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– Gracias, Moses -dijo en voz alta y mandona. Entonces dio media vuelta y añadió en tono íntimo-: será mejor que te vayas ahora. El amo no tardará en llegar.

El nativo salió del dormitorio y vio al hombre blanco mirándole con fijeza e incredulidad, vaciló un momento y continuó su camino, pasando por delante de él con pies silenciosos pero con una mirada feroz y malévola. La malevolencia era tan fuerte, que Tony sintió un temor momentáneo. Se sentó en una silla en cuanto el nativo hubo salido, se secó la cara, empapada en sudor, y agitó la cabeza para despejarse, porque sus pensamientos eran conflictivos. Había estado en el país el tiempo suficiente para escandalizarse, pero al mismo tiempo sus tendencias «progresistas» experimentaban una deliciosa gratificación ante aquella prueba de la hipocresía de la clase dirigente. Porque en un país donde aparecen entre los nativos numerosos niños de color en torno a un hombre blanco solitario, la hipocresía, tal como la definía Tony, había sido lo primero que le impresionó a su llegada. Sin embargo, había leído lo suficiente sobre psicología para comprender el aspecto sexual de la discriminación racial, una de cuyas bases son los celos del hombre blanco de la superior potencia sexual del nativo; y le sorprendió ver la facilidad con que el objeto de aquellos celos, la mujer blanca, evadía aquella barrera. Sin embargo, durante la travesía había conocido a un médico con años de experiencia en un distrito del país, que le confió que le sorprendía saber el número de mujeres blancas que mantenían relaciones con negros. Tony pensó entonces que realmente le sorprendería; lo consideraba algo parecido a tener relaciones con un animal, a pesar de sus ideas «progresistas».

Pero de repente olvidó todas aquellas consideraciones y pensó en la simple realidad de Mary, aquella pobre mujer atormentada que se debatía claramente en las últimas fases de una crisis nerviosa y que en aquel mismo momento salía del dormitorio con una mano todavía arreglándose el cabello. Y a la vista de aquel rostro radiante e inocente, aunque animado por una expresión vacía y medio idiotizada, tuvo la sensación de que todas sus sospechas eran absurdas.

Al verle, ella se detuvo en seco y ie miró llena de miedo, pero un momento después la mueca atormentada se tornó blanda e indiferente. Tony no pudo comprender aquel cambio repentino, pero dijo con voz entre tímida y jocosa:

– Hubo una vez una emperatriz en Rusia que despreciaba tanto a sus esclavos como seres humanos que solía desnudarse delante de ellos.

Tony prefería ver la cuestión desde aquel punto de vista, ya que el otro era demasiado difícil para él.

– ¿Ah, sí? -contestó ella por fin, incrédula y un poco perpleja.

– ¿La viste y desnuda siempre este nativo? -preguntó él.

Mary levantó la cabeza con brusquedad y en sus ojos apareció una expresión taimada.

– Tiene muy pocas cosas que hacer -dijo, tirando la cabeza hacia atrás -. Ha de ganarse el sueldo.

– No es corriente en este país, ¿verdad? -inquirió él con voz lenta, desde el abismo de su total estupefacción. Y comprendió, mientras hablaba, que las palabras «este país», que son como una llamada a la solidaridad para la mayoría de blancos, no significaban nada para ella. Para ella sólo existía la granja; no, ni siquiera aquello, sólo existía la casa y todo lo que contenía. Y Tony empezó a comprender con horrorizada piedad la indiferencia total que sentía hacia Dick; había eliminado todo aquello que estaba en conflicto con sus acciones, que fuera susceptible de revivir el código en cuyo respeto había sido educada.

Mary exclamó de repente:

– Dijeron que no estaba hecha de este modo, hecha de este modo, hecha de este modo. -Parecía un disco rayado.

– ¿Hecha de qué modo? -preguntó él, perplejo.

– De este modo.

La frase fue furtiva, irónica y, al mismo tiempo, triunfante. «¡Dios mío, esta mujer está loca de remate!», exclamó él para sus adentros. Pero en seguida pensó: «O quizá no. No puede estar loca; no se comporta como tal. Se comporta simplemente como si viviera en un mundo aislado en el que no rigieran más normas que las suyas propias. Ha olvidado cómo son los de su especie. Pero, por otra parte, ¿qué es la locura sino un refugio, un apartamiento del mundo?»

Así razonaba el perplejo y aturdido Tony, sentado junto al filtro del agua, sosteniendo todavía la botella y el vaso y mirando con inquietud a Mary, que empezó a hablar con una voz triste y serena que le obligó a cambiar otra vez de opinión y a pensar que no estaba loca, por lo menos, no en aquel momento.

– Hace mucho tiempo que vine aquí -dijo Mary con acento implorante, mirándole a los ojos-, tanto que ya no puedo recordar… Tenía que haberme marchado hace años; ignoro por qué no lo hice. Ignoro por qué vine. Pero las cosa: han cambiado, han cambiado mucho. -Se interrumpió. Si rostro inspiraba lástima; los ojos eran dos agujeros ator mentados-. No sé nada, no comprendo nada. ¿Por qué est¿ ocurriendo todo esto? Yo no quería que ocurriera. Pero él no quiere irse, no quiere irse. -Y de pronto, con una voz diferente, le interpeló-: ¿Por qué ha venido aquí? Todo iba bien hasta que llegó. -Rompió en llanto, gimiendo entre sollozos-. No quiere irse.

Tony se levantó para consolarla; ahora su única emociór era la piedad; había olvidado toda suspicacia. Algo le hizc volver: en el umbral estaba el boy, Moses, observándoles con expresión maligna.

– Vete -ordenó Tony-, vete inmediatamente. -Rodee con el brazo los hombros de Mary, porque intentaba escabullirse y le clavaba las uñas en la carne.

– Vete -dijo ella de improviso, mirando al nativo por encima del hombro. Tony comprendió que era un intento de reafirmar su autoridad y que usaba su presencia como un escudo en una lucha para recuperar el dominio que había perdido. Pero hablaba como un niño que desafía a una persona mayor.

– ¿Madame querer que me vaya? -preguntó el boy en voz baja.

– Sí, vete.

– ¿Madame querer que me vaya a causa de este amo?

No fueron las palabras en sí lo que obligó a Tony a ir a grandes zancadas hacia la puerta, sino el tono con que se pronunciaron.

– Sal de aquí -ordenó, con el aliento entrecortado por la ira-. Desaparece antes de que te eche a patadas.

Después de una mirada larga, lenta y malévola, el nativo salió. Pero al instante volvió a entrar y, haciendo caso omiso de Tony, preguntó a Mary:

– Madame abandona la granja, ¿verdad?

– Sí -contestó Mary con voz débil.

– ¿Madame no volver nunca más?

– No, no, no -exclamó ella.

– ¿Y este amo también irse?

– No -gritó Mary-. Vete.

– ¿Quieres irte de una vez? -gritó también Tony. Habría podido matar a aquel nativo; sentía deseos de agarrarle por el cuello y estrangularle. Entonces Moses desapareció; le oyeron cruzar la cocina y salir por la puerta trasera. La casa estaba vacía. Mary volvió a sollozar, tapándose la cara con los brazos.

– Se ha ido -exclamó-, ¡se ha ido, se ha ido! -Su voz estaba histérica de alivio. Pero de repente le empujó lejos de ella, se encaró con él como una loca y silbó-: ¡Usted le ha echado! ¡No volverá jamás! ¡Todo iba bien hasta que usted llegó!

Y se entregó a un paroxismo de llanto. Tony se sentó a su lado, la rodeó con un brazo y procuró consolarla. No hacía más que preguntarse: «¿Qué diré a Turner?» Sí, ¿qué podía decirle? Lo mejor era silenciar todo el asunto. El pobre hombre ya estaba medio loco sin aquel nuevo problema. Sería cruel decirle algo y, en cualquier caso, ambos habrían abandonado la granja dentro de dos días.

Decidió que llevaría aparte a Dick y sólo le sugeriría que era preciso despedir inmediatamente al nativo.

Pero Moses no volvió. Aquella noche no se presentó para la cena. Tony oyó a Dick preguntar dónde estaba el nativo y a ella responder que «le había echado». Notó la indiferencia en la voz de Mary y vio que hablaba a Dick sin verle.

Al final Tony, exasperado, se encogió de hombros y decidió no dar ningún paso. A la mañana siguiente se fue a los campos, como de costumbre. Era el último día; había mucho que hacer.

Capítulo onceavo

Mary se despertó de improviso, como si hubiera recibido un codazo. Aún era de noche; Dick dormía junto a ella. La ventana chirriaba sobre sus goznes y cuando miró hacia el cuadrado de oscuridad, vio estrellas moverse y centellear entre las ramas. El cielo era luminoso, pero había un matiz de fondo grisáceo; las estrellas brillaban, pero con un resplandor más bien débil. Dentro de la habitación, los muebles empezaban a iluminarse. Ya podía distinguir un destello en la superficie del espejo. Entonces cantó un gallo entre las chozas de los negros y una docena de voces estridentes contestaron por el amanecer. ¿Luz de día? ¿Resplandor de luna? Ambos. Ambos a la vez, y dentro de media hora saldría el sol. Bostezó, volvió a acomodarse sobre las almohadas llenas de bultos y se despertó. Pensó que en general sus despertares eran grises y reacios, una negativa de su cuerpo a abandonar el refugio de la cama. Hoy, en cambio, se sentía descansada y llena de paz. Tenía la mente clara y experimentaba un bienestar físico. Cruzó las manos bajo la nuca y miró hacia la penumbra que velaba los familiares muebles y paredes. Perezosamente, recreó el dormitorio en su imaginación, colocando en su lugar cada armario y cada silla, y luego salió de la casa y contempló su silueta en la noche como si la sostuviera en la palma de la mano. Por fin, desde un montículo, miró el edificio levantado entre los árboles y la invadió una ternura agradable y nostálgica. Le parecía estar sosteniendo en la palma de la mano aquella lastimosa estructura y toda la granja con sus habitantes, y la curvó para protegerlas de la mirada cruel y crítica del mundo circundante. Y sintió deseos de llorar. Notó las lágrimas resbalar por sus mejillas y un escozor en la piel y se pasó los dedos por la cara. El contacto de los dedos rugosos con la piel irritada la acabó de despertar. Continuó llorando, pero en silencio y como para sus adentros, aunque todavía desde una distancia conciliadora. Entonces Dick se movió e incorporó con una sacudida. Ella sabía que movía la cabeza en todas direcciones, en la oscuridad, escuchando, y permaneció muy quieta. Notó que le acariciaba la mejilla con tímido ademán, pero aquella caricia tímida y torpe la molestó y apartó la cabeza.