– Bueno, es uno de los misterios de la ley, Oz, pero tendrás que confiar en mí. Supongo que seguís queriendo asistir al juicio. -Los dos respondieron que así era.
Cotton miró alrededor y vio a Howard Walker, el ayudante del sheriff, junto a la puerta.
– Howard, aquí hace demasiado frío para que estos niños estén esperando. Si te garantizo que no habrá más escenas, ¿se te ocurre alguna forma de que vuelvan a entrar? Es que yo tengo que darme prisa. Ya me entiendes.
Walker sonrió y se agarró la cartuchera.
– Niños, venid conmigo. Dejemos que Cotton ponga en práctica su vieja magia.
– Gracias, Howard -dijo Cotton-, aunque si nos ayudas quizá pierdas popularidad en este pueblo.
– Mi hermano y mi padre murieron en esas minas. Southern Valley puede irse al carajo. Ahora entra ahí y demuéstrales lo buen abogado que eres.
Después de que Cotton entrara, Walker llevó a Lou y a Oz por una puerta trasera y los instaló discretamente en una galería reservada para los visitantes especiales, después de que Oz le prometiera que no volvería a gritar.
Lou miró a su hermano y le susurró.
– Oz, has sido muy valiente haciendo eso. Yo no me he atrevido.
El sonrió. Entonces ella se dio cuenta de que le faltaba algo.
– ¿Dónde está el osito que te traje? -preguntó.
– Lo he tirado, Lou, soy demasiado mayor para los ositos y para chuparme el pulgar.
Lou observó a su hermano y de repente se dio cuenta de que estaba en lo cierto. Se le llenaron los ojos de lágrimas, porque súbitamente se imaginó a su hermano alto y fuerte y sin necesidad de que ella lo protegiese.
Abajo en la sala Cotton y Goode estaban enfrascados en una acalorada discusión con el juez Atkins.
– Escuche, Cotton -dijo Atkins-, no voy a hacer caso omiso de lo que está diciendo sobre George Davis y su objeción quedará registrada, pero Louisa ayudó a venir al mundo a cuatro de los miembros del jurado y el Estado no puso ninguna objeción al respecto. -Miró a Goode-. Señor Goode, ¿tendría la amabilidad de disculparnos unos minutos?
El abogado pareció sorprenderse.
– Señoría, ¿un contacto ex parte con el abogado defensor? En Richmond no hacemos esas cosas.
– Pues entonces menos mal que no estamos en Richmond. Venga, retírese un momento, por favor. -Atkins movió la mano como si estuviera espantando moscas y Goode se retiró a su mesa a regañadientes-. Cotton -dijo Atkins-, ni usted ni yo ignoramos que hay muchos intereses en juego en este caso, y ambos sabemos por qué: dinero. Louisa está en el hospital y la mayoría de la gente piensa que no va a recuperarse. Y, por otro lado, tenemos el dinero de Southern Valley tentando a todo el mundo.
Cotton asintió.
– ¿Significa eso que en su opinión el jurado irá contra nosotros a pesar de la base jurídica de la causa?
– Pues, no sabría decirle, pero si pierde…
– Entonces el hecho de que George Davis sea miembro del jurado me ofrece motivos para solicitar una apelación -concluyó Cotton.
A Atkins le satisfizo que Cotton captara la estrategia con tamaña rapidez.
– Pues no se me había ocurrido. Me alegro de que a usted sí. Bueno, que empiece el espectáculo.
Cotton regresó a su mesa mientras Atkins daba un golpe con el mazo.
– Este jurado queda constituido. Tomen asiento.
Los miembros del jurado se sentaron todos a la vez.
Atkins los miró detenidamente uno por uno antes de posar la vista en Davis y dijo:
– Una puntualización antes de empezar. Hace treinta y cuatro años que soy juez aquí y nunca ha habido nada parecido a una manipulación por parte del jurado en mi sala. Y nunca va a haberla porque, en caso de que se produjera, las personas que lo propiciaran pensarían que la vida que han pasado en las minas de carbón es una fiesta de cumpleaños en comparación con lo que les haría. -Lanzó otra mirada a Davis, dedicó las mismas invectivas visuales tanto a Goode como a Miller y añadió-: Señor abogado del Estado, puede llamar a su primer testigo.
– El Estado llama al doctor Luther Ross -anunció Goode.
El corpulento doctor Ross se levantó y se acercó al estrado. Poseía la circunspección que gusta a los abogados, aunque por lo demás no era más que un mentiroso bien pagado.
Fred le hizo pronunciar el juramento.
– Levante la mano derecha, coloque la izquierda sobre la Biblia. ¿Jura solemnemente decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?
Antes de instalarse en el banco de testigos, Ross juró que, por supuesto, diría la verdad y nada más que la verdad.
Fred se retiró y Goode se acercó al estrado.
– Doctor Ross, ¿sería tan amable de poner al jurado al corriente de su excelente trayectoria profesional? -Goode pronunciaba las palabras al más puro estilo sureño.
– Soy el director del centro psiquiátrico de Roanoke. He impartido cursos sobre evaluación mental en la facultad de Medicina de Richmond y en la Universidad de Virginia. Personalmente he tratado más de dos mil casos como éste.
– Ahora estoy seguro de que el señor Longfellow y este tribunal convendrán en que es usted un verdadero experto en su campo. De hecho, quizá sea el mejor experto de su especialidad, y me atrevería a decir que este jurado no se merece menos.
– ¡Protesto, señoría! -exclamó Cotton-. No creo que haya pruebas de que el señor Goode sea experto en valorar expertos.
– Se acepta la protesta, Cotton -dijo Atkins-. Continúe, señor Goode.
– Señor Ross -dijo Goode al tiempo que lanzaba una mirada de soslayo a Cotton-, ¿ha tenido la oportunidad de examinar a Louisa Mae Cardinal?
– Así es.
– ¿Y cuál es su opinión experta sobre sus capacidades mentales?
Ross dio un manotazo al marco del estrado con una de sus manos fofas.
– No está capacitada mentalmente. De hecho, soy de la opinión de que habría que internarla.
Se oyó un fuerte murmullo procedente del público y Atkins golpeó el mazo con impaciencia.
– Orden en la sala -dijo.
– ¿Internada? -prosiguió Goode-. Vaya, vaya. Esto sí que es grave. Entonces, ¿considera que no está en condiciones de ocuparse de sus asuntos? Para vender sus tierras, por ejemplo.
– Bajo ningún concepto. Sería fácil que alguien se aprovechara de ella. La pobre mujer ni siquiera puede firmar. Probablemente ni siquiera se acuerde de su nombre. -Miró al jurado con expresión autoritaria-. Hay que internarla -repitió.
Goode planteó una serie de preguntas cuidadosamente formuladas y para cada una de ellas recibió la respuesta deseada: según el doctor Luther Ross, Louisa Mae estaba, sin lugar a dudas, mentalmente incapacitada.
– No tengo más preguntas -dijo finalmente Goode.
– ¿Señor Longfellow? -preguntó Atkins-. Supongo que querrá aprovechar su turno.
Cotton se levantó, se quitó las gafas y se acercó al banco de los testigos.
– Doctor Ross, ¿dice que ha examinado a más de dos mil personas? -inquirió.
– Correcto -respondió Ross, ufano.
– Y de esas dos mil personas, ¿cuántas dictaminó que estaban incapacitadas?
Ross se mostró extrañado; estaba claro que no se esperaba esa pregunta.
– Humm…, pues… no sabría decir; es difícil recordar todos los casos.
Cotton lanzó una mirada al jurado y se acercó hacia el mismo.
– No, no es tan difícil. Sólo tiene que decirlo. Permítame que le ayude. ¿Un ciento por ciento? ¿Un cincuenta por ciento?
– Un ciento por ciento no.
– ¿Un cincuenta por ciento?
– Tampoco.
– ¿Un ochenta? ¿Un noventa? ¿Un noventa y cinco?
Ross reflexionó por un instante.
– El noventa y cinco por ciento creo que sería el porcentaje correcto.
– De acuerdo. Veamos, creo que eso supondría mil novecientas personas de dos mil. Eso es mucha gente loca, doctor Ross.
El público rió y Atkins dio un golpe con el mazo, aunque no consiguió disimular una débil sonrisa.