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El alargado sedán Hudson era del color de un pepinillo, y viejo, pero estaba limpio por dentro. El radiador, descubierto, parecía una lápida, y le faltaban los dos guardabarros delanteros y el cristal de la luna posterior. Lou y Oz se sentaron en el asiento trasero y el hombre puso el coche en marcha. Manejaba la palanca de cambios con gran soltura y las marchas no chirriaron ni una vez.

Tras contemplar el lamentable estado de la estación Lou no confiaba en que el resto del lugar fuese muy civilizado. Sin embargo, al cabo de veinte minutos llegaron a un pueblo de dimensiones considerables, si bien aquel exiguo grupo de edificaciones apenas habría formado una triste manzana en Nueva York.

Un letrero anunciaba que entraban en el municipio de Dickens, Virginia. La calle principal constaba de dos carriles y estaba asfaltada. A los lados había construcciones de madera y ladrillo bien conservadas. Uno de los edificios era de cinco plantas y el cartel de «hay habitaciones» indicaba que se trataba de un hotel con precios módicos. Había muchos coches, sobre todo voluminosos Ford y Chrysler, y camiones enormes de distintas marcas, cubiertos de barro. Estaban aparcados frente a los edificios siguiendo la inclinación de la carretera.

Vieron tiendas, restaurantes y un almacén con la puerta abierta con cientos de cajas de azúcar Domino, servilletas Quick, Post Toasties y copos de avena Quaker en el interior. Había también un concesionario de automóviles con coches relucientes en el escaparate y, al lado, una gasolinera Esso con surtidores idénticos y un hombre uniformado y sonriente que estaba llenando el depósito de un sedán La Salle abollado, mientras un Nash de dos puertas esperaba su turno. Un enorme tapón de Coca-Cola colgaba frente a una cafetería, y en la pared de una ferretería habían colocado un cartel de pilas Eveready. En uno de los lados de la calle estaban los postes, de madera de álamo, de la electricidad y del teléfono, de los cuales surgían unos cables negros que llegaban hasta las casas. Otra tienda anunciaba la venta de pianos y órganos en metálico, a buenos precios. Había un cine en una esquina y una lavandería en otra. Las farolas de gas se alzaban en las aceras como si fueran enormes cerillas encendidas.

Las aceras estaban repletas de personas. Había desde mujeres bien vestidas y elegantemente peinadas tocadas con sombreros modestos, hasta hombres mugrientos y encorvados que, pensó Lou, probablemente se dejaban la vida en las minas de carbón sobre las que tanto había leído.

Mientras avanzaban pasaron por delante del edificio más grande e importante del lugar. Era de ladrillo rojo con un impresionante pórtico de dos plantas, sostenido por columnas jónicas y con un tejado de zinc inclinado pintado de negro y coronado por una torre del reloj de ladrillo. Las banderas de Virginia y Estados Unidos ondeaban en la brisa. Sin embargo, el distinguido edificio descansaba sobre unos feos cimientos de hormigón. A Lou esta curiosa mezcla le parecía como ir con unos buenos pantalones y unas botas sucias. Sobre las columnas se leía: «Juzgado.» Entonces dejaron atrás Dickens.

Lou se recostó en el asiento, perpleja. En las historias de su padre abundaban las montañas salvajes, con su vida primitiva, donde los cazadores se ponían de cuclillas junto a las fogatas de palmetas y cocinaban la caza y bebían café amargo, donde los granjeros se levantaban al alba y trabajaban la tierra hasta caer rendidos, donde los mineros excavaban la tierra y acababan muriendo de neumoconiosis y los leñadores arrasaban los bosques con hachas y sierras. Para sobrevivir en las alturas eran necesarios un ingenio rápido, un excelente conocimiento de la tierra y una espalda poderosa. Un lugar como Dickens, con carreteras asfaltadas, hotel, letreros de Coca-Cola y pianos a la venta a buen precio, no tenía por qué estar allí. Sin embargo, Lou, de repente, se percató de que el período sobre el que su padre había escrito había acabado hacía unos veinte años.

Suspiró; todo, incluso las montañas y sus habitantes, cambiaba. Lou supuso entonces que su bisabuela viviría en un barrio normal y corriente repleto de vecinos normales y corrientes. Tal vez tuviera un gato y los sábados fuera a la peluquería, que sin duda olería a sustancias químicas y humo de cigarrillos. Lou y Oz beberían refrescos de naranja en el porche delantero, asistirían a la iglesia los domingos y saludarían a los vecinos mientras iban en coche y la vida no sería tan diferente de la de Nueva York. Si bien eso no tenía nada de malo, Lou había esperado un mundo salvaje e imponente.

Aquélla no era la vida que su padre había experimentado y sobre la que había escrito, de ahí que estuviera visiblemente desilusionada.

El coche avanzó varios kilómetros más rodeado de árboles, montañas elevadas y valles profundos, y entonces Lou vio otro letrero. El pueblo se llamaba Tremont. Pensó que seguramente sería ése. Tremont era unas tres veces más pequeño que Dickens. Había unos quince coches aparcados frente a las tiendas, parecidas a las de Dickens, sólo que no había edificios de varias plantas ni juzgado y el asfalto había dado paso al macadán y la gravilla. Lou vio a algún jinete y, al poco, salieron de Tremont y prosiguieron el ascenso. Lou supuso que su bisabuela viviría en las afueras de Tremont.

Ningún letrero anunciaba el siguiente lugar al que llegaron, y el escaso número de edificios y los pocos habitantes no parecían suficientes para justificar un nombre. La carretera era de tierra y el Hudson se balanceaba sobre el terreno irregular. Lou vio una oficina de correos vacía y a su lado una pila inclinada de tableros sin letrero alguno y unos escalones podridos. Finalmente, había una tienda de grandes dimensiones con el nombre «McKenzie's» escrito en la pared; cajones de azúcar, harina, sal y pimienta se apilaban en el exterior. De una de las ventanas colgaban unos pantalones con peto azules, arneses y una lámpara de queroseno. Eso era cuanto había en aquel lugar sin nombre junto a la carretera.

Mientras avanzaban por la tierra blanda pasaron por delante de hombres silenciosos de ojos hundidos y barba rala; llevaban pantalones con peto sucios, sombreros flexibles y toscos zapatos de cuero y viajaban a pie, en mula o a caballo. Una mujer de mirada ausente, expresión de abatimiento y extremidades huesudas, ataviada con una blusa de algodón a cuadros y una falda de lana artesanal fruncida en la cintura, traqueteaba en un carro tirado por dos muías. En la parte trasera del carro había varios niños subidos a unas bolsas de arpillera, llenas de semillas, que eran más grandes que ellos. Junto a la carretera había un largo tren cargado de carbón que se había detenido bajo un depósito de agua para beber y, con cada trago, escupía bocanadas de humo por la garganta. Lou vio a lo lejos, en otra montaña, un vertedero de carbón sobre pilotes de madera y otra hilera de vagones de carbón que pasaba por debajo de esa estructura como si se tratara de una hilera de hormigas obedientes.

Cruzaron un puente bastante largo. Un letrero de hojalata informaba que, unos diez metros más abajo, corría el río McCloud. El reflejo del sol naciente hacía que el agua pareciese rosada, una tortuosa lengua de varios kilómetros de longitud. Las cumbres eran de un azul grisáceo y la niebla acumulada bajo las mismas formaba una especie de pañuelo de gasa.

Puesto que parecía que no había más pueblos, Lou consideró oportuno conocer la identidad del caballero que conducía.

– ¿Cómo te llamas? -inquirió. Había conocido a muchos negros, sobre todo escritores, poetas, músicos y actores, todos ellos amigos de su padre. Sin embargo, no todos pertenecían al mundo de la cultura. Mientras visitaba la ciudad con su madre, Lou había visto a personas de color que cargaban la basura, paraban taxis, arrastraban bolsas, corrían tras los niños de otros, limpiaban las calles y las ventanas, sacaban brillo a los zapatos, cocinaban, lavaban la ropa y recibían los insultos y propinas de la clientela blanca.