce- y por eso lo mataron. Lo entusiasmaron con las cuadreras y el caballo de Luján.
– No hizo falta entusiasmarlo, ya venía entusiasmado de antes -se reía Madariaga.
Algunos dicen que le prepararon especialmente una cuadrera y quedó obsesionado. Mejor sería decir que esa carrera, que se venía preparando desde hacía meses, se aceleró para que Tony pudiera verla y hubo quienes vieron en eso la mano del destino.
Rápidamente Tony comprobó que había varias clases de caballos muy buenos en la provincia, básicamente eran de tres categorías: los petisos de polo, muy extraordinarios, que se crían sobre todo por la zona de Venado Tuerto; los purasangre criollos en los haras de la costa, y los parejeros de las cuadreras, que son muy rápidos, con gran pique, de aliento corto, muy nerviosos, acostumbrados a correr a dúo. No hay caballos iguales ni carreras como ésas en ningún otro lado del mundo.
Durán empezó entonces a conocer la historia de las cuadreras de la zona. [7] Enseguida se dio cuenta de que ahí se jugaba más plata que en el Derby de Kentucky. Los estancieros apuestan fuerte, los peones se juegan el sueldo. Las carreras se preparan con tiempo, la gente junta su plata para la ocasión. Hay caballos que tienen mucho prestigio, se sabe que han ganado tantas carreras en tales lugares y entonces se hace el desafío.
El caballo del pueblo era un tordillo del Payo Ledesma, muy buen caballo, que estaba retirado, como un boxeador que deja los guantes sin haber perdido. Hacía tiempo que lo venía desafiando un estanciero de Luján, que tenía un alazán invicto. Parece que al principio Ledesma no quería entrar pero al final se entusiasmó, copó la parada, como quien dice, y aceptó el desafío. Y ahí fue cuando alguno metió la mano para enganchar a Tony. El otro caballo, el de Luján, se llamaba Tácito y tenía una historia bastante rara. En realidad era un purasangre que se había lesionado y no podía correr más de trescientos metros. Había empezado en el hipódromo de La Plata y luego ganó la Polla de Potrillos y un sábado lluvioso, en la quinta carrera de San Isidro, tuvo un accidente. En una rodada se rompió la mano izquierda y quedó sentido. Era hijo de un hijo de Embrujo y lo pusieron en venta para cría, pero el jockey del caballo -y el cuidadorse hicieron cargo y lo cuidaron hasta que de a poco volvió a correr, sentido y todo. Parece que convencieron al estanciero de Luján para que lo comprara y en las cuadreras ganaba siempre. Ésa era la historia que se contaba y la verdad que el caballo era imponente, un colorado patas blancas, arisco y malo, que sólo se entendía con el jockey, que le hablaba como si fuera una persona.
[5] Los zambos, mestizos de indios y negros, eran el punto más bajo de la escala social en el Río de la Plata.
[6] «La evasión impositiva se debe, principalmente, a las actividades que desarrollan los denominados