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Más tarde, mientras iba de un edificio a otro, oyó el grave rugido del avión alienígena y levantó la vista. Vio las luces —blancas y ámbar— que se movían por encima de su cabeza, en dirección al mar.

III

El avión de los alienígenas llegó a la mañana siguiente y se marchó por la noche. Esto parecía indicar que las negociaciones continuaban tal como estaba previsto.

En el recinto no se dijo nada con carácter oficial. Las conversaciones eran secretas; siempre lo habían sido, y no aparecían reportajes en ninguna de las redes. Los de la estación habían recibido un poco de información por una cuestión de cortesía y porque estaban demasiado cerca para permanecer completamente sumidos en la ignorancia; ahora también ellos quedaban excluidos.

Al cabo de tres días ella recibió las primeras noticias oficiosas. Llegaron por medio de Katya, que estaba exprimiendo a uno de los diplomáticos: un hombre muy joven que hablaba demasiado. Katya le sacó información al diplomático —que tenía un nombre curioso: Etienne Corbeau— y luego se la transmitió a un grupo selecto de amigos, personas que, estaba segura, guardarían silencio. Sería una pena que los otros diplomáticos los descubrieran.

—Están usando al hombre como traductor —dijo Katya—. Es su traductor más importante. Según Etienne, el primer día presentó al principal kwar, que es algo así como un general, y luego dijo: «Mi nombre es Nicholas. No cometan el error de pensar que mi lealtad está en modo alguno dividida, y no crean que lo que digo tiene algo que ver conmigo. Cuando hablo, el que habla es el general.» O algo así. A Etienne le encanta adornar las historias. La gente del servicio de información militar ha enviado un mensaje de exploración a través del sistema. Quieren saber quién es este individuo.

—¿Qué ocurre durante las conversaciones? —preguntó Anna—. ¿Consiguen algo?

Katya esbozó una dulce sonrisa. La mayor parte de sus antepasados provenían del Sureste Asiático; algunos eran africanos. Ella era menuda y de piel oscura, de huesos pequeños, y la mujer más encantadora que Anna había visto jamás fuera de un holograma. También era una botánica de primera línea; nadie sabía más que ella sobre la capa amarilla del suelo parecida al musgo.

—Etienne no me lo dirá. Esa información es confidencial; pero no hay nada de malo en que me cuente chismes. Habla la lengua principal hwar con fluidez, con verdadera fluidez.

—¿Te refieres al hombre misterioso? —preguntó Anna.

—Por supuesto. Los traductores dicen que utiliza al menos una lengua diferente, no con mucha frecuencia, ni durante mucho tiempo, y sólo cuando habla con el general. Nuestra gente no sabe qué es. Lo grabamos todo, por supuesto, pero los traductores dicen que no entienden lo bastante la otra lengua. No van a poder descifrarlo.

Anna no sabía con certeza hasta qué punto le interesaba todo aquello. No compartía la pasión de Katya por las intrigas, pasión que ésta decía haber adquirido con el estudio de las plantas: «Son maravillosamente complejas y tortuosas, para mí una fuente constante de inspiración. Los que no pueden correr deben encontrar formas más interesantes de sobrevivir.»

Nada de lo cual guardaba relación con el hombre que decía llamarse Nicholas.

El tiempo cambió; tuvieron un día de sol tras otro. En casa lo habrían llamado veranillo de San Martín. El viento amainó. De vez en cuando se veían cabrillas en el mar, pero no en la bahía rodeada de tierra. Red y sus compañeros flotaban tranquilamente, sin hacer casi nada que pudieran captar los instrumentos. Ahorraban energía, imaginó Anna. No comerían hasta el momento en que hubiera concluido el apareamiento.

No se les unieron otras criaturas. Nadie tenía una buena teoría que explicara el porqué. Tal vez por el clima. Anna se sentó en la cabina de la barca y se concentró en la lectura —las últimas revistas profesionales, traídas por sonda— o se dedicó a escribir cartas a la Tierra.

Todas las cartas eran breves, en parte debido a las restricciones impuestas por la seguridad —nadie podía decir nada sobre las negociaciones—, pero también porque no tenía mucho que decir. ¿Cómo podía explicar algo de su vida a personas que convivían con nueve mil millones de seres humanos? Ellos no sabían nada de la oscuridad, del vacío, del silencio, del hecho de ser forastero. Para ellos, la realidad era la humanidad. No tenían otra cosa cerca. Los hwarhath eran seres legendarios, y las criaturas que ella estudiaba les resultaban incomprensibles. Tenía más cosas en común con los soldados, al menos con los que estaban allí, en el límite.

Una mañana infló una pequeña balsa de goma, le adosó un motor y se alejó por la bahía. Era un perfecto día de otoño: brillante, sereno y cálido. El planeta primario estaba suspendido sobre su cabeza; no tuvo problemas para ver bajo la superficie del agua transparente, que apenas se movía.

Avanzó en dirección a Red, acercándose lentamente y consultando un sonar portátil. El alienígena no se movió. Cuando estuvo cerca apagó el motor y recorrió a la deriva los últimos metros. Allí estaba, flotando justo por debajo de la superficie.

La parte superior del animal —la campana o paraguas— medía tres metros de ancho y era transparente; se onduló suavemente. En su interior, apenas visibles, había tubos de alimentación y racimos de material neurológico. Pudo distinguir tres variedades de tentáculos en el borde inferior de la campana: los largos y gruesos, que Red utilizaba para nadar; los tentáculos sensoriales, más cortos y más delgados; y los tentáculos que producían luz, poco más grandes que tocones. Todo se agitaba suavemente, al ritmo del movimiento de la campana.

No consiguió ver el resto del animaclass="underline" los zarcillos urticantes, de veinte metros de longitud, y los de apareamiento, aún más largos. Éstos colgaban por debajo de la campana. Alrededor de Anna se extendían la bahía azul celeste y las colinas bajas, cubiertas de vegetación dorada. A su lado estaba el animal, transparente como un cristal y palpitante como un corazón. Experimentó una intensa sensación de felicidad y de acierto: en esto consistía su vida.

Al cabo de un rato ató una cuerda al frasco de las muestras y lo sumergió en el agua, muy lentamente, con sumo cuidado. Red lo notó. Sus tentáculos se estiraron a lo largo del costado más cercano a la balsa de Anna. Las bocas de los extremos se abrieron y tragaron agua a modo de prueba.

Un destello de luz rodeó la campana. Interesante. Red habría utilizado productos químicos si hubiera estado hablando con otro seudosifonóforo. Pero seguramente se había dado cuenta de que ella no podía captar un mensaje transmitido de esa forma, y por eso probaba con el lenguaje nocturno.

Rojo-rojo-azul, decían las luces. (El primer color era en realidad un rosado oscuro, y habían considerado la posibilidad de llamar Rose al animal. Pero el nombre no parecía adecuado: era demasiado grande y demasiado peligroso.)

El primer mensaje rodeó dos veces el perímetro del animal. Luego fue seguido por otro: Naranja-naranja-naranja.

El naranja era un mensaje de angustia.

Soy Red-rojo-azul, estaba diciendo Red, y no me gusta lo que haces.

Ella levantó el frasco y el animal empezó a murmurar: un destello de luz incolora rodeó la campana una y otra vez. Anna esperó un poco más. Red adquirió un color oscuro. Ya podía volver a encender el motor. Se alejó a la mínima velocidad, recordando los largos zarcillos urticantes… estaban ahí abajo, fuera de la vista, en el agua, como una redecilla de seda.