El ex seminarista se acercó a las hermanas y con un gesto pidió autorización para decir unas palabras. Vestido de negro, pálido y frágil, parecía el más indicado para despedir los restos del que había sido su mentor y su confidente.
– La muerte es una experiencia aterradora -dijo el ex seminarista- y amenaza con su poder corrosivo la posibilidad de vivir humanamente. Frente a ese peligro existen dos formas de experiencia que protegen del terror a quienes puedan entregarse a ellas. Una es la certidumbre de la verdad, el continuo despertar hacia la comprensión de la «necesidad ineluctable de la verdad», sin la cual no es posible una vida buena. La otra es la ilusión decidida y profunda de que la vida tiene sentido y que el sentido se cifra en el obrar bien.
Abrió la Biblia y anunció que iba a leer el Evangelio según Juan, XVIII, 37.
– «Y dijo Jesús: Para esto vine al mundo, para dar testimonio de la verdad, todo aquel que pertenece a la verdad, escuchará mi voz. Y le contestó Poncio Pilatos: ¿Qué es la verdad? ¿De qué verdad hablas? Y luego se dirigió a los jueces y a los sacerdotes: Yo no veo en este hombre ningún delito.» -Schultz alzó la cara del libro-. Luca vivió en la verdad y en la busca de la verdad, no era un hombre religioso pero fue un hombre que supo vivir religiosamente. La pregunta de nuestro tiempo tiene su origen en la réplica de Pilatos. Esa pregunta sostiene, implícita, el triste relativismo de una cultura que desconoce la presencia de lo que es cierto. La vida de Luca fue una buena vida y debemos despedirlo con la certeza de que lo iluminó la esperanza de alcanzar el sentido en sus obras. Estuvo a la altura de esa esperanza y le entregó la vida. Todos debemos estar agradecidos a su persistencia en la realización de su ilusión y a su desdén ante los falsos brillos del mundo. Su obra estaba hecha con la materia de sus sueños.
Croce asistió a la ceremonia desde el auto, sin bajar ni hacerse ver, aunque nadie ignoraba que estaba ahí. Fumaba, nervioso, el pelo encanecido, los rastros de «la sospecha de demencia» ardían en sus ojos claros. Todos fueron abandonando el cementerio y al final Croce se quedó solo, con el rumor de la llovizna en el techo del auto, y el agua cayendo monótona sobre el camino y sobre las tumbas. Y cuando la noche ya había cubierto la llanura y la oscuridad era igual a la lluvia, un haz de luz cruzó frente a él y la claridad circular del faro, como un fantasma blanco, volvió a cruzar una y otra vez entre las sombras. Y de pronto se apagó y no hubo más que oscuridad.
Epílogo
Muchas veces, en lugares distintos, a lo largo de los años, Emilio Renzi se había dejado llevar por el recuerdo de Luca Belladona, y siempre lo recordaba como alguien que había tenido el coraje de estar a la altura de sus ilusiones. Podían pasar meses sin que pensara en él hasta que de pronto algún hecho fortuito le hacía volver a tenerlo presente y entonces retomaba el relato donde lo había dejado con nuevas precisiones y detalles frente a sus amigos en un bar de la ciudad, o a veces con alguna mujer, tomando unas copas en su casa en la noche, y siempre volvían vívidas las imágenes de Luca, su cara franca y enrojecida, sus ojos claros. Recordaba la fábrica cerrada, la construcción perdida y a Luca paseándose entre sus instrumentos y sus máquinas, siempre optimista, siempre dispuesto a tener esperanzas, sin imaginar que la realidad iba a golpearlo definitivamente a él, como a tantos otros, por un pequeño desvío de su conducta, como si lo castigara por un error, no por un defecto de carácter sino por una falta de previsión, por una falla que no podría olvidar y que volvería como un remordimiento.
Esa noche Renzi estaba conversando con unos amigos, después de cenar, en una galería abierta que daba al río, en una casa de fin de semana, en el Tigre, como si esa noche -siempre a pesar suyo, ironizando sobre ese estado natural- sintiera que había vuelto atrás y que el delta era una parte todavía no comprendida de la realidad, como lo había sido ese pueblo de campo en el que había pasado algunas semanas, una suerte de momento arcaico en su vida de hombre de la ciudad, que no podía comprender esa vuelta a la naturaleza aunque nunca dejara de imaginar un retiro drástico que lo llevaría a un lugar apartado y tranquilo donde pudiera dedicarse a lo que Emilio también -como Luca- imaginaba que era su destino o su vocación.
– Luca no podía concebir un defecto en su carácter porque había llegado a la convicción de que su modo de ser era algo ajeno a sus decisiones, una suerte de instinto que lo guiaba en medio de los conflictos y las dificultades. Pero había sido derrotado, en todo caso había tenido que tomar una decisión imperdonable, debió pensar que había defeccionado y no se pudo perdonar, aunque cualquier otra decisión hubiera sido también imposible.
Los alumbraba la luz de una lámpara de querosén, y el olor de los espirales que los defendían de los mosquitos le hacía recordar a Renzi las noches de su infancia. Sus amigos lo escuchaban en silencio, tomaban vino blanco y fumaban, sentados de cara al río. El brillo fijo de los cigarrillos en la oscuridad, la luz vacilante de los botes que cruzaban de vez en cuando frente a ellos, el croar de las ranas, el rumor del viento en las hojas de los árboles, la noche clara de verano, parecían el paisaje de un sueño.
– Era tan orgulloso y obstinado que tardó en comprender que había caído en una trampa sin salida, y cuando lo entendió ya era tarde. Pienso en eso cuando recuerdo la última vez que lo vi, unos días antes de irme del pueblo.
Había contratado un taxi y le había pedido al chofer que lo esperara en el borde del camino y había subido andando hasta la fábrica. Se veía luz en las ventanas y Renzi golpeó varias veces la reja de hierro. Estaba anocheciendo y caía una llovizna helada.
– Al rato Luca abrió apenas el portón de la entrada y, al verme, empezó a retroceder agitando la mano. No, no, parecía decir, mientras retrocedía. No. Imposible.
Luca cerró la puerta y se oyó un ruido de cadenas. Renzi se quedó un rato detenido ante el alto muro de la fábrica y luego, al volver a la calle, le pareció ver a Luca por las ventanas iluminadas de los pisos superiores, caminando, gesticulando y hablando solo.
– Y eso fue todo… -dijo Renzi.
Piglia Ricardo
[42] «El relámpago que había iluminado, con un nítido zigzag, mi vida, se ha eclipsado» (dictado a Schultz).