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— Pero es que se trata de algo así, padre.

Cheroki empezó a farfullar, y, alarmado, el hermano Francis extrajo un pedazo de papel de la manga y se lo tendió al sacerdote. Estaba reseco por los años y manchado. La tinta estaba desvanecida.

— «Una libra de pastrami — pronunció el padre Cheroki, pasando velozmente sobre las palabras poco familiares —, una lata de kraut, traer a casa para Emma.» — Se quedó mirando fijamente al hermano Francis durante unos segundos —. ¿Quién ha escrito esto?

Francis se lo dijo.

Cheroki se quedó pensativo.

— No es posible, mientras estés en estas condiciones, que hagas una buena confesión, y no estaría bien que yo te absolviese sin que tu mente esté centrada. — Al ver respingar a Francis el sacerdote le tocó un hombro con un gesto tranquilizador —. No te preocupes, hijo, hablaremos de ello cuando estés mejor. Entonces escucharé tu confesión. Por el momento… — Miró nervioso la urna que contenía la eucaristía —. Quiero que reúnas tus cosas y regreses de inmediato a la abadía.

— Pero, padre, yo…

— Te lo ordeno — dijo apagadamente el sacerdote —, vuelve de inmediato a la abadía.

— Sí… sí, padre.

— Por ahora no pienso absolverte, pero puedes hacer un buen acto de contrición y ofrecer dos decenas de tu rosario como penitencia. ¿Quieres mi bendición?

El novicio asintió, intentando reprimir las lágrimas. El sacerdote lo bendijo, hizo una genuflexión ante el Sacramento y colgó de nuevo la vasija de oro en la cadena que pendía de su cuello. Después de guardarse el cirio en un bolsillo, dobló el altar y lo ató en su sitio detrás de la silla de montan Le hizo a Francis una seria inclinación, montó y se alejó en su mula para completar la ronda de las ermitas de vigilia. Francis se dejó caer sobre la arena caliente y lloró.

Todo habría sido más fácil si hubiese podido llevar el sacerdote a la cripta para mostrarle la antigua habitación, vaciar el contenido de la caja, o si le hubiese mostrado la señal que el peregrino hizo en la piedra; pero el prior llevaba la eucaristía y resultaba imposible inducirlo a bajar a gatas a un sótano lleno de escombros o a entretenerse con el contenido de la vieja caja y enzarzarse en disquisiciones arqueológicas. Sabía que no debía pedirlo. La visita de Cheroki era necesariamente solemne, en tanto la urna que llevaba contuviese aunque fuese una sola hostia. De no ser así y estar vacía, habría sido posible discutirlo. El novicio no podía culpar al padre por haber sacado la conclusión de que había perdido la cabeza. Estaba en verdad un poco mareado por el sol y había balbuceado bastante. Más de un novicio había regresado con el entendimiento huero después de una vigilia vocacional.

Nada podía hacer sino obedecer la orden de regreso.

Fue al refugio y lo miró de nuevo para asegurarse de que realmente estaba allí. Después fue a buscar la caja; cuando lo tuvo todo guardado y estaba a punto de marcharse, un penacho de polvo apareció en el oeste, anunciando la llegada del proveedor de abastecimientos con agua y maíz de la abadía. El hermano Francis decidió esperar su ración de alimento antes de emprender su largo viaje al hogar.

Tres borricos y un monje aparecieron encabezando la columna de polvo. El primer borrico avanzaba penosamente bajo el peso del hermano Fingo. A pesar de su capucha, Francis reconoció al ayudante de cocina por sus hombros cargados y por las largas espinillas peludas que colgaban a cada lado del asno de tal modo que sus sandalias casi tocaban el suelo. Los animales que le seguían iban cargados con pequeñas bolsas de maíz y odres de agua.

— ¡Gorrinos, gorrinos, gorrinos! — gritó Fingo, haciendo trompa con las manos y lanzando su llamada a los cerdos, desde las ruinas, como si no hubiese visto a Francis, que le esperaba cerca del sendero —. ¡Gorrinos, gorrinos, gorrinos! ¡Ah, aquí estás, Francis! Te había confundido con un montón de huesos. Tendremos que engordarte para los lobos. Aquí está, sírvete los desperdicios del domingo. ¿Cómo va el negocio de las ermitas? ¿Crees que obtendrás algo de ello? Si no te importa, sólo un odre y una bolsa de maíz. Y cuídate de las patas traseras de Malicia, está en celo y se siente algo traviesa… ha coceado a Alfred. ¡Crac! En medio de la rótula. ¡Ten cuidado!

El hermano Fingo echó hacia atrás su capucha y rió socarronamente, mientras el novicio y Malicia tomaban posiciones. A no dudar, Fingo era el hombre más feo de la Tierra, y cuando reía, la enorme distribución de encías rosadas y grandes dientes de variados colores añadía muy poco a su encanto. Era un mutante, pero casi no podía considerársele un monstruo. La suya era una herencia bastante común en el país de Minnesota, del que era oriundo: producía la calva y una distribución muy desigual de la melanina, por lo que el larguirucho pellejo del monje era una mezcla abigarrada de manchas de hígado de buey y chocolate sobre fondo albino. Sin embargo, su perpetuo buen humor compensaba de tal modo su aspecto que, después de unos minutos, uno dejaba de notarlo, y después de un largo contacto, las manchas del hermano Fingo parecían tan normales como las de un pony pintojo. Lo que habría resultado horrible de haber sido él un hombre malhumorado llegaba a ser, al ir acompañado por aquella exuberante alegría, casi tan decorativo como el maquillaje de un payaso.

La asignación de Fingo en la cocina era de castigo y probablemente temporal. Era tallista de oficio y normalmente trabajaba en el taller de carpintería. Pero un incidente de orgullo relacionado con una estatuilla del bendito Leibowitz, que se le había permitido tallar, promovió que el abad ordenase su transferencia a la cocina hasta que diese alguna señal de mayor humildad. Mientras tanto, la estatua del beato esperaba a medio esculpir en el taller de carpintería.

La sonrisa de Fingo empezó a desvanecerse cuando notó el aspecto de Francis, que descargaba el grano y el agua de la retozona burra.

— Pareces un perro apaleado, muchacho — le dijo al penitente —. ¿Qué te pasa? ¿Está de nuevo el padre Cheroki en uno de sus malos momentos?

El hermano Francis movió la cabeza.

— No, que yo sepa.

— ¿Entonces qué te pasa, estás enfermo?

— Me ha ordenado que regrese a la abadía.

— ¿Qué…?

Fingo hizo pasar una peluda extremidad por encima de su montura y se dejó caer unos centímetros hasta el suelo. Se inclinó sobre el hermano Francis, le puso una carnosa mano sobre el hombro y le observó la cara.

— ¿De qué se trata? ¿Ictericia?

— No. Cree que estoy.

Francis se tocó una sien y se encogió de hombros.

Fingo se echó a reír.

— Bueno, eso es verdad, pero todos lo sabemos. ¿Por qué te envía de regreso?

Francis miró la caja que tenía a sus pies.

— Encontré algunas cosas que pertenecieron al bendito Leibowitz. Empecé a decírselo, pero no me creyó, no me dejó que se lo explicase, él…

— ¿Encontraste qué?

Fingo sonrió incrédulo y, después de dejarse caer de rodillas, abrió la caja, mientras el novicio le observaba nervioso. El monje agitó los cilindros bigotudos con un dedo y silbó suavemente.

— Son encantamientos de los paganos de la colina, ¿verdad? Esto es antiguo, Francis, verdaderamente antiguo. — Miró la nota de la tapa —. ¿Qué son esos garabatos? — preguntó de soslayo al infeliz novicio.

— Inglés prediluviano.

— Nunca lo he estudiado, sólo sé lo que cantamos en el coro.

— Lo escribió el propio beato.

— ¿Esto? — Los ojos de Fingo fueron del hermano Francis a la nota. Meneó súbitamente la cabeza, colocó la tapa en su lugar y se levantó. Su sonrisa era ahora forzada —. Quizás el padre tiene razón, será mejor que regreses y el hermano farmacéutico te haga algún preparado de hongos. Debes de tener fiebre, hermano Francis se encogió de hombros.