Выбрать главу

– Me tendréis mientras vosotros queráis.

38

En el exterior del juzgado había varios Ford, Chevy y Chrysler estacionados en batería junto a carros tirados por muías y caballos.

Una ligera nevada lo había cubierto casi todo con una capa blanca, pero nadie le prestaba atención. Todo el mundo había entrado rápidamente en el juzgado.

En la sala nunca se habían reunido tantas almas. Los asientos del hemiciclo principal estaban llenos. Incluso había gente de pie en la parte trasera y en la galería de la segunda planta había una aglomeración de hasta cinco personas por fila. Había hombres de ciudad con traje y corbata, mujeres con el vestido de ir a misa y sombreros en forma de caja con velos y flores falsas o con frutas colgando. A su lado se sentaban granjeros con petos limpios y sombreros de fieltro en la mano, con las mascadas de tabaco en la mano. Sus mujeres se situaron detrás de ellos con vestidos de bolsas Chop hasta los tobillos y gafas de montura metálica en sus rostros cansados y arrugados. Miraban alrededor emocionadas, como si se hallaran en un tris de ser testigos de la entrada de una reina.

Los niños estaban apretujados aquí y allá entre los adultos como el mortero entre ladrillos. Para ver mejor, un muchacho se subió a la barandilla de una galería y se agarró a una columna. Un hombre le obligó a bajar y le reprendió con dureza diciéndole que aquello era un tribunal de justicia y que debía comportarse y no hacer payasadas. El muchacho se marchó caminando penosamente. Entonces el hombre se subió a la barandilla para ver mejor.

Cotton, Lou y Oz subían las escaleras del juzgado cuando un muchacho bien vestido con americana, pantalones de sport y zapatos negros relucientes se acercó corriendo a ellos.

– Mi papá afirma que perjudicáis a todo el pueblo por una mujer -dijo-. Asegura que los del gas han de venir como sea. -Miró a Cotton como si el abogado hubiera escupido a su madre y luego se hubiera reído.

– ¿Ah, sí? -replicó Cotton-. Respeto la opinión de tu padre, pero no la comparto. Dile que si más tarde quiere hablar del tema en persona, no tengo ningún problema en hacerlo. -Miró alrededor y vio a un hombre que con toda seguridad era el padre del muchacho, porque se parecía a éste y había estado observándolos, y que apartaba la mirada rápidamente. Señaló con la cabeza hacia todos los coches y carros y añadió-: Será mejor que tú y tu padre entréis y consigáis un sitio. Parece que hoy la cosa está concurrida.

Cuando entraron en la sala Cotton se quedó asombrado al ver la gran afluencia de público. El trabajo más duro de las granjas había concluido y la gente tenía tiempo. Para los habitantes del pueblo se trataba de un espectáculo accesible que prometía fuegos artificiales a un precio asequible. Parecía que no estaban dispuestos a perderse ni una sola artimaña legal, ni un solo juego semántico. Para mucha gente probablemente se tratara del momento más emocionante de su vida. Qué triste, pensó Cotton.

No obstante, era consciente de que había mucho en juego. Un lugar en decadencia una vez más que quizá se revitalizara gracias a una compañía poderosa. Y lo único que tenía para contrarrestarla era una anciana postrada en la cama que parecía haber perdido la conciencia. Además, había dos niños angustiados que habían depositado su confianza en él, y, tumbada en otra cama, una mujer de la que quizá se enamorara si llegaba a despertar. «Dios mío, ¿cómo voy a sobrevivir a todo esto?», se preguntó.

– Buscad un sitio -dijo Cotton a los niños-. Y permaneced en silencio.

Lou le dio un beso en la mejilla.

– Buena suerte. -Cruzó los dedos por él. Un granjero que conocían les hizo sitio en una de las filas de asientos.

Cotton subió por el pasillo saludando con la cabeza a los conocidos que había entre el público. En el centro de la primera fila se encontraban Miller y Wheeler.

Goode estaba en la mesa del abogado y, cuando miró en torno y vio a un público que parecía ansioso por presenciar la lucha, adoptó una expresión de felicidad similar a la de un hombre hambriento en una cena de iglesia.

– ¿Está preparado para enfrentarse a esto? -preguntó Goode.

– Tan preparado como usted -respondió Cotton animosamente.

Goode soltó una risita.

– Con los debidos respetos, lo dudo.

Fred, el alguacil, apareció y pronunció las palabras oficiales; todos se pusieron en pie y entonces se reunió el tribunal del honorable Henry J. Atkins.

– Que entre el jurado -indicó el juez a Fred.

El jurado entró en la sala en fila. Cotton observó a los miembros uno por uno y no dio crédito cuando advirtió que George Davis estaba entre los elegidos.

– ¡Señoría, George Davis no se encontraba entre los miembros del jurado elegidos! ¡Tiene intereses personales en el resultado de este caso! -bramó.

Atkins se inclinó hacia delante.

– Cotton, ya sabe que nos ha costado mucho formar el jurado. Tuve que prescindir de Leroy Jenkins porque su mujer enfermó, y a Garcie Burns su mula le propinó una

fuerte coz. Ya sé que no es la persona más querida de la zona, pero George Davis tiene tanto derecho a formar parte del jurado como cualquier otro. Escuche, George, ¿adoptará una actitud justa y abierta en este caso?

Davis llevaba la ropa de ir a misa y presentaba un aspecto respetable.

– Sí, señor -respondió educadamente y, mirando alrededor, añadió-: Todos saben que las tierras de Louisa están junto a las mías. Nos llevamos bien. -Sonrió y enseñó una dentadura deteriorada.

– Estoy seguro de que el señor Davis será un buen miembro del jurado, señoría -dijo Goode-. No hay objeción por mi parte.

Cotton miró a Atkins y la extraña expresión que observó en el rostro éste le hizo preguntarse si no ocurriría algo anormal.

Lou se sentía furiosa por lo ocurrido. Aquello no era justo. Tenía ganas de ponerse en pie y protestar, pero por primera vez en su vida se sentía demasiado cohibida para hacerlo. Al fin y al cabo se encontraba en un tribunal de justicia.

– ¡Es mentira! -bramó una voz. Todas las cabezas se volvieron en su dirección.

Lou miró a su lado y vio a Oz de pie en el asiento, con lo cual se elevaba por encima de las cabezas de todos los presentes. Sus ojos despedían chispas, y estaba señalando directamente con el dedo a George Davis.

– ¡Es mentira! -volvió a exclamar con una voz tan profunda que ni siquiera Lou habría podido reconocerla-. Odia a Louisa. No es justo que esté aquí.

Cotton se había quedado igual de boquiabierto que el resto de los presentes. Recorrió la sala con la mirada. El juez Atkins observaba al niño, no demasiado contento. Goode estaba a punto de ponerse en pie. La mirada de Davis despedía tal fiereza que Cotton se alegró de que no tuviera ninguna pistola a mano. Cotton se acercó corriendo a Oz e hizo bajar al niño.

– Parece ser que la familia Cardinal es propensa a los estallidos en público -dijo Atkins con voz resonante-. Esto no se puede aceptar, Cotton.

– Lo sé, señor juez. Lo sé.

– ¡No es justo! ¡Ese hombre es un mentiroso! -gritó Oz.

Lou estaba asustada.

– Oz, por favor, ya vale -le dijo.

– No, no vale, Lou -replicó Oz-. Ese hombre es odioso. Mata de hambre a su familia. ¡Es malvado!

– Cotton, saque a ese niño de la sala -rugió el juez-. Inmediatamente.

Cotton se llevó a Oz seguido de cerca por Lou.

Se sentaron en la fría escalinata del juzgado. Oz no lloraba. Se limitó a golpearse los delgados muslos con sus pequeños puños. Lou notó que las lágrimas le corrían por las mejillas mientras lo observaba. Cotton rodeó al niño con el brazo.

– No es justo, Cotton -dijo Oz-. No es justo. -Siguió golpeándose las piernas.

– Lo sé, hijo. Lo sé. Pero todo irá bien. El hecho de que George Davis esté en ese jurado quizá nos beneficie.

Oz dejó de darse golpes.

– ¿Cómo es posible?