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Después de un momento de reflexión, la furia desapareció. En el momento de los hechos, aquellas copias eran, probablemente, tan comunes como la hierba, y el propietario de la caja posiblemente fuera el culpable. La ocultó del sol con su propia sombra mientras trataba de desdoblarla un poco más. En el extremo superior de la derecha había un rectángulo impreso con varios títulos en simples mayúsculas, de fechas, «números de patente», números de referencia y nombres. Sus ojos siguieron la lista hasta dar con «Diseño del circuito: Leibowitz, I. E.».

Cerró con fuerza los ojos y meneó la cabeza hasta que le pareció que resonaba. Después miró de nuevo. Allí estaba claramente:

«DISEÑO DEL CIRCUITO: Leibowitz, I. E.»

Dobló de nuevo el papel. Entre los dibujos infantiles y las figuras geométricas, claramente marcada con tinta roja, estaba la forma:

El nombre estaba escrito con clara letra femenina, no en el apresurado garrapateo de las demás notas. Miró de nuevo las iniciales del escrito pegado en la caja: I. E. L., y de nuevo «diseño del circuito…». Las mismas siglas aparecían en todos los papeles.

Se había discutido, aunque en el terreno de las conjeturas, si al beatificado fundador de la Orden, de ser por fin canonizado, se le honraría como san Isaac o san Eduardo. Algunos se inclinaban por san Leibowitz como el modo correcto, puesto que el beato, hasta el presente, había sido mencionado por su apellido.

— Beate Leibowitz, ora pro me! — musitó el hermano Francis.

Sus manos temblaban con tal violencia, que amenazaban con destruir los frágiles documentos.

Había descubierto reliquias del santo.

Claro que Nueva Roma todavía no había proclamado la santidad de Leibowitz, pero el hermano Francis estaba tan convencido de ello, que se atrevió a añadir:

— ¡Sancte Leibowitz, ora pro me!

El hermano Francis no perdió el tiempo en inútiles disquisiciones lógicas para saltar a su inmediata conclusión: el propio cielo acababa de otorgarle la prueba de su vocación. Desde su punto de vista había encontrado lo que buscaba en el desierto. Estaba llamado a profesar como monje de la orden.

Olvidando el severo aviso de su abad en contra de esperar que una vocación llegase de cualquier forma milagrosa o espectacular, el novicio se arrodilló en la arena para dar las gracias y ofrecer varias decenas de rosarios a la intención del viejo peregrino que le había indicado la roca que conducía al refugio. «Que encuentres pronto la voz, muchacho», le había dicho el caminante. No fue sino hasta aquel momento que al novicio se le ocurrió pensar que quizá quiso decir Voz con mayúscula.

— Ut solius tuae voluntatis mihi cupidus, et vocationis, tuae conscius, si digneris me vocare…

El abad estaría en su derecho si pensaba que la «voz» hablaba la lengua de las circunstancias y no la de la causa y efecto, y lo mismo ocurría con el Promotor Fidei si pensaba que «Leibowitz» era quizás un nombre común y corriente antes del Diluvio de Fuego, y que I. E. podía tanto significar «Ichabod Ebenezer» como «Isaac Edward». Para Francis sólo existía uno.

Tres campanadas de la abadía distante resonaron a través del desierto, una pausa y después las tres notas fueron seguidas de otras nueve.

— Angelus Domini nuntiavit Mariae — respondió el novicio respetuosamente, levantando la cabeza sorprendido al ver que el sol se había convertido en una gorda elipse escarlata, que ya tocaba el horizonte occidental. La barrera de roca alrededor de su cubil no estaba terminada.

En cuanto terminó el ángelus, guardó apresuradamente los papeles en la vieja caja oxidada. Una llamada del cielo no comportaba necesariamente el carisma de sojuzgar a las bestias salvajes ni de ser amistoso con los lobos hambrientos.

Cuando el ocaso se hubo desvanecido y aparecieron las estrellas, su refugio temporal quedó lo más fortificado posible, aunque faltaba saber si era a prueba de lobos. Pronto lo averiguaría, pues había ya oído algunos aullidos hacia el oeste. Avivó de nuevo su fogata, pero más allá del círculo iluminado por el fuego no había luz suficiente para permitir el acopio de su recolección diaria de los frutos de cactos púrpura, su única fuente de alimento, menos los domingos, cuando unos puñados de maíz tostado eran enviados de la abadía después de que un sacerdote había hecho sus rondas con el Santo Sacramento. La letra de la regla para la vigilia vocacional de cuaresma no era tan rígida como su aplicación práctica. Tal como la aplicaban, la regla se limitaba a simple letra muerta.

Aquella noche, sin embargo, la mordedura del hambre era menos penosa para Francis que su propia impaciencia ante la necesidad de correr a la abadía y anunciar la nueva de su descubrimiento. Hacerlo representaría renunciar a su vocación más pronto de lo que le había llegado.

Tenía que permanecer allí durante toda la cuaresma: con vocación o sin ella debía continuar su vigilia como si nada extraordinario hubiese ocurrido.

Soñadoramente, desde cerca de la fogata, miró hacia la oscuridad en dirección al Refugio Supervivencia Fallout y trató de imaginarse una alta basílica levantada en aquel punto. La fantasía era agradable, pero era difícil presumir que alguien escogiese aquel remoto espacio del desierto como centro de una futura diócesis. Si la basílica no era posible, entonces una pequeña iglesia. La iglesia de San Leibowitz del Desierto, rodeada de un jardín y un muro, con una capilla del santo atrayendo riadas de peregrinos, ceñidos los lomos, procedentes del norte. El «padre» Francis de Utah conduciendo a los peregrinos a dar una vuelta por las ruinas, aun a través de la Compuerta Dos hasta los esplendores del «Cerco Sellado», detrás del cual, las catacumbas del Diluvio de Fuego estaban… estaban…, bueno, después les ofrecería una misa en el altar de piedra, que encerraba la reliquia del santo que daba nombre a la iglesia… ¿un poco de arpillera?, ¿fibras de la soga del verdugo?, ¿recortes de uña del fondo de la caja oxidada? ¿Quizás el «Formulario del Circuito»? Pero la fantasía languideció. Las oportunidades para que el hermano Francis se convirtiese en sacerdote eran pocas… ya que al no tratarse de una orden misionera, los hermanos de Leibowitz sólo necesitaban unos cuantos sacerdotes para la propia abadía y algunas pequeñas comunidades de monjes en otras localidades. Además, el «santo» era todavía oficialmente un beato y no se le santificaría a menos que obrase algunos milagros más importantes y sólidos para apoyar su beatificación, la cual no era una proclamación infalible, como lo sería la canonización, aunque permitía a los monjes de la Orden de Leibowitz venerar formalmente a su fundador y patrono fuera de la misa y el oficio.

Las proporciones de la fantasmagórica iglesia fueron disminuyendo junto con el tamaño de la capilla lateral; la riada de peregrinos se redujo hasta formar un riachuelo. Nueva Roma estaba ocupada en otros asuntos, tales como la petición para una definición formal en el asunto de los dones preternaturales de la Santísima Virgen: los dominicos sostenían que la Inmaculada Concepción implicaba no sólo que la gracia moraba en ella, sino también que la Bendita Madre había tenido los poderes preternaturales, que eran los de Eva antes de la caída, y algunos teólogos de otras órdenes, incluso admitiendo que éstas eran conjeturas piadosas, negaban que el caso fuese necesario y aducían que una «criatura» podía ser «originalmente inocente», aunque sin ser dotada de dones preternaturales; los dominicos se inclinaban ante esto, pero afirmaban que la creencia había ido siempre implícita en otro dogma — tal como la asunción (inmortalidad preternatural) y la preservación del pecado actual (con implicación de integridad preternatural) y aún otros ejemplos —. Mientras trataba de zanjar esta disputa, Nueva Roma había dejado, según parecía, el caso de la canonización de Leibowitz cubriéndose de polvo en un archivo.