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— La verdad, no sé mucho más que vosotros, y no parece que vayamos a recibir más información hasta dentro de unas horas. Pero seguro que era algún tipo de nave espacial, y ya había regresado (supongo que debería decir entrado) cuando ha pasado por encima de nosotros. Puesto que no tiene ningún sitio adonde ir en Thalassa, volverá probablemente a las Tres Islas. Tardará mucho tiempo si tiene que dar la vuelta al planeta.

—¿Han intentado comunicarse por radio? — preguntó alguien.

— Sí, pero sin suerte.

— Podríamos intentarlo — dijo una voz ansiosa.

Un breve silencio invadió la Asamblea; el concejal Simmons, el ayudante de la alcaldesa Waldron, soltó un resoplido de disgusto.

— Esto es ridículo. Hagamos lo que hagamos, nos encontrarán en diez minutos. De todas formas, seguro que ya saben exactamente dónde estamos.

— Estoy totalmente de acuerdo con el concejal — dijo la alcaldesa Waldron, aprovechando esta oportunidad tan poco habitual—. Cualquier nave tendrá seguramente mapas de Thalassa. A lo mejor datan de mil años atrás, pero en ellos aparecerá « Primer Aterrizaje ».

— Pero suponga, sólo suponga, que son extraterrestres.

La alcaldesa suspiró; creía que esta tesis había sido superada por completo hacía algunos siglos.

— No hay extraterrestres — dijo con firmeza—. Al menos ninguno lo suficientemente inteligente para hacer viajes estelares. Por supuesto, no podemos estar del todo seguros, pero la Tierra los estuvo buscando durante miles de años, y empleó para ello todos los medios imaginables.

— Hay otra posibilidad — dijo Mirissa, que estaba de pie junto a Brant y Kumar en el fondo de la sala. Todas las cabezas se volvieron hacia ella. Brant parecía un tanto molesto.

A pesar de su amor por Mirissa, había veces en que deseaba que no estuviera tan bien informada y que su familia no hubiera estado a cargo de los Archivos durante las últimas cinco generaciones.

—¿Qué quieres, querida?

Esta vez fue Mirissa quien se sintió molesta, aunque disimuló su irritación. No le gustaba sentir sobre sí la condescendencia de alguien que no era realmente muy inteligente, aunque había que reconocer que era lista, quizás astuta era la palabra exacta. No le molestaba el hecho de que la alcaldesa Waldron estuviera siempre mirando de reojo a Brant; sólo le divertía. Incluso sentía cierta simpatía por aquella vieja.

— Podría ser otra nave sembradora, como la que trajo los tipos de genes de nuestros antepasados a Thalassa.

— Pero, ¿ahora, tan tarde?

—¿Por qué no? Los primeros aparatos sólo podían alcanzar un porcentaje de la velocidad de la luz. La Tierra fue mejorándolas, hasta que se destruyó. Como los últimos modelos eran casi diez veces más rápidos, sobrepasaron a los primeros en casi más de cien años; algunos todavía deben de estar en camino. ¿No estás de acuerdo conmigo, Brant?

Mirissa procuraba siempre introducirlo en las conversaciones y si era posible le hacía creer que él las había originado. Era muy consciente de sus sentimientos de inferioridad y no deseaba aumentarlos.

A veces era bastante desolador ser la persona más brillante de Tarna; aunque conectaba con media docena de sus iguales mentales en Las Tres Islas, raramente se encontraba con ellos cara a cara, encuentros estos que aun después de todos estos milenios, ninguna tecnología de las comunicaciones había logrado superar.

— Es una idea interesante — dijo Brant—. Podrías tener razón.

Aunque la historia no era su punto fuerte, Brant Falconer poseía los conocimientos de un técnico acerca de la serie de complejos acontecimientos que habían conducido a la colonización de Thalassa.

—¿Y qué vamos a hacer? — preguntó— ¿si es otra nave sembradora que intenta colonizarnos de nuevo? ¿Contestarles: Muchas gracias, pero hoy no?

Se oyeron algunas risitas nerviosas; el concejal Simmons observó entonces con aire pensativo:

— Estoy seguro de que podríamos hacer frente a una nave sembradora si nos viéramos obligados a ello. Y quizá los robots fueran lo bastante inteligentes para cancelar su programa al ver que el trabajo ya estaba realizado.

— A lo mejor. Pero tal vez pensaran que podían mejorarlo. De todas formas, ya sea una reliquia de la tierra, ya sea un modelo ulterior de una de las colonias, por fuerza tiene que ser algún tipo de robot.

No había necesidad de dar explicaciones, todo el mundo conocía las dificultades y los gastos que suponía un vuelo interestelar tripulado. Aunque era técnicamente posible, no tenía sentido alguno. Los robots podían realizar el trabajo con un coste muchísimo más reducido.

— Robot o reliquia, ¿qué vamos a hacer? — preguntó uno de los ciudadanos.

— Puede que no nos plantee ningún problema — dijo la alcaldesa—. Todo el mundo supone que se dirigirá a Primer Aterrizaje, pero, ¿por qué allí? Después de todo, es más probable que vaya a la Isla Norte.

La alcaldesa se equivocaba a menudo, pero nunca lo había hecho tan deprisa. Esta vez el sonido que iba en aumento en el cielo de Tarna no era un trueno lejano proveniente de la ionosfera, sino el agudo silbido de un rápido jet que volaba bajo. Todos los presentes abandonaron precipitadamente la sala; sólo unos pocos tuvieron tiempo de ver la nariz afilada de ala delta eclipsar las estrellas y dirigirse hacia el lugar considerado como el último vínculo con la Tierra.

La alcaldesa Waldron hizo una breve pausa para informar a la Central, y luego se unió a los que se apiñaban en el exterior.

— Brant, tú puedes llegar allí primero. Coge la cometa.

El ingeniero en jefe de Tarna parpadeó; era la primera vez que recibía una orden tan directa de la alcaldesa. Luego pareció un tanto avergonzado.

— Un coco le atravesó el ala hace un par de días. No he tenido tiempo de repararla por el problema de las trampas de los peces. De todas formas, no está equipada para vuelos nocturnos.

La alcaldesa le lanzó una larga y fría mirada.

— Espero que mi coche funcione — dijo sarcásticamente.

— Desde luego — respondió Brant con voz herida—. Tiene combustible y está listo ya.

Era muy poco habitual ver circular el coche de la alcaldesa; se podía recorrer Tarna en veinte minutos, y todo el transporte local de alimentos y material se realizaba mediante pequeños vehículos todo terreno. En setenta años de servicio oficial, el vehículo había registrado menos de mil cien kilómetros y, salvo accidentes, seguiría funcionando durante un siglo por lo menos.

Los thalassanos habían experimentado alegremente con todos los vicios, pero el consumismo y la desidia no se encontraban entre ellos. Cuando se inició el viaje más histórico jamás realizado, nadie hubiera podido adivinar que el vehículo era mucho más viejo que cualquiera de sus pasajeros.

4. Señal de alarma

Nadie oyó el primer tañido de la campana fúnebre de la Tierra, ni siquiera los científicos que realizaron el fatídico descubrimiento, en las profundidades de la tierra, en una mina de oro abandonada del Colorado.

Era un experimento atrevido, inimaginable antes de mediados del siglo XX. Cuando el neutrino fue detectado, se vio en seguida que a la Humanidad se le había abierto una nueva ventana al universo. Era algo tan penetrante que atravesaba un planeta con la misma facilidad con que podía usarse la luz a través de una lámina de vidrio para observar los núcleos de los soles.

Especialmente el sol. Los astrónomos estaban convencidos de que entendían las reacciones que accionaban el horno solar, del cual dependía enteramente la vida de la Tierra. En el núcleo del sol, a unas presiones y temperaturas enormes, el hidrógeno se fusionaba en helio produciendo una serie de reacciones que liberaban grandes cantidades de energía. Y, como subproducto accidental, se producían neutrinos.