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Paddy Meehan estaba en la barra del Press Bar cuando oyó que Dr. Pete les decía a un grupo de borrachos que sería capaz de estrangular al chaval de tres años con sus propias manos si con ello pudiera poner punto y final a aquella historia. Los hombres que lo rodeaban se rieron y se callaron, y, después, se volvieron a reír de manera desigual. Dr. Pete seguía entre ellos, con un aspecto todavía más seco que el habitual, con las facciones dibujándole una sonrisa alrededor de los ojos desconsolados. Miró su propia imagen en el espejo de detrás de la barra. Sus cejas desordenadas sobresalían de una cara surcada por una resaca que duraba toda una década. Se llevó la copa a los labios, con los ojos cerrados, y tocó el borde con la punta grisácea de su lengua. Se rumoreaba que era bígamo.

A Paddy no le gustaban aquellos hombres, ni se sentía a gusto en su compañía, pero sí quería tener un lugar entre ellos y ser periodista en vez de chica de los recados. En aquel bar se habría sentido como una intrusa de no ser porque estaba por un asunto del News, concretamente para rellenar la jarra del editor de imágenes. Frente a ella, McGrade, el encargado del bar, lavaba los tubos de los surtidores, y tardaba horas en conseguir que la cerveza saliera de los ruidosos grifos a presión. Había varias jarras de espuma blanca jabonosa alineadas sobre la barra situada frente a él.

El Press Bar estaba pintado con un pragmático amarillo que recordaba al color de la cerveza, y estaba amueblado con sillas pequeñas y mesillas miserables llenas de ceniceros y posavasos. En las paredes colgaban fotografías de archivo de agencias de noticias y de periodistas mostrando ejemplares importantes del Chicago Tribune y del New York Times: del día del Armisticio, de Pearl Harbour, de la muerte de Kennedy. Las fotografías eran de otra época, de otro lugar, y tenían muy poco que ver con Glasgow, pero representaban un juramento de lealtad hacia la clientela principal del bar y la justificación de su permiso especial. Era uno de los pocos pubs de Glasgow que no cerraba a las dos y media de la tarde, pero el bar estaba demasiado lejos del centro urbano como para atraer a los paseantes, y lo bastante cerca como para no ser el bar habitual de nadie, por lo que dependía del News para su supervivencia. Tan sólo los separaba una pared, y la ausencia de una entrada interna era a menudo objeto de lamentos, en especial en invierno.

Sólo una mesa del bar estaba ocupada. Los hombres sorbían sus cervezas de media mañana, envueltos por una humareda azul. Eran los del primer turno, hombres de edad indeterminada, todos ellos borrachos y renegados a los que no salía a cuenta despedir por los años que llevaban prestando sus servicios. Hacían el trabajo mínimo indispensable, y lo hacían con rapidez antes de salir corriendo hacia el pub, la casa o el despacho en el que se celebraba la siguiente juerga.

Hoy, el representante del sindicato, el padre Richards, se encontraba bien protegido en el centro del grupo, cuyas ovaciones recibía. Richards no solía estar en el grupo de los borrachos. Era un buen cura de sus parroquianos y había negociado vacaciones más largas y el derecho a fumar en cualquier lugar del edificio, hasta en la sala de máquinas. De barriga cervecera, tenía la palidez carcelaria de un hombre que trabajaba encerrado todo el día. Acostumbraba a llevar unas gafas de aviador de gruesa montura metálica, pero ese día no las llevaba y, en su lugar, tenía un corte largo en diagonal debajo del ojo, que dibujaba perfectamente la ausencia de la lente. Alguien le había dado un puñetazo en las gafas.

Se apaciguaron las risas y los chicos se reclinaron en sus sillas. Paddy percibió que buscaban algún objetivo en el local sobre el que centrar la atención, algo, cualquier cosa, de la que pudieran mofarse. Ella solía quedar a salvo por su edad y por su cargo miserable, pero cuando habían bebido eran capaces de meterse con cualquiera. Se puso en guardia, jugueteando con su anillo de compromiso de brillantes de baratillo, mientras deseaba intensamente que el camarero acabara con sus grifos y le sirviera de una vez. Tres segundos le chirriaron en los oídos. Sentía cómo un rubor preventivo le subía por el cuello. Empezaba a dolerle el dedo del anillo.

Uno de los bebedores de la mesa rompió el silencio:

– ¡Que le den por culo al Papa!

Los otros se rieron, observando cómo el frágil Richards tomaba su bebida sin sonreír. Cuando la pinta le alcanzaba los labios, una sonrisa burlona le estalló en el rostro y se tomó la cerveza de un trago, dejando que pequeños hilillos del líquido le cayeran por los mofletes. Los hombres lo aclamaron.

Por un reflexivo sentido de lealtad, Paddy no veía correcto que Richards no hubiera dicho nada. No hacía ni diez años que los anuncios de ofertas de trabajo todavía llevaban pequeñas notas en las que se advertía que no hacía falta que los católicos se presentaran. La vivienda y los colegios estaban segregados, y los católicos no podían caminar tranquilamente por determinadas calles de Glasgow; sin embargo, ahí estaba Richards, sentado a la mesa de unos protestantes, alineándose con ellos y en contra de los suyos.

– El Papa me importa un comino -gritó Richards-. No es amigo de los trabajadores.

Dr. Pete esperó a que los hombres se hubieran calmado:

– No tenemos nada que perder, excepto nuestros rosarios.

Volvieron a reírse.

Richards se encogió de hombros para demostrar que no le importaba ni lo más mínimo. Tomó otro trago y, tras notar su hostilidad, miró a los pies de Paddy, con lo que atrajo la mirada de los hombres hacia ella.

– ¡Eh, tú! -dijo-. ¿Eres papista, o marxista?

– Dejadla en paz -dijo Dr. Pete.

Pero Richards insistió:

– ¿Papista o marxista?

Por su nombre, sabían que era católica; incluso parecía irlandesa, con el pelo negro y la piel blanca como la luna. Ella no quería hablar del tema, pero Richards la presionó:

– ¿Eres religiosa, Meehan?

Los hombres miraban sus copas, incómodos pero sin estar dispuestos a intervenir: era algo entre dos papistas; por tanto, no era asunto suyo. Paddy intuyó que era mejor que hablara antes de que olieran su miedo.

– ¿Y cómo es que se preocupa usted de mi conciencia? -La voz le salió más alta de lo que había pretendido.

– ¿Vas a ir a misa mañana? ¿Comulgas? ¿Te confiesas? ¿Colaboras en la colecta de los domingos y te cuelgas del cura de tu parroquia? -La voz de Richards subía de tono a medida que hablaba. Estaba un poco borracho y confundía el hablar mucho con el hablar bien-. ¿Conservas la virginidad para cuando te cases? ¿Rezas cada noche para tener hijos que profesen la fe de tus padres? -Se detuvo para recuperar el aliento y abrió la boca para hablar de nuevo, pero Paddy lo interrumpió.

– ¿Y usted qué, padre Richards? ¿Asiste a las reuniones semanales y a las manifestaciones? ¿Dedica una parte de su salario a los fondos para la revolución y se enamora de todas las jovencitas marxistas? -No podía recordar la forma de su siguiente interpelación, de modo que fue directa al grano-: Su trabajo consiste básicamente en interceder ante Dirección de parte de los proletarios. Va usted por ahí haciendo respetar las normas y distribuyendo dinero a los necesitados. No es usted más que un cura en mangas de camisa.

Sin tener realmente en cuenta lo que ella le acababa de decir, los hombres se rieron de Richards porque lo hubiera ridiculizado una mujer, y además una mujer joven. Richards sonrió y no levantó la mirada de su vaso; mientras tanto, Dr. Pete se mantenía muy quieto, mirando a Paddy como si acabara de descubrir que existía. Tras la barra, McGrade resoplaba afablemente; tomó la jarra del editor de imágenes de las manos de Paddy y la llenó tres cuartos de su capacidad con cerveza de 80 chelines y, al final, le añadió dos chupitos de whisky.