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Para ese entonces la leyenda hacía rato que había cambiado, él ya no era un donjuán, ya no era un cazador de fortunas que había venido atrás de unas herederas sudamericanas, era un viajante de nuevo tipo, un aventurero que traficaba plata sucia, un contrabandista neutro que pasaba dólares por las aduanas ayudado por su pasaporte norteamericano y su elegancia. Tenía doble personalidad, dos caras, doble fondo. Y no parecía posible estabilizar las versiones porque su posible vida secreta era siempre nueva y sorprendente. Un forastero seductor, extrovertido, que decía todo, y también un hombre misterioso, con su lado oscuro, que había sido capturado por los Belladona y en ese torbellino se había perdido.

Todo el pueblo colaboraba en ajustar y mejorar las versiones. Habían cambiado los motivos y el punto de vista, pero no el personaje; tampoco habían cambiado los acontecimientos, sólo el modo de mirarlos. No había hechos nuevos, sólo otras interpretaciones.

– Pero no fue por eso que lo mataron -dijo Madariaga, y volvió a observar por el espejo al comisario, que seguía paseando nervioso, con el rebenque en la mano, de un lado a otro del salón.

La última luz de la tarde de marzo entraba cortada por las rejas de la ventana y afuera el campo tendido se disolvía, como si fuera de agua, en el atardecer.

Desde el fin de la tarde hasta la medianoche estuvieron conversando, sentados en los sillones de mimbre de la galería que daba al jardín del fondo, y cada tanto Sofía Belladona se levantaba y entraba en la casa para renovar el hielo o traer otra botella de vino blanco, sin dejar de hablar desde la cocina, o al cruzar la puerta de vidrio, o cuando se apoyaba en el enrejado de la galería antes de volver a sentarse mostrando sus muslos tostados por el sol, sus pies calzados con sandalias blancas que dejaban ver las uñas pintadas de rojo -las piernas largas, los tobillos finos, los rodillas perfectas- a las que Emilio Renzi miraba encandilado, mientras seguía la voz grave e irónica de la muchacha que iba y venía en la tarde -igual que una música- hasta que él la interrumpía con sus comentarios o la detenía para anotar algunas palabras o alguna frase en su libreta negra, como alguien que en medio de la noche se despierta y prende la luz para registrar en cualquier papel un detalle del sueño que acaba de tener con la esperanza de recordarlo entero al día siguiente.

Muchas veces Sofía había comprobado que la historia de su familia era un patrimonio de todos en la zona -un cuento de misterio que el pueblo entero conocía y volvía a contar pero nunca lograba descifrar completamente- y no se preocupaba por las versiones y las alteraciones porque esas versiones formaban parte del mito que ella y su hermana, las Antígonas -¿o las Ifigenias?- de esa leyenda, no necesitaban aclarar -«rebajarse a aclarar», como decía-, pero ahora, en medio de la confusión, luego del crimen, era preciso, tal vez, intentar reconstruir -«o entender»- lo que había sucedido. Las historias familiares son parecidas, había dicho ella, los personajes se reproducen y se superponen -siempre hay un tío que es un tarambana, una enamorada que se queda soltera, hay siempre un loco, un ex alcohólico, un primo al que le gusta vestirse de mujer en las fiestas, un fracasado, un ganador, un suicida-, pero en este caso lo que complicaba las cosas era que la historia de la familia se superponía con la historia del pueblo.

– Lo fundó mi abuelo -dijo con desprecio-. No había nada aquí cuando él llegó, sólo la tierra pelada, los ingleses levantaron la estación de ferrocarril y lo pusieron a cargo.

Su abuelo había nacido en Italia y había estudiado ingeniería y era técnico en ferrocarriles, y cuando llegó a la Argentina lo trajeron al desierto y lo dejaron al frente de un ramal, una parada -un cruce de vías en realidad- en medio del campo.

– Y ahora a veces pienso -dijo después- que si mi abuelo se hubiera quedado en Turín, Tony no habría muerto. Incluso si nosotros no lo hubiéramos cruzado en Atlantic City o si él hubiera seguido viviendo con sus abuelos en Río Piedras, no lo habrían matado. ¿Cómo se llama eso?

– Se llama la vida -dijo Renzi.

-¡Plash! [8] -dijo ella-. No seas cursi… ¿qué te pasa? Lo eligieron a él, lo mataron a él, el día justo, a la hora justa, no tenían muchas chances, ¿te das cuenta? No hay tantas oportunidades de matar a un hombre como ése.

4

Encontraron a Durán muerto en el piso de su cuarto en el hotel, con una cuchillada en el pecho. Lo descubrió la chica de la limpieza porque se oía sonar el teléfono del otro lado de la puerta cerrada, sin que nadie lo atendiera, y ella pensó que la pieza estaba vacía. Eran las dos de la tarde.

Croce estaba tomando un vermut con Saldías en el bar del hotel, así que no tuvo que moverse para empezar a investigar.

– Nadie debe salir de aquí -dijo Croce-. Vamos a tomarles declaración y después se pueden ir.

Los huéspedes ocasionales, los pasajeros y los pensionistas hablaban en voz baja, sentados en los sillones de cuero del salón o parados en grupos de tres o cuatro contra la pared. Saldías se había instalado ante una mesa en la oficina del gerente y los iba llamando por turno. Hizo una lista, anotó los datos personales, las direcciones, les preguntó en qué sitio preciso del hotel habían estado a las dos de la tarde; luego les informó que quedaban a disposición de la policía y podían ser convocados como testigos. Al final separó a los que habían estado cerca del lugar del hecho o tenían información directa y les pidió que esperaran en el comedor. El resto podía seguir con sus actividades hasta que pudieran necesitarlos.

– Hay cuatro que estaban en el momento del crimen cerca del cuarto de Durán y dicen haber visto a un sospechoso. Habrá que interrogarlos.

– Empezamos con ellos…

Saldías se dio cuenta de que Croce no quería subir a ver el cadáver. No le gustaba el aspecto de los muertos, esa extraña expresión de sorpresa y de horror. Había visto muchos, demasiados, en todas las posiciones y con las formas más raras de morir pero siempre con cara de espanto. Su ilusión era resolver el crimen sin tener que revisar el cuerpo del delito. Cadáveres sobran, hay muertos por todos lados, decía.

– Hay que subir -dijo Saldías, y repitió un argumento que Croce siempre usaba en esos casos-: Mejor ver todo antes de escuchar a los testigos.

– Cierto -dijo Croce.

La pieza era la mejor del hotel porque daba a la esquina y estaba aislada al fondo del pasillo. El cuerpo de Durán, vestido con un pantalón negro y camiseta blanca, estaba tendido en el piso sobre un charco de sangre. Parecía a punto de sonreír y tenía los ojos abiertos con una mirada a la vez helada y aterradora.

Croce y Saldías se pararon frente al cadáver con esa extraña complicidad que se establece entre dos hombres que miran juntos a un muerto.

– No hay que tocarlo -dijo Croce-. Pobre Cristo…

Le dio la espalda al cadáver y se puso a observar con cuidado el piso y los muebles. En la pieza, todo estaba en orden, a primera vista. El comisario se acercó a la ventana que daba a la plaza para ver qué se veía desde la calle y también qué se veía desde ahí si uno miraba hacia afuera. El asesino seguramente se había detenido al menos un instante para mirar por la ventana y ver si alguien podía observar lo que pasaba en el cuarto. O quizá había un cómplice abajo que le hizo una seña.

– Lo mataron cuando abrió la puerta.

– Lo empujaron -dijo Croce-, y ahí nomás lo madrugaron. Primero reconoció al que entraba y luego se sorprendió. -Se acercó al cadáver-. La puñalada fue muy profunda, muy exacta, como quien mata un ternero. Cuchillada criolla. De abajo hacia arriba, con el filo hacia adentro, entre las dos costillas. Cayó seco -dijo como si estuviera contando una película que hubiera visto esa tarde-. No hubo ruido. Sólo un quejido. Estoy seguro de que el asesino lo sostuvo para que no cayera de golpe. Poca sangre. Lo levantás al otro, como un saco de huesos, y cuando lo dejás en el suelo ya está muerto. Retacón el asesino -concluyó Croce. Por la herida, se veía que era un facón cualquiera, de los que usan los paisanos para comer asado. Un cuchillo arbolito como había miles en la provincia.

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[8] Sofía se había pasado la niñez leyendo historietas y le gustaba repetir las onomatopeyas