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– Para saber cómo estaba -mintió-. Sólo quería saber cómo estaba.

Pete se miró las puntas de los dedos que corrían por encima del dobladillo rígido de la sábana.

– Pues me estoy muriendo, como ves.

Ella sonrió de nuevo cortésmente. Había ido allí para esconderse media hora. Se suponía que su visita tenía que ser una parada para romper un día muy malo, pero no le estaba funcionando. Decidió entregarle su regalo testimonial y marcharse. El envoltorio de celofán crujió ruidosamente al sacar la botella de su bolsa.

– Lucozade. [9]

Se incorporó, sinceramente complacido, y le señaló la parte de arriba del armarito que tenía junto a la cama.

– Ponlo aquí.

Ella abrió la puerta del armario, pero él la corrigió:

– No, no, ponlo encima.

Miró por toda la habitación; ella le siguió la mirada por los armarios de los otros pacientes. Todos ellos tenían botellas, bolsas de dulces y flores con tarjetas colgadas, pero el de Pete estaba totalmente vacío.

– Esta vez me trajeron de urgencias. La vez que estuve antes, me traje el mío. No dejaré que las malditas enfermeras se compadezcan de mí.

No lo habría dicho de no encontrarse bajo los efectos de la morfina, y a ella le sorprendió enterarse de lo solo que estaba. Siempre que había ido a visitar parientes al hospital, había tenido que hacer cola en el pasillo y esperar que un grupo familiar saliera antes de poder entrar. Se avergonzó por él y cambió de tema.

– Siempre me he preguntado… ¿por qué lo llaman Dr. Pete?

– Soy doctor. Tengo un doctorado en teología.

Ella esperó su carcajada ante su credulidad y que admitiera que era una broma, pero no lo hizo.

– ¿Por qué lo hizo?

– Quería ser cura. Soy hijo de un pastor protestante.

– ¿Su padre fue pastor?

– Y su padre antes que él.

– Es usted la persona menos parecida a un ministro de la Iglesia que he conocido jamás.

– Fui una decepción. Me gustó lo que le dijiste al padre Richards, sobre la sustitución del texto básico. Mi familia no concebía la vida fuera de la Iglesia. Yo estoy justo en ello.

– Yo perdí la fe pronto, antes de hacer la primera comunión. Todavía no he podido decírselo a mi familia.

Estiró el brazo, con una sonrisa beatífica en la mirada, y le acarició la mano.

– Miénteles. No dejes que se preocupen. Yo herí a mi padre, y no había ninguna necesidad. No lo convencí a él, ni él a mí. Discutimos el día que se murió.

Paddy movió la cabeza.

– Yo no puedo enfrentarme a mi padre; es muy sumiso.

– ¡Ay, los sumisos! Juegan a largo plazo, astutos bastardos.

El hombre de la pared de enfrente soltó un leve gruñido. Su esposa se le acercó y le dio unos golpecitos a la cama, sin levantar la vista del periódico.

– Por la mañana estará muerto -dijo Pete-, si tiene suerte.

Paddy miró al hombre y sintió que de pronto se ruborizaba. No había venido a que le frotaran por las narices la inexorabilidad de la muerte. Pete advirtió sus ojos enrojecidos y pareció alarmarse.

– No, no es por usted -le espetó, para darse cuenta demasiado tarde que había sido un error decir que no le importaba que se fuera a morir-. Oh, Dios mío, Pete, he hecho algo terrible. Le tendí una trampa a Henry Naismith y ahora ha confesado que mató a Brian Wilcox. Estaba segura de que había sido él.

– ¿Qué tipo de trampa?

– Pelos -se frotó los ojos con fuerza-, cabellos de Heather Allen. Y confesó haberla matado, y también a Thomas Dempsie.

– Naismith no mató a Thomas Dempsie. Aquella noche estaba en el calabozo.

– Lo sé. Así que, si también ha confesado eso, ¿qué veracidad puede tener su confesión del pequeño Brian?

Pete abrió los ojos serenamente.

– ¿Por qué haría una falsa confesión?

– Fue su hijo. Está protegiendo a su hijo.

Pete frunció el ceño un momento.

– Garry Naismith.

– Exacto. Garry mató a Thomas y dejó que Alfred cargara con la culpa. Creo que Naismith lo descubrió y se autoinculpó. Creo que desde entonces ha estado cubriendo a su hijo.

– Parece lógico. Henry vio la luz cuando murió Thomas. Eso cambió su vida. -Pete podía haber estado hablando de galletas-. Así que Naismith pretende entregar su vida por la de su hijo. Ningún hombre demuestra un amor tan grande.

Ella asintió ante aquella frase sacada fuera de su contexto bíblico.

– Sí que estudió teología, ¿eh?

La cortina que había en el lado opuesto de la cama se abrió de pronto y una enfermera impecable los miró con actitud acusatoria.

– ¿Qué hace usted aquí? -Se dirigía a Paddy con una sonrisa tensa que no engañaba a nadie.

– De visita -dijo Paddy.

La boca de la enfermera se tensó y se puso a arreglar los pliegues de la cortina.

– Las familias tienen permiso para venir de visita fuera de los horarios previstos, pero me temo que todos los demás visitantes han de venir entre las tres y las ocho de la tarde. -Se volvió para mirar a Paddy directamente-. Tendrá que marcharse.

Confundida y avergonzada, Paddy buscó su bolsa.

– Iona, Iona. -Pete se incorporó sobre las almohadas, animado ante la posibilidad de una bronca-. Ponte el dedo en el culo. Es mi hija.

La enfermera Iona le miró el dedo de la alianza.

– Así es, es bastarda. Hija de una relación amorosa. No quise casarme con su madre porque era fea y no tenía edad para casarse. -Levantó la mano que llevaba vendada-. Fue en Tejas. ¿Algo más?

La enfermera miraba a Paddy sin ninguna simpatía, fijándose en su cutre jersey negro. Le hacía bolas por debajo de los brazos y estaba dado por debajo de tanto como Paddy lo estiraba para esconder sus grasas cuando estaba sentada en el banquillo.

– Ya no puede estar más, señor McIltchie, lo sabe perfectamente. -Paseó la mirada de Paddy a Pete pero no pudo encontrar ningún parecido de su cara en la de la chica-. Y, si es su hija, ¿por qué no aparece en su lista de parientes?

– No es de fiar. Es dipsomaníaca. -A Pete le brillaba la cara de gozo inocente-. Cuando me muera, estará aquí llevándose los anillos de mis dedos.

Iona le suplicó que no utilizara aquel tipo de vocabulario y estuvo merodeando un rato, tomándole el pulso y mirándose el reloj antes de volver a dejarlos solos. Pete suspiró satisfecho y acarició la sábana.

– Bueno, ahora tendrás que volver a visitarme.

– Esta mujer da un poco de miedo.

Pete se incorporó un poco y se reclinó hacia ella como si le fuera a hacer una confidencia. Le apestaba el aliento.

– Es una vaca de mierda. Siempre la miro cuando se está moviendo por esta habitación, echando la bronca a todo el mundo. Y yo intento devolverle el susto. Cuando me lava, siempre me araña. -Volvió a reclinarse sobre las almohadas y miró hacia la puerta-. No quiero morirme aquí; tengo que seguir luchando. -Frunció fugazmente el ceño, con la mirada fija en las sábanas, e intentó apartar cualquier idea que pudiera interferir en su reflexión-. Es triste -sacudió la cabeza-, como si así no pasáramos el miedo suficiente. A estas alturas, odiaría arrepentirme.

Paddy no sabía qué decir, así que volvió a disculparse. El ni se dio cuenta.

– Me estoy muriendo -le dijo a la sábana, como si estuviera sorprendido de escuchárselo-. Y no creo en Dios. Espero no asustarme en el minuto final.

– Tengo que irme, Pete.

– ¿Adonde?

– Tengo que coger el autobús a Anderston y decirle a ese pequeño bastardo de Patterson lo que he hecho. No hay otra salida. -Medio esperaba que a él se le ocurriera algo.

– Está muy bien.

Paddy pensó en su futuro, y lo mejor que pudo esperar era un trabajo en una tienda o en una fábrica. Ahora ni siquiera podía aspirar a casarse. La decepción era tan amarga que hasta le dolían los huesos.

– Ahora no seré nunca periodista.

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[9] Marca de una bebida energética refrescante. (N. de la I.)