El senador, en efecto, miró largo rato en la pira realmente imperial el humo de su poder perdido. No soplaba viento alguno y la hoguera tardó en consumirse un tiempo insoportable. Sertorio Macro también miraba, más ceñudo de lo que correspondía a su papel, pues aquella boda había sido maquinada por él; y aquel niño muerto -sacrificando a la madre, quizá se pudiera salvarlo, había dicho demasiado tarde aquel incauto médico- habría sido, en sus manos y las de Silano, el precioso heredero de Augusto, de Marco Antonio, de Germánico, incluso de julio César, en sucesivos decenios.
La pira se consumió y la apagaron. Las cenizas de lo que había estado allí encima fueron diligentemente guardadas en una urna de bronce, todavía tibias, indisolublemente unidas. Y al día siguiente Tiberio reclamó la presencia de Cayo en Capri. La protección se había desvanecido; el futuro era totalmente imprevisible.
Las estancias secretas
En la teatral y helada grandiosidad de Villa Jovis, Tiberio desaparecía cíclicamente, durante horas o durante días, en refugios inaccesibles. Mensajeros, embajadores, tribunos, prefectos y procónsules esperaban en tierra firme que él enviase la señal para recibirlos.
La villa, en esos períodos, era invadida por murmuraciones y un inquieto nerviosismo. Galerías secretas, decoradas con pinturas claramente pornográficas; refinados códices en los que las invenciones explícitamente eróticas de Elefantis -la escritora más imaginativa y desinhibida de aquellos siglos- estaban asimismo explícitamente ilustradas; y el lecho en el que destacaba el célebre y escandaloso cuadro de Atalanta y Meleagro, que había costado -se exageraba- un millón de sestercios; y pequeñas salas, donde unos pocos privilegiados se reunían para asistir a los juegos eróticos colectivos de jovencísimos esclavos; y una caprichosa piscina excavada en la roca, con la profundidad estrictamente necesaria para que chapotearan los niños. «Está bañándose con sus pececillos», decían, riendo morbosamente, los cortesanos. Y alguien suavizaba con hipocresía los relatos diciendo que lo mismo habían hecho Sócrates, y luego Platón, y Alcibíades, y Alejandro.
Tiberio era ya un viejo y desesperado pederasta, se decía, incapaz de liberarse de otro modo de su retorcido pasado. Su decadencia física avanzaba. En su vicio, se volvía cerebralmente contemplativo; con exasperación que rayaba en la angustia, buscaba visual y mentalmente estímulos que poblaran su inerte soledad. Ordenaba a sus jovencísimos compañeros que representaran ante él los más licenciosos y perversos mitos de la antigüedad. «La cultura siempre sirve para algo», había comentado alguien. Pero el juego resultaba cada vez más pesado y decepcionante, y él no renunciaba porque no le quedaba casi nada más para sentirse vivo.
Aquellos muchachos aparecían de repente, caprichosamente acicalados, con los personajes -griegos o sirios en su mayoría- que controlaban sus idas y venidas, y eran engullidos en esas estancias; e igual de repentinos eran los embarcos de los que se marchaban. «Las sphintriae de Tiberio», comentaban los marineros. Y puesto que unas costumbres escandalosas constituyen una lectura bastante más satisfactoria que una minuciosa genealogía imperial, además de ser una poderosa arma del odio, célebres escritores de siglos sucesivos no encontraron nada mejor que esos comentarios de la Suburra [1] para describir, en sus solemnes libros, las escenas que en realidad nunca habían visto.
La borrachera de Herodes
Uno de aquellos días, mientras Cayo estaba sentado en el pórtico y Helikon le preparaba los códices, pasó deprisa, y de forma totalmente inesperada, el prefecto de las cohortes pretorianas, Sertorio Macro. Había llegado de Roma a Miseno con una de sus veloces galopadas, recorriendo decenas y decenas de millas y deteniéndose solo para cambiar los caballos exhaustos; luego había embarcado en la rápida liburna de los correos imperiales y se había hecho llevar a toda marcha a Capri. Desapareció en los aposentos privados de Tiberio. Y no se vio a nadie más.
En cambio, poco después apareció, bajando de forma inesperada precisamente aquella reservadísima escalera, el esclavo Calixto, aquel al que Tiberio había relegado a las peores tareas. Llevaba ropa nueva y limpia. Pasó por delante de ellos atareado, como si no viese nada, pero había visto que no había nadie más y se detuvo en seco. Susurró que el joven Herodes, príncipe de Judea, rehén desde hacía años en casa de Antonia, había sido encarcelado.
– Estaba borracho, y dijo en público que espera que llegue pronto el día en que tú, Cayo César, ocupes el lugar de Tiberio.
Meneó la cabeza y se marchó.
Cayo, en silencio, devolvió a Helikon el codex que estaba consultando. La noticia era aterradora; y debía de haber llegado hasta Tiberio a través de Sertorio Macro. A lo largo de toda aquella sucesión de salas, nadie asomaba la cabeza. Pasó la tarde. Cayo estaba sentado con los ojos cerrados, sintiendo el sol en los párpados. Helikon ponía los libros en los estantes con silenciosa diligencia.
Cayo revivía la época del pabellón al fondo del jardín de Antonia, de la música, los perfumes, las tenues luces por la noche, los jóvenes cuerpos desnudos que se abandonaban al desenfreno, la voz de Roimetalkes. No había sido un pacto con los improbables dioses de Tracia, como habían contado Polemón y Herodes, ahora encadenados en el horrible Tullianum. «No existen dioses en este cielo que se preocupen de mi futuro.» La estúpida causa de su ruina había sido una salvaje evasión.
No se volvió a ver a Calixto. El sol se puso, el mar se volvió tenebroso, el aire casi frío. Sí apareció, en cambio, bajando pesadamente la escalera, el prefecto Macro. Cayo César abrió bien los ojos; se dio cuenta de que el temible prefecto lo había visto antes de que él reparara en su presencia, mientras estaba desprevenido.
Sin embargo, también en esta ocasión Macro, al pasar por delante de él, cambió su prisa brutal por una ostentosa calma. Lo miró y dijo:
– Cuando vuelva, me gustaría encontrar un poco de tiempo para hablar.
Acto seguido se fue. Cayo pidió a Helikon que cerrara la biblioteca y se refugió en sus aposentos. En el tiempo que el sol había tardado en ponerse, habían sucedido cosas que podían cambiar radicalmente el futuro. Durante días, fingiendo no saber nada de la detención de Herodes, Cayo creyó, cada vez que oía voces en los pasillos o ruidos al otro lado de su puerta, sobre todo por la noche, que iban a prenderlo. Al mismo tiempo, de cada liburna de los servicios imperiales que entraba en el puerto, esperaba que desembarcase el prefecto Macro. Pero no sucedió nada. Al final, empezó a confiar en que Tiberio lo considerase realmente demasiado idiota para participar en cualquier tentativa de conjura.
Lo que había sucedido, en cambio, era que Trasilo, el silencioso astrólogo de Rodas envuelto en el viejo pallium gris, había anunciado misteriosamente -y con un gran sentido de la oportunidad- a Tiberio:
– He leído en los astros que Cayo no será nunca emperador.
– ¿Estás seguro de lo que has visto? -había mascullado Tiberio.
Trasilo, riendo, había respondido con una frase que recogerían los libros de historia:
– Para ese muchacho, es menos probable convertirse en emperador que atravesar a caballo las aguas del golfo, desde el puerto de Puteoli hasta las costas de Baia.
Y de ese modo le había salvado la vida. De todas formas, Cayo aún no lo sabía, ni imaginaba lo mucho que había influido en aquella profecía la llegada precipitada de Sertorio Macro.