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»El manual de drogas de diseño, e incluso el de bebidas utilizadas por nuestros jóvenes, dejaría boquiabiertos a muchos de sus padres o profesores. La Real Academia de la Lengua no tiene ninguno de esos términos en sus vetustas páginas. ¿Habían oído hablar del popperazo? Inhalación de nitritos. Provoca risas espasmódicas e impide dejar de bailar, todo en unos segundos. ¿Saben lo que es un speed? Un combinado de cafeína y anfetamina que se vende en papelinas. ¿Les suena el término Special K? Es una sustancia farmacéutica de uso hospitalario, la ketamina, para anestesias humanas o animales, y sólo se vende con receta. Un botecito cuesta en cualquier farmacia 900 pesetas. Es suficiente con dejarlo evaporar en una sartén, cortar el residuo para que se quede en polvo, y con ello se fabrican las suficientes dosis como para ganar veinte veces la inversión. Dicen que da «viajes» muy fuertes y deja atontado, pero aun así, es la moda, y muy peligrosa ahora mismo. En Estados Unidos se mezcla con cocaína y se llama Special Kalvin Klein. ¿Quieren que siga? Podría hablar del éxtasis líquido y del éxtasis natural, conocido como Paz de Indio (una botellita cuesta 3.000 pesetas y dos o tres personas pueden colocarse con ella), y del cristal, del xtc, del Adam, del águila dorada y de muchos otros. Las drogas ya no son cocaína o heroína. El sida ha cambiado muchos de nuestros hábitos. La química nos ha invadido. Lo peor de todo es que los fabricantes las adulteran también continuamente, por lo que los jóvenes a los que van destinadas casi siempre ingieren auténticas bombas de relojería. Ninguna mata de facto. El componente fatal lo pone siempre el receptor, pero basta cualquier anomalía o cualquier casuística desafortunada para desencadenar una reacción química que precipite el fin. Tampoco matan las bebidas, pero ¿pueden imaginarse las reacciones de algunas con nombres tan llamativos como Pepdrink, Flying Horse, Red Bull, Semtex, Take Off, Love Bomb, Explosive, si se mezclan con productos químicos? Un simple dato: la Pepdrink produce un efecto parecido a tomarse un porro con un café puro y muy cargado.

»L.S.M. cayó por un golpe de calor la madrugada del viernes. Esta pasada madrugada, miles de pastillas habrán sido ingeridas por un ejército de acólitos de la noche. El próximo fin de semana sucederá lo mismo. La policía decomisa algunas partidas, pero ya no se trata de drogas duras que llegan de Colombia o Tailandia, ni de hachís procedente de Marruecos. Se trata de laboratorios clandestinos que aparecen en todas partes y que las fabrican sin cesar, llenando el mercado y sobre todo facilitándolas a precios muy asequibles. Nuestros hijos "bailan con la muerte"; ya no es sólo cuestión de divertirse, sino de explorar el lado oscuro de la realidad. La secuela que deje en sus mentes no lo sabremos hasta dentro de unos años, cuando esas bombas de relojería estallen y pasen factura. Entonces, como es natural, será demasiado tarde para actuar. Puede ser una generación sin letra, ni X, ni Z, ni P, o A. Puede ser la generación esquizofrénica. Puede ser la última. Y la habremos creado nosotros, por no abrir los ojos a tiempo.

»L.S.M. tiene 18 años, era campeona de ajedrez, una chica normal, modélica, buena estudiante, con unos padres felices y una hermana pequeña. Tenía novio. Todo eso se ha ido en unos segundos, sólo porque una pastilla se cruzó en su camino. El coma puede ser eterno, llevarla a un rápido y fatal desenlace, o cesar inesperadamente. Pero eso no ocultará la cruda realidad. Como decían los Beatles, los campos de fresas pueden llegar a ser eternos.

»L.S.M. bailó el viernes por la noche con la muerte, y sigue bailando.»

Mariano Zapata soltó aire y asintió con la cabeza. Perfecto. Directo a las conciencias.

Periodismo y azote. Le gustaba. ¿Oportunista? ¿Demagogo? ¿Sospechoso? ¿Panfletario? Al diablo con todo. Era una noticia, y sabía cómo tratarla. Fuera cual fuera esa noticia, lo importante era el modo de presentarla, el tono, el envoltorio.

Pensó en el inspector Espinós.

Iba a tener trabajo, mucho trabajo, pero ése era su problema.

– ¡En marcha! -dijo poniéndose en pie.

69

(Negras: Torre f1)

– ¿Qué edad tienen sus hijos, jefe?

No le gustaba que le llamasen «jefe». Le sonaba a película de gángsters americana. Pero se olvidó de ello por la sorpresa de la pregunta.

– Veintitrés, diecinueve y quince.

– La mía tiene siete, y el golferas tres, que menudo toro está hecho.

– Cuando son pequeños sufrimos porque son pequeños y parecen indefensos, y cuando son mayores sufrimos porque son mayores y se creen que lo saben todo -contestó Vicente Espinós.

Quizá lo mejor era hablar, aunque fuera de aquello. Llevaban demasiado rato en silencio, envueltos en el ruido del tráfico del anochecer.

– Lo de esa chica es un palo, ¿verdad?

– ¿Lo dices por sus padres?

– Y por nosotros. La prensa va a hincarle el diente al tema. Una cosa es que la palme un drogata, y otra una chica normal y corriente que había salido a divertirse.

– Cada fin de semana mueren una docena de chicos y chicas jóvenes por accidentes de circulación.

– Ya, pero son una docena, como dice. Ésta está sola, y además está en coma, porque si te mueres, a los pocos días ya no es noticia, pero como siga así mucho tiempo… ¿Pongo la sirena, jefe? Esto no se mueve.

– No, no la soporto.

– ¿Sus hijos salen de noche?

Era una buena pregunta.

– Sí -convino con desgana.

– Y llegan de madrugada, claro. Como todos.

No hacía un mes que le había encontrado a Fernando, el de diecinueve años, una pastilla de hierba en un cajón.

– Roca, no me toques los huevos, ¿quieres?

– Jefe, si yo sólo…

– Y no me llames jefe.

– Vaya -suspiró el policía-, parece que éste va a ser un caso movido.

Tenía su gracia, por el acento y la forma de decirlo, así que hasta forzó una media sonrisa en sus labios.

– Tú estáte alerta con el toro ese que dices que tienes, que ya verás dentro de quince años.

– No, si ahora ya puede conmigo.

– Pues eso.

– Pero una buena leche a tiempo…

– Ya.

– La culpa es nuestra, que como se lo damos todo hecho…

– Roca.

– ¿Qué, jef… inspector?

– No me filosofees, ¿vale? Y pon la sirena para salir de este atasco, pero luego la apagas.

No tuvo que decírselo dos veces.

En un minuto ya estaba pisando el acelerador casi a fondo.

70

(Blancas: Rey d2)

No había ni rastro del camello, así que el primer atisbo de frustración asomaba ya en sus rostros cansados de mirar a todas partes, luchando contra los flashes de las luces estroboscópicas y el movimiento continuo de la discoteca, la música y los gritos de los que intentaban hablar entre sí.

Como ellos ahora.

– ¡Yo creo que no está! ¡Lo veríamos! ¡Un tío de más de veinte aquí canta mucho!

– ¡Puede que esté fuera, apostado en alguna parte, y que no le hayamos visto, o que haya llegado mientras tanto!

– ¿Y si preguntáramos a uno de éstos dónde poder comprar algo?

– ¿Estás loco? ¿Crees que todos hacen lo mismo o qué?

Máximo los miró como si así fuera.