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La manga estaba creciendo a lo largo de su brazo; se podía ver cómo iba creciendo. Y el resto de su ropa también estaba cambiando, de forma que se ajustaran a sus medidas.

—Sin embargo — dijo a modo de conversación — la ropa es una molestia.

—Esa es la razón por la cual tiene toda esa cantidad de prendas en la oficina — le dije.

Pareció un poco sorprendido; después dijo:

—Verdad, usted estuvo allí, por supuesto. Se me había olvidado. Debo decirle, señor Graves, que usted se mueve bastante.

—Es mi trabajo — le repliqué.

—¿Y su acompañante?

—Lo siento — dije —. Debiera haberlos presentado. Señorita Kane, el señor Atwood.

Atwood la observó.

—Si no les importa que se los diga — expresó —, creo que ustedes tienen la disposición reproductiva más endemoniada que he visto.

—Nos gusta — dijo Joy.

—Pero, es tan engorroso — dijo —. O, quizás, hecho tan engorroso y tan intrincado por las costumbres sociales y los conceptos de moralidad que aquí se emplean. Supongo que en otros aspectos está muy bien.

—Usted no lo sabrá, evidentemente — dije.

—Señor Graves — dijo Atwood —, usted debe comprender que aunque nosotros tomamos la forma de vuestros cuerpos, no, necesariamente, debemos suscribirnos a toda la actividad en conexión con esos cuerpos.

—Nuestros cuerpos — dije — y quizás otras cosas. Como poner bombas en los coches.

—Oh, sí — dijo —. Cosas simples como esas.

—¿Y trampas frente a las puertas?

—Otra cosa simple. No demasiado intrincada, usted sabe. Las cosas complejas están, realmente, muy fuera de nuestro alcance.

—Pero ¿por qué la trampa? — le pregunté —. Se equivocaron en eso. Yo no les conocía. Ni siquiera había soñado con cosas como vosotros. Si no hubiera habido la trampa…

—Se habría enterado de todas formas — dijo —. Usted era el que podría haber sumado que dos más dos eran cuatro. Verá, nosotros le conocemos. Le conocíamos, quizás, mucho antes que usted mismo. Sabíamos lo que podía hacer, lo que con toda probabilidad haría. Y sabemos, un poco, de los acontecimientos que se sucederán dentro de poco. Algunas veces, no siempre. Hay ciertos factores…

—Espere un momento — le interrumpí —, espere un maldito momento. Quiere decir que sabían acerca de mí. ¿Pero no solamente de mi persona, no es verdad?

—Ciertamente, no sólo usted. Algo de cada uno de ustedes que podría llegar a saber algo de nosotros debido a su posición. Como los periodistas y hombres de leyes y ciertos empleados públicos y principales industriales y…

—¿Los han estudiado a todos?

Casi nos sonrió burlonamente.

—Cada uno de ellos — contestó.

—¿Y había otros más fuera de mí?

—Por supuesto que los había. Muchos de ellos.

—Y también había trampas y bombas…

—Una gran variedad de elementos — me dijo.

—Los han asesinado — declaré.

—Si usted insiste… Pero debo recordarle que no alardee de recto. Cuando llegó aquí anoche, usted tenía todas las intenciones de derramar ácido por el vaciadero.

—Ciertamente — dije —, pero ahora me doy cuenta que no habría servido de nada.

—Posiblemente — dijo AtWood — se habría librado de mí, o al menos, de una parte de mí. Usted sabe, yo estaba en ese vaciadero.

—Librarme de usted — repliqué —. Pero no de los otros.

—¿Qué quiere decir? — preguntó.

—Al librarme de usted podría haber otro Atwood. En cualquier momento que deseen, puede haber otro Atwood. Francamente, no es de mucha utilidad el librarse de muchos Atwood, si en cualquier momento, si es necesario, habrá otro sobre el tapete.

—No lo sé — dijo Atwood pensativamente —. No puedo comprenderles. Hay un algo indefinible en vosotros que no tiene sentido. Crean sus normes de conducta y construyen sus claros y limpios moldes sociales, pero no poseen moldes de sí mismos. Pueden ser increíblemente estúpidos en ciertas oportunidades, y en otras, increíblemente brillantes. Y lo más viciado acerca de vosotros, lo peor acerca de vosotros, es su muda e inculcada fe en el destino. Vuestro destino, no el de otros. Es una cualidad muy extraña como para pensar en ella.

—Y usted — le dije —, usted me habría odiado si hubiera echado ácido por el vaciadero.

—No en especial — dijo Atwood.

—Ahí — le dije — hay un punto de diferencia entre nosotros que quizás debiera considerar. Yo le odio bastante, y a los de su clase, por sus intentos de asesinarme. Y les odio más aún, por el asesinato de mi amigo.

—Pruébelo — dijo Atwood desafiante.

—¿Cómo?

—Pruebe que yo asesiné a su amigo. Creo — dijo — que esa es la actitud humana apropiada. Siempre pueden hacer cualquier cosa si nadie les prueba que está mal hecho. Y, por lo tanto, señor Graves, quizá usted esté confundiendo los puntos de vista. Las condiciones los modifican bastante.

—Queriendo decir que en otras partes el asesinar no es un crimen.

—Ese — dijo Atwood — es exactamente el punto.

La llama del mechero de alcohol parpadeaba continuamente y proyectaba danzantes sombras sobre la pared. Y era ordinario, tan común, pensé, que estuviéramos aquí, dos productos de diferentes planetas y de diferentes culturas, charlando como si se hubiera tratado de dos hombres. Quizás sucedía esto porque esta otra cosa, o lo que fuere, había tomado la forma de un hombre y se expresaba en forma humana y bajo sus puntos de vista. Hubiera deseado saber si existirían las mismas condiciones si se tratara de una bola, sin la forma humana o ninguna otra forma, la que estaba sobre el taburete y nos hablaba, quizás, como lo hacía el Perro, sin el movimiento humano de la boca. O si la cosa que momentáneamente era Atwood pudiera hablar tan fácilmente y bien si no hubiera adquirido tantos conocimientos, a pesar del hecho que el conocimiento pudiera ser solamente superficial, de las costumbres de la Tierra y del Hombre.

¿Durante cuánto tiempo, pensé, y cuántos de estos seres de otro mundo habían estado en la Tierra ? Durante años, quizás, introduciéndose paciente y trabajosamente, no solamente en el conocimiento, sino también en el sentir de la Tierra y del Hombre, estudiado los moldes sociales y los sistemas económicos y la disposición financiera. Tomaría mucho tiempo, calculé, porque no sólo partirían desde un conocimiento nulo, sino que, probablemente, se estarían enfrentando a un factor desconocido y poco familiar en nuestra masa de leyes apropiadas y nuestros sistemas legales y comerciales.

Joy puso una mano sobre mi brazo.

—Vamonos — dijo —. No me gusta este ser.

—Señorita Kane — dijo Atwood —, estamos muy preparados para aceptar su disgusto hacia nosotros. Para decirle la verdad, simplemente no nos importa.

—Esta mañana — dijo Joy — hablé con esa familia que estaba horriblemente preocupada porque no tenían ningún lugar a donde ir. Y esta tarde vi a otra familia que había sido echada de su hogar porque el padre había perdido su trabajo.

—Cosas así — dijo Atwood — han estado sucediendo a través de toda vuestra historia. No me culpen a mí de ello. He leído vuestra historia. Esta no es una nueva condición que hemos creado. Data de muy antiguo en los términos humanos. Y lo hemos hecho honestamente y, créame, con la debida atención hacia la legalidad.

Era como si los tres, pensé, estuviéramos actuando en una de esas antiguas obras de teatro morales, con los pecados principales de la humanidad aumentados millones de veces, para que pudieran ser probados por su exageración.

Sentí que la mano de Joy apretaba fuertemente mi brazo y supe que, quizás, éste era la primera vez que se había dado cuenta de la real amoralidad de la criatura que estaba frente a nosotros. Y quizás, también, el darse cuenta de esta criatura, este Atwood, no era más que una proyección visual de la gran y vasta horda de otros seres, de una fuerza del más allá que intentaban arrebatarnos la Tierra. Tras esa cosa que estaba sentada sobre el taburete frente a nosotros, uno casi podía ver la inmensa oscuridad que había venido desde una lejana estrella para terminar con el Hombre. Y, peor aún, no solamente el Hombre, sino todos sus trabajos y todos sus preciosos sueños, imperfectos como todos esos sueños pueden ser.