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– Sus creencias tienen exactamente la misma forma de cuando practicaba -prosiguió Paddy-. Sólo que ahora ha sustituido usted el texto de base: un error típico de los católicos fracasados. Es probable que usted sea más religioso que yo.

La puerta que había detrás de ella se abrió de pronto, golpeó la pared y una ráfaga de aire frío penetró en la estancia, provocando remolinos en el humo gris. Terry Hewitt llevaba el pelo negro muy corto, como si fuera un soldado estadounidense, de manera que se podían ver las cicatrices rosa pálido que tenía en la cabeza. Eso le hacía parecer un poco peligroso. Era regordete y claramente paticorto, pero había algo en él, un aura de chico malo, que a Paddy le hacía babear cada vez que se atrevía a mirarlo. Se lo imaginaba volviendo cada noche a la casa de una familia acomodada, con unos padres que leían novelas y apoyaban sus ambiciones. Él no tenía que preocuparse nunca porque perdiera su pase mensual Transcard, o porque llevara zapatos baratos y permeables a la lluvia.

– ¡Ey, Hewitt! -Le gritó Dr. Pete, a la vez que lo saludaba con la mano-. Cierra esa puerta; esta mujer está intentando que Richards vuelva al redil.

Los hombres se rieron mientras Paddy llevaba la jarra hacia la puerta, y le gritaban cosas como «Mujer, sálvanos a todos».

Ella se volvió a decirles:

– ¿Sabéis qué? Un día os explotarán los hígados a todos a la vez, y eso parecerá Jonestown.

Los hombres gritaban y se reían mientras Paddy salía por la puerta. Estaba encantada: ser una pobre chica de los recados era una posición precaria, porque una mala elección, un momento de debilidad, y podías verte condenada al acoso de por vida.

Justo en el momento en que la puerta se cerraba tras ella, oyó a Terry Hewitt que preguntaba:

– ¿Quién es esa gordinflona?

II

Iba sentada en la plataforma de arriba, desde donde contemplaba el bullicio de la calle mientras masticaba su tercer huevo duro consecutivo. Era una dieta asquerosa, y no estaba muy segura de que le estuviera funcionando.

Fuera, los transeúntes iban bien abrigados, y en su rostro se reflejaba el frío causado por el viento punzante que se les colaba a través de las bufandas, las medias y los ojales. En los tramos abiertos de carretera, el viento golpeaba a rachas la parte más alta del autobús de dos pisos, y eso hacía que los pasajeros se sujetaran con fuerza al respaldo del asiento de enfrente y sonrieran mansamente cuando la sensación de peligro había pasado.

Richards la había irritado. No dejaba de repasar mentalmente la conversación, de pensar en réplicas mejores y más rápidas, de rehacer su discurso para que contestara mejor al del hombre. Pensó que había dejado clara su postura, aunque el comentario final de Terry Hewit parecía haber arruinado totalmente su efecto.

Clásico error de papista fracasado. Esa frase le retumbaba en la cabeza, no dejaba de darle vueltas y más vueltas, y se repetía con el rumor rítmico del autobús. Sabía perfectamente en qué consistía eso de sustituir el texto de base. Al menos, la sustitución que había hecho Richards lo había convertido en alguien más útil para el mundo. Ella no podía hablar con ninguno de sus seres queridos del agujero negro que tenía en el corazón de su fe. No podía contárselo a Sean, su novio, ni a su hermana favorita, Mary Ann, y sus padres jamás deberían saberlo, puesto que les rompería el corazón.

Al doblar por la curva cerrada de Rutherglen Main Street, y acelerar para aprovechar el semáforo en verde, el autobús se inclinó. Paddy se levantó y bajó las escaleras. De nuevo, dispuesta a perjurar, se dirigía al rezo del rosario en casa de la abuela muerta de Sean.

La abuela Annie acababa de morir a los ochenta y cuatro años. No había sido una mujer cálida, ni especialmente agradable. Cuando Sean lloró por ella, Paddy adivinó que, en realidad, lloraba por su padre, que había muerto de un infarto cuatro años atrás. A pesar de su espalda ancha y de su voz grave, con dieciocho años seguía siendo un niño que todavía almorzaba los bocadillos hechos por su madre y que se ponía los calzoncillos preparados por ella la noche anterior.

En Rutherglen, la muerte de la anciana era un gran acontecimiento. Algunas noches, el rosario se llenaba tanto que una parte de los dolientes tenían que permanecer en la calle con los abrigos puestos y rezar de cara a la casa. Cuando decían sus plegarias por el reposo del alma de Annie, los jóvenes mantenían la voz baja, mientras que los más mayores suspiraban con acento irlandés, como les habían enseñado sus párrocos.

Annie Ogilvy había llegado a Eastfield en un carrito de bebé en los últimos años del siglo XIX. La familia de Paddy, los Meehan, llegó el mismo año procedente de Donegal, y conservaba su amistad con los Ogilvy desde entonces: los deberes religiosos y las extrañas costumbres de inmigrantes mantuvieron el vínculo entre las familias; de igual modo, la escasez de oportunidades laborales que tenían los católicos conllevaba que la mayoría de hombres acabaran siendo compañeros en las minas o en las fundiciones.

Annie creció en Glasgow pero siempre arrastró un acento irlandés, como se esperaba de las chicas inmigrantes de su época. Con los años, su acento se fue haciendo más pronunciado, de manera que avanzaba unas cuantas millas al año, desde el suave acento de Dublín hasta la especie de gárgara estrangulada del Ulster. Ya de mayor, sus hijos la llevaron a una excursión en autobús por Irlanda y descubrieron que allí tampoco nadie era capaz de entenderla. Sus gustos, sus canciones y su manera de cocinar, aunque mantenían cierta relación con referentes irlandeses, no se reproducían en ninguna parte. Annie había añorado toda su vida el recuerdo de un hogar entrañable que jamás existió.

A Paddy, la presencia del cadáver en la casa le puso los pelos de punta y se mantuvo a distancia de él. Cuando empezaba la oración, se sentaba en el suelo de la sala de delante, de cara al sofá, mirando cada noche una configuración distinta de piernas hinchadas embutidas en medias ortopédicas, de piel blancuzca manchada de venas azulosas, divididas por el elástico del calcetín.

El autobús se acercaba al final de Main Street. Era un autobús con la parte trasera descubierta, y la noche fría y ventosa mantenía un duro cuerpo a cuerpo con la calefacción de la cabina del vehículo. Paddy colocó un pie a cada lado del poste, apoyó la pelvis en él y dejó que su peso la hiciera balancearse por el tramo descubierto del autobús, colgando sobre el vacío ventoso. Ráfagas cruzadas le azotaron la corta melena, despeinándola todavía más. Desde allí, ya empezaba a divisar la muchedumbre que se concentraba frente a la pequeña casa de protección oficial del otro lado de la calle.

Todavía no había cruzado la puerta del jardín cuando alguien la agarró de un brazo. Era Matt Sinclair: un hombre bajito, de cincuenta años y que solía llevar unas gafas de cristales oscuros.

– Aquí está mi amiguita -dijo, a la vez que se cambiaba el cigarrillo de mano y tomaba la mano de Paddy, dándole un fuerte apretón-. Justo ahora estaba hablando de ti. -Se volvió y se dirigió a otro hombre, también bajito y fumador, que estaba detrás de él-. Desi, ésta es la pequeña Paddy Meehan de la que te he hablado.

– Oh, Dios -dijo Desi-. Entonces querrás conocerme: yo conozco al verdadero Paddy Meehan.

– Soy yo, la verdadera Paddy Meehan -dijo Paddy tranquilamente, avanzando hacia la casa, con ganas de entrar y ver a Sean antes de que empezara la plegaria.

– Así es; yo antes vivía en los apartamentos de los Gorbals y la esposa de Paddy Mechan, Betty, vivía en el mismo rellano. -Asintió con firmeza con un gesto de la cabeza, como si ella le hubiera expresado desconfianza-. Sí, y conocía a su colega, Griffiths.

– ¿Y quién es ése? -preguntó Matt.

– Griffiths era el loco del rifle, el tirador.

– ¿Y también era espía?

Desi se ruborizó, enojado repentinamente.