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El joven se miró los zapatos brillantes.

– No podemos dejarlos así, viviendo con unos desconocidos -dijo-. Los niños necesitan a alguien.

El otro hombre le dio una calada al cigarrillo y siguió el coche fúnebre con la vista. En lo alto una bandada de mirlos parecía formar un escuadrón, como si se despidieran de Jack Cardinal. El hombre sacudió la ceniza.

– Los niños pertenecen a su familia. A estos dos no les queda familia.

– Disculpen.

Cuando los dos hombres se volvieron, vieron a Lou y a Oz mirándoles.

– En realidad, tenemos familia -dijo Lou-. Nuestra bisabuela, Louisa Mae Cardinal. Vive en Virginia. Allí es donde se crió mi padre.

El joven pareció sentirse esperanzado, como si la carga del mundo, o al menos la de aquellos dos niños, ya no descansara sobre sus hombros. El hombre mayor, sin embargo, se mostró suspicaz.

– ¿Vuestra bisabuela? ¿Aún vive? -preguntó.

– Antes del accidente mis padres pensaban mudarse a su casa de Virginia.

– ¿Sabes si os acogerá? -quiso saber el joven.

– Lo hará -repuso Lou de inmediato, si bien no tenía ni idea de si Louisa estaba dispuesta a hacerse cargo de ellos.

– ¿A todos?-preguntó Oz.

Lou sabía que Oz se refería a su madre.

– A todos -contestó con firmeza.

4

Mientras miraba por la ventanilla del tren pensó que nunca había sentido gran cosa por Nueva York. Era cierto que durante su infancia había disfrutado de su ecléctica oferta y había visitado museos, zoológicos y cines. Se había elevado por encima del mundo en la terraza de observación del Empire State Building, había gritado y se había reído de las payasadas de los ciudadanos atrapados en la dicha o el martirio, había contemplado momentos de una gran intimidad emocional y había presenciado muestras apasionadas de protesta pública. Muchas de esas caminatas las había hecho con su padre, quien en numerosas ocasiones le había dicho que ser escritor no era un mero trabajo sino un estilo de vida completamente absorbente. La misión de un escritor, le había explicado, era la misión de la vida, tanto en sus momentos de gloria como en su compleja fragilidad. Lou había tenido conocimiento de los resultados de tales observaciones y, del mismo modo, los escritores con más talento de la época le habían cautivado con sus reflexiones en la intimidad del modesto apartamento de dos dormitorios sin ascensor de los Cardinal en Brooklyn.

Su madre les había llevado a ella y a Oz a todos los distritos municipales de la ciudad y, así, gradualmente, les había sumergido en los distintos niveles sociales y económicos

de la civilización urbana, ya que Amanda Cardinal era una mujer muy culta que sentía una curiosidad extrema por esa clase de cosas. Los niños habían recibido una educación completa que había hecho que Lou respetara y siempre mostrara curiosidad por los otros seres humanos.

No obstante, la ciudad nunca había logrado entusiasmarla. Por el contrario, ir a Virginia sí que le ilusionaba. A pesar de haber vivido en Nueva York durante la mayor parte de su vida adulta, donde se hallaba rodeado de una enorme fuente de material para novelar que otros escritores habían elegido con gran éxito crítico y económico, Jack Cardinal había preferido ambientar todas sus novelas en el lugar al que el tren conducía a su familia en aquel momento: las montañas de Virginia que se elevaban en el dedo de la bota topográfica que formaba dicho estado. Puesto que su padre había considerado que aquel lugar era digno de su vida laboral a Lou le había costado poco decidir adónde iría.

Se hizo a un lado para que Oz también mirara por la ventanilla. Si la esperanza y el miedo pudieran condensarse en una sola emoción y reflejarse en un rostro, entonces sería en el de Oz. Parecía que Oz Cardinal se echaría a reír en cualquier momento o caería muerto de miedo. Sin embargo, por su rostro sólo se deslizaban lágrimas.

– Desde aquí parece más pequeña -comentó al tiempo que inclinaba la cabeza hacia la ciudad de luces artificiales y bloques de hormigón que se desvanecía rápidamente.

Lou asintió.

– Pero espera a ver las montañas de Virginia. Son enormes, siempre lo son, da igual cómo las mires.

– ¿Cómo lo sabes? Nunca las has visto.

– Por supuesto que las he visto. En los libros.

– ¿Parecen tan grandes sobre el papel?

Si Lou no lo hubiera sabido habría creído que Oz se estaba haciendo el listo, pero era consciente de que su hermano no poseía ni un ápice de maldad.

– Créeme, Oz, son grandísimas. También he leído sobre ellas en los libros de papá.

– No te has leído todos los libros de papá. Decía que todavía no eras lo bastante mayor.

– Bueno, he leído uno, y papá me leyó partes de los otros.

– ¿Hablaste con esa mujer?

– ¿Con Louisa Mae? No, pero quienes le escribieron dijeron que quería que viniéramos.

Oz caviló al respecto.

– Supongo que eso es bueno.

– Sí, lo es.

– ¿Se parece a papá?

Lou no supo qué contestar.

– Nunca he visto una foto suya.

La respuesta inquietó a Oz.

– ¿Crees que es mala y su aspecto nos asustará? En ese caso ¿podríamos regresar a casa?

– Virginia es ahora nuestra casa, Oz. -Lou le sonrió-. Su aspecto no nos asustará. Y no será mala. Si lo fuera, nunca habría aceptado cuidarnos.

– Pero las brujas a veces lo hacen, Lou. ¿Te acuerdas de Hansel y Gretel? Te engañan, porque quieren comerte. Todas lo hacen. Lo sé; yo también he leído libros.

– Mientras esté allí no te molestará ninguna bruja. -Le sujetó el brazo con firmeza, mostrándole su poderío, y Oz finalmente se relajó y miró a los otros ocupantes del compartimiento del tren.

Los amigos de Jack y Amanda Cardinal habían costeado el viaje y no liabían reparado en gastos a la hora de enviar a los niños a su nueva vida. De ahí que les acompañara una enfermera que se quedaría un tiempo razonable con ellos en Virginia para ocuparse de Amanda.

Por desgracia la enfermera contratada se había encomendado a sí misma la misión de imponer una disciplina férrea, como si los niños fuesen unos caprichosos, y de supervisar la salud de Amanda. Como era de esperar, ella y Lou no habían congeniado. Lou y Oz observaban a la enfermera, alta y huesuda, atender a la paciente.

– ¿Podemos estar un rato con ella? -preguntó Oz finalmente con un hilo de voz.

Para él, la enfermera era en parte una víbora y en parte un demonio como los de los cuentos y le asustaba más allá de lo imaginable. Oz creía que, en cualquier momento, la mano de la mujer se convertiría en un cuchillo y que él sería el blanco del mismo. La idea de que su bisabuela tuviera ciertos rasgos de bruja no procedía única y exclusivamente del desventurado cuento de Hansel y Gretel. Oz estaba convencido de que la enfermera se negaría, pero, sorprendentemente, accedió.

Mientras la mujer cerraba la puerta del compartimiento, Oz miró a Lou.

– Oz, se ha ido a fumar.

– ¿Cómo sabes que fuma?

– Si las manchas de nicotina que tiene en los dedos no me hubieran bastado, el hecho de que apesta a tabaco sí lo habría hecho.

Oz se sentó junto a su madre, que estaba tumbada en la cama más baja de la litera con los brazos extendidos a los lados del cuerpo, los ojos cerrados y la respiración apenas perceptible.

– Somos nosotros, mamá, Lou y yo.

Lou pareció enfadarse.

– Oz, no te oye.

– ¡Sí que me oye! -replicó Oz con tal violencia que asustó a Lou, aun cuando estaba acostumbrada a las reacciones de su hermano. Lou se cruzó de brazos y apartó la mirada. Cuando volvió a mirar, Oz había sacado una cajita de su maleta y estaba abriéndola. Extrajo un collar que tenía una pequeña piedra de cuarzo en el extremo.