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El sonoro repique de la campana de la iglesia transmitía una especie de calma piadosa. Al igual que la lluvia incesante, el sonido cubría la zona, donde los árboles comenzaban a echar brotes y la hierba se despertaba del letargo invernal. Las volutas de humo de las chimeneas de las casas se confundían en el cielo despejado. Al sur se apreciaban las majestuosas agujas y los formidables minaretes de Nueva York. Esos inhóspitos monumentos, que habían costado millones de dólares y miles de espaldas agotadas, parecían insignificantes ante la corona del cielo azul.

El enorme templo de piedra transmitía una sensación de salvación; era un edificio que no se desmoronaría aunque los problemas que atacaran sus puertas fueran descomunales. Bastaba acercarse al pilar de piedra y a la torre del campanario para sentirse reconfortado. Tras los gruesos muros se oía otro sonido aparte del repique de la campana sagrada.

El canto sagrado.

Los fluidos acordes de Gracia extraordinaria invadían los pasillos y se encontraban con los retratos de clérigos que habían pasado gran parte de sus vidas asimilando confesiones terribles y repartiendo cientos de avemarías a modo de bálsamo espiritual. Luego, la onda de la canción se dividía entre las estatuas de Jesucristo muriendo o resucitando y, finalmente, llegaba a la pila de agua bendita situada junto a la entrada principal. La luz del sol se filtraba por los tonos brillantes de las vidrieras y creaba múltiples arcos iris por aquellos pasillos llenos de Cristos y pecadores. Los niños solían exclamar «ooh» y «aah» al ver semejante estallido de colores, antes de dirigirse de mala gana a misa pensando, sin duda, que en las iglesias siempre había unos arcos iris maravillosos.

Al otro lado de las puertas de dos hojas de roble el coro cantaba hasta el mismísimo pináculo de la iglesia, el pequeño organista tocaba el instrumento con una fuerza inusitada para su edad y Gracia extraordinaria sonaba como nunca. El sacerdote estaba en el altar, con los largos brazos extendidos hacia la sabiduría y el consuelo del cielo, elevando una oración de esperanza si bien ante sus ojos se desplegaba un océano de dolor. Necesitaba el respaldo divino porque nunca resultaba fácil explicar una tragedia de manera convincente invocando la voluntad de Dios.

El ataúd descansaba frente al altar. Habían rociado la brillante superficie de caoba con el vaporizador de asperilla olorosa y lo habían cubierto con un macizo de rosas y varios lirios, pero así y todo, lo que llamaba la atención, como si fueran cinco dedos apretando la garganta, era el macizo bloque de caoba. Jack y Amanda Cardinal se habían desposado y jurado amor eterno en esa iglesia. Desde entonces no habían regresado, y ninguno de los presentes se habría imaginado que volverían catorce años después para asistir a un funeral.

Lou y Oz estaban sentados en el primer banco de la atestada iglesia. Oz apretaba el osito contra el pecho, con la cabeza gacha; por su rostro se deslizaban abundantes lágrimas que caían en la madera que había entre sus piernas, que no llegaban al suelo. A su lado había un cantoral azul sin abrir; en aquellos momentos cantar era algo que escapaba a las fuerzas del pequeño.

Lou rodeaba a Oz con el brazo, pero sin apartar la mirada del ataúd. No importaba que la tapa estuviera cerrada. El escudo de flores tampoco impedía que Lou viera el cuerpo que estaba dentro. Lucía un vestido, algo que no solía hacer; en aquellos momentos lo que menos importaba eran los odiados uniformes que su hermano y ella tenían que ponerse para ir a la escuela católica. A su padre siempre le había gustado verla con vestidos e incluso había llegado a hacerle un bosquejo para un libro infantil que había planeado pero que nunca llegó a materializarse. Tiró de las medias blancas, que le llegaban hasta las rodillas huesudas. Se había puesto un par de zapatos negros nuevos que le apretaban los alargados pies, que apoyaba en el suelo con firmeza.

Lou no se había molestado en cantar Gracia extraordinaria. Había escuchado al sacerdote decir que la muerte no era más que el comienzo, que, según los enigmáticos designios de Dios, se trataba de un momento de dicha, no de dolor, y entonces dejó de escucharle. Ni siquiera rezó por el alma de su padre. Sabía que Jack Cardinal había sido un buen hombre, un excelente escritor y narrador de historias. Sabía que lo echaría de menos, y mucho. Ningún coro, sacerdote o dios tenía que explicárselo.

El canto llegó a su fin y el sacerdote volvió a divagar mientras Lou prestaba atención a la conversación que mantenían los dos hombres sentados tras ella. Su padre había sido un experto en escuchar las conversaciones ajenas para obtener material realista y su hija compartía esa curiosidad. En aquellos momentos Lou tenía razones sobradas para hacerlo.

– ¿Se te ha ocurrido alguna idea que valga la pena? -inquirió el hombre mayor a su compañero más joven.

– ¿Ideas? Somos los albaceas de un patrimonio inexistente -repuso el joven, nervioso.

El hombre mayor sacudió la cabeza y bajó aún más el tono.

– ¿Inexistente? Jack dejó dos hijos y una esposa.

El joven miró de lado y, en un hilo de voz, dijo:

– ¿Esposa? Es como si los niños fueran huérfanos.

Es probable que Oz le oyera, porque levantó la cabeza y apoyó la mano en el brazo de la mujer que se sentaba a su lado. Amanda iba en silla de ruedas. Una enfermera corpulenta estaba sentada al otro lado con los brazos cruzados; resultaba obvio que la muerte del desconocido no le afectaba lo más mínimo.

Una gruesa venda cubría la cabeza de Amanda, que tenía los cabellos, de un castaño rojizo, bien cortos y los ojos cerrados. De hecho, no los había abierto desde el accidente. Los médicos habían comunicado a Lou y Oz que su madre se había recuperado de todos los daños físicos y que el problema residía en que su alma parecía haber huido.

Más tarde, fuera de la iglesia, el coche fúnebre se marchó con el cuerpo del padre de Lou, y ella ni siquiera lo miró. Ya se había despedido de él mentalmente, si bien su corazón jamás podría hacerlo. Arrastró a Oz por las hileras de abrigos severos y trajes oscuros. Lou estaba cansada de los rostros tristes, los ojos húmedos que se fijaban en los suyos, secos, transmitiéndole su condolencia y de las bocas que lamentaban la pérdida devastadora que había sufrido el mundo literario. No era el padre de ninguna de aquellas personas sino el de ella y su hermano el que yacía muerto en aquel ataúd. Estaba cansada de que le ofrecieran el pésame por una tragedia que ni siquiera comprendían.

– Lo siento -solían susurrarle-. Es tan triste. Era un gran hombre, un hombre maravilloso, que se ha ido en la flor de la vida, con tantas historias sin contar.

– No lo lamentéis -había comenzado a replicar Lou-. ¿No habéis oído al sacerdote? Tenemos que sentirnos dichosos y regocijarnos. La muerte es buena. Venid y cantad conmigo.

La miraban, sonreían nerviosos y luego se marchaban para «regocijarse» con alguien más comprensivo.

Después irían a dar sepultura a Jack Cardinal y el sacerdote, sin duda, pronunciaría más discursos alentadores, bendeciría a los niños y rociaría con agua bendita la tierra sagrada. Luego rellenarían la sepultura, poniendo fin a tan extraño espectáculo. La muerte debía seguir unos rituales, porque la sociedad dice que así debe ser. Lou no tenía intención de apresurarse para ir a presenciarlo, ya que en aquellos instantes había un asunto que le apremiaba mucho más.

Los mismos dos hombres estaban en el aparcamiento cubierto de hierba. Liberados de los confines eclesiásticos, hablaban con toda naturalidad sobre el futuro de la familia Cardinal.

– Ojalá Jack no nos hubiera nombrado albaceas -dijo el hombre mayor mientras sacaba un paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa. Encendió una cerilla y la sostuvo entre el pulgar y el índice-. Me imaginaba que yo ya llevaría un buen tiempo muerto cuando Jack nos dejara.