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Tenía veinte años. Su educación había sido buena y convencional y su única perspectiva de futuro, un empleo en la fábrica de su tío. Estar sentado en una oficina no era su idea de la vida y había elegido Sudáfrica como su hogar porque un primo lejano había ganado cinco mil libras el año pasado cultivando tabaco. Se proponía hacer lo mismo, o una versión mejorada, si podía, pero entretanto tenía que aprender. Lo único que no le gustaba de aquella granja era que no tenía campos de tabaco, pero seis meses a cargo de una variedad de cultivos serían una buena experiencia para él. Le inspiraba lástima Dick Turner, porque era a todas luces muy desgraciado, pero incluso esta tragedia le parecía romántica; la veía de una forma impersonal, como un síntoma de la creciente capitalización de la agricultura en todo el mundo, una de cuyas consecuencias sería la desaparición de los pequeños agricultores en beneficio de los grandes. (Como él se proponía ser uno de estos últimos, la tendencia no le inquietaba). Como aún no se había ganado nunca la vida, pensaba enteramente en abstracto. Por ejemplo, tenía las ideas «progresivas» convencionales sobre la discriminación racial, el progresismo superficial del idealista que rara vez sobrevive a un conflicto en el que juegue el propio interés. Había traído consigo una caja llena de libros, que amontonó en torno a la pared circular de su choza; libros sobre la cuestión del color, sobre Rhodes y Kruger, sobre agricultura, sobre la historia del oro. Pero una semana después cogió uno de ellos y encontró el lomo devorado por las hormigas blancas, así que volvió a meterlos en la caja y no los miró más. Un hombre no puede trabajar doce horas al día y estar después lo bastante fresco para el estudio.

Comía con los Turner y se esperaba de él que en un mes acumulara los conocimientos suficientes para mantener el lugar en funcionamiento hasta el regreso de Dick. Pasaba todo el día con éste en los campos, levantándose a las cinco y acostándose a las ocho. Se interesaba por todo, estaba bien informado, era ingenuo, alegre, en suma, un compañero encantador. O tal vez Dick le habría calificado como tal de haberle conocido diez años antes. En su situación actual, no era capaz de reaccionar a nada y cuando Tony se embarcaba en una plácida discusión sobre el entrecruzamiento de razas, por ejemplo, o los efectos de la discriminación racial en la industria, se daba cuenta en seguida de que Dick tenía la mirada fija, perdida en el vacío. En presencia de Tony, lo único que importaba a Dick era pasar aquellos últimos días sin perder del todo la propia dignidad desmoronándose y negándose a marcharse. Y sabía que debía marcharse. No obstante, sus sentimientos eran tan violentos, se sentía tan desgraciado, que a veces tenía que reprimir dementes impulsos de prender fuego a la alta hierba y contemplar cómo las llamas destruían el veld que conocía hasta el punto de que cada mata, cada árbol era un amigo personal; o de derribar la casita que había construido con sus propias manos y en la que había vivido tanto tiempo. El hecho de que otra persona diese órdenes allí, cultivase su tierra y quizá destruyera su trabajo le parecía una violación.

En cuanto a Mary, Tony apenas la veía. Sentía inquietud cuando tenía tiempo de pensar en aquella mujer extraña, silenciosa y reseca que parecía haberse olvidado de hablar. De pronto daba muestras de comprender que debía hacer un esfuerzo y su conducta se volvía aún más extraña y torpe. Hablaba unos momentos con una animación grotesca que impresionaba a Tony y le llenaba de turbación. Sus movimientos no guardaban relación con sus palabras. Interrumpía de improviso una de las lentas y pacientes explicaciones de Dick sobre un arado o un buey enfermo con una observación cualquiera sobre la comida (que Tony encontraba repugnante) o sobre el calor en aquella época del año. «Me gusta tanto la llegada de las lluvias», decía con una risita y se sumía de nuevo en uno de sus estériles silencios. Tony empezó a pensar que no estaba del todo cuerda. Sin embargo, comprendía que la pareja había pasado muchas privaciones y, en cualquier caso, vivir allí solos durante tanto tiempo era motivo más que suficiente para volver extraño a cualquiera.

El calor que hacía en la casa era tan grande, que no podía comprender cómo ella lo había resistido. Siendo un recién llegado, el calor le afectaba mucho, pero se alegraba cuando salía de aquel horno de tejado de hojalata donde el aire parecía coagularse en capas de calor pegajoso. Aunque su interés por Mary era limitado, se le ocurrió pensar que se iba de vacaciones por primera vez en muchos años y que sería lógico ver en ella algunos síntomas de entusiasmo. Sin embargo, que él supiera, no hacía el menor preparativo para la marcha y ni siquiera la mencionaba. Aunque pensándolo bien, tampoco Dick hablaba de ella.

Una semana antes del día fijado para la partida, Dick preguntó a Mary durante el almuerzo:

– ¿Y si hicieras el equipaje?

Ella asintió, después de hacerse repetir la pregunta dos veces, pero no contestó nada.

– Tienes que hacer las maletas, Mary -insistió Dick con la voz tranquila y desanimada con que siempre se dirigía a ella. Pero cuando él y Tony volvieron por la noche, no había hecho nada. Una vez quedó despejada la mesa de los platos de la grasicnta cena, Dick bajó las cajas y empezó a llenarlas. Al verle, ella le ayudó, pero antes de que pasara media hora ya le había dejado solo en el dormitorio y había ido a sentarse en el sofá.

«Una crisis nerviosa grave», diagnosticó Tony, que en aquel momento se iba a la cama. Tenía la clase de mente que encuentra alivio en dar un nombre a las cosas; la frase era una apología de Mary, que la absolvía de toda crítica. Una «crisis nerviosa grave» era algo que podía tener cualquier persona; de hecho, la mayoría la padecía en uno u otro momento de su vida. La noche siguiente, Dick continuó haciendo el equipaje hasta que todo estuvo listo.

– Cómprate un poco de tela y hazte algunos vestidos -dijo a Mary con timidez, porque se había dado cuenta al recoger sus cosas que no tenía, literalmente, «nada que ponerse». Ella asintió ysacó de un cajón unos metros de algodón floreado procedente de las existencias de la tienda. Empezó a cortarlo y de pronto se inmovilizó, inclinada sobre el género, silenciosa, hasta que Dick la tocó en el hombro para que se despertara y fuera con él a acostarse. Tony, que presenció la escena, sintió lástima de los dos. Había llegado a sentir mucho afecto por Dick; sus sentimientos hacia él eran sinceros y personales. En cuanto a Mary, le inspiraba piedad; ¿qué podía decirse de una mujer que estaba siempre ausente? «Un caso para un psicólogo», pensó, intentando tranquilizarse. En realidad, tampoco a Dick le sentaría mal un tratamiento. El pobre hombre estaba destrozado, temblaba continuamente y tenía el rostro tan demacrado que la estructura ósea se transparentaba bajo la piel. Ya no podía trabajar, pero insistía en pasar todas las horas de luz en los campos y a duras penas consentía en abandonarlos cuando oscurecía. Tony tenía que llevárselo a la fuerza, su tarea era ya casi la de un enfermero y estaba deseando que llegara el momento de la marcha de los Turner.

Tres días antes de que se fueran, Tony pidió permiso para quedarse en la choza aquella tarde porque no se encontraba muy bien. Un poco de insolación, quizás; le dolía mucho la cabeza y también los ojos y sentía náuseas en la boca del estómago. No fue a comer a la casa, permaneciendo acostado en la choza que, pese a ser caliente, se antojaba fresca en comparación con el horno que era la casa. A las cuatro de la tarde se despertó de un sueño intranquilo, muy sediento. La botella de whisky, que solía estar llena de agua potable, se hallaba vacía; el boy había olvidado llenarla de nuevo. Tony salió al resplandor amarillento del exterior y se dirigió a la casa en busca de agua. La puerta trasera estaba abierta y entró sin hacer ruido, temeroso de despertar a Mary, de quien sabía que hacía la siesta todas las tardes. Cogió un vaso de un estante, lo secó con cuidado y fue a la sala a buscar el agua. Sobre la repisa que servía de aparador había un filtro de barro vidriado. Tony levantó la tapa y miró hacia dentro: el filtro estaba lleno de lodo amarillento, pero el agua salía clara del pequeño grifo, aunque sabía a humedad y estaba tibia. Bebió dos vasos y, después de llenar su botella, se volvió para irse. La cortina que separaba la sala del dormitorio estaba descorrida y podía verse el interior. La sorpresa le inmovilizó. Mary se hallaba sentada sobre una caja de velas invertida ante un espejo clavado en la pared. Vestía unas enaguas de color rosa bastante subido que contrastaba con el tono amarillo de los hombros huesudos. A su lado estaba Moses y, mientras Tony les observaba, ella se levantó y estiró los brazos para que el nativo le pusiera el vestido desde atrás. Entonces volvió a sentarse y se ahuecó el cabello de la nuca con ambas manos, con el ademán de una mujer hermosa enamorada de su belleza. Moses le abrochaba el vestido y ella miraba hacia el espejo. La actitud del nativo era la de una indulgente complacencia. Cuando hubo terminado de abrocharla, se apartó y contempló a Mary, que se cepillaba el cabello.