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Al no encontrar los trillones de toneladas de materia más obstáculo en su camino que una espiral de humo, esos neutrinos solares emergieron de su lugar de nacimiento a la velocidad de la luz. En solamente dos segundos alcanzaron el espacio y se expandieron a través del universo. A pesar de los muchos planetas y estrellas que se encontraban a su paso, la mayoría de ellos conseguirían no ser capturados por el fantasma insustancial de la materia « sólida » cuando la misma tierra llegó a su fin.

Ocho minutos después que hubieran abandonado el sol, una pequeña fracción de torrente solar barrió la Tierra, y una fracción aún menor fue interceptada por los científicos del Colorado. Habían enterrado su material a un kilómetro bajo tierra de forma que las radiaciones menos penetrantes serían filtradas hacia fuera y podrían captar los raros y auténticos mensajeros del núcleo solar. Contando los neutrinos capturados, esperaban estudiar con detalle sus propiedades y llegar a un punto tal que, como podría comprobar cualquier filosofo, estaba hasta entonces excluido del conocimiento humano o de la observación.

El experimento funcionó, los neutrinos solares fueron detectados. Pero había demasiado pocos. Debería haber habido una cantidad tres o cuatro veces mayor que la que había conseguido capturar la instrumentación masiva. Realmente algo iba mal, y durante los años setenta, el caso de los neutrinos perdidos alcanzó una gran resonancia a nivel científico. El equipo fue revisado una y otra vez, las teorías reexaminadas, y el experimento fue llevado a cabo cientos de veces, siempre con el mismo frustrante resultado.

A finales del siglo XX, los astrofísicos se vieron obligados a aceptar una conclusión preocupante, aunque ninguno se percató de sus consecuencias.

No fallaba ni la teoría ni el equipo. El problema residía en el interior del sol.

El primer encuentro secreto en la historia de la Unión Internacional Astronómica tuvo lugar en el año 2008 en Aspen, Colorado, no muy lejos del escenario de este primer experimento, que ya había sido repetido en una docena de países. Una semana más tarde, el Boletín Especial 55/08 de la IAU, que llevaba como titulo en clave « Algunas observaciones a las reacciones solares », se encontraba en manos de todos los gobiernos de la Tierra.

Se preveía que cuando la noticia del fin del mundo se filtrara se produciría el pánico. En vez de ello, la reacción general fue la de un perplejo silencio, seguido de un encogerse de hombros y, finalmente, de la reanudación del trabajo cotidiano.

Pocos gobiernos habían mirado jamás más allá de unas elecciones, y pocos indicios más allá de las vidas de sus nietos.

Aunque la Humanidad estuviese sentenciada a muerte, la fecha de ejecución era todavía indefinida. El sol no explotaría durante al menos mil años, ¿y quién podía llorar por la cuadragésima generación?

5. Paseo nocturno

Ninguna de las dos lunas había aparecido todavía cuando el vehículo se puso en marcha en la carretera más conocida de Tarna. En su interior iban Brant, la alcaldesa Waldron, el concejal Simmons y dos ancianos ciudadanos. Aunque conducía con su habitual facilidad, Brant se sentía disgustado por la reprimenda de la alcaldesa. El hecho de que el brazo regordete de ella le rodeara los desnudos brazos de modo informal no mejoraba mucho las cosas.

Pero la belleza pacífica de la noche y el ritmo hipnótico de las palmeras que se mecían iluminadas por el haz de la luz vacilante del vehículo le hicieron recobrar su habitual buen humor. Pero ¿cómo se podía permitir que se filtraran estos sentimientos personales en un momento histórico como éste?

En diez minutos estarían en Primer Aterrizaje, el principio de su historia. ¿Qué sucedería? Sólo una cosa era segura; los visitantes se habían albergado en el faro, todavía en funcionamiento de la antigua nave sembradora. Sabían dónde mirar, así que tenían que proceder de alguna otra colonia humana de este sector del espacio.

Un pensamiento preocupante asaltó la mente de Brant. Alguien o algo, podía haber detectado el faro, avisando a todo el universo de que la Inteligencia había pasado un día por allí. Recordó que años atrás se había presentado una moción en el consejo para desconectar la transmisión, basándose en que era inservible y que no podría causar mucho daño. Más bien por razones sentimentales y emocionales que lógicas, la moción fue rechazada por un pequeño margen. Thalassa iba muy pronto a arrepentirse de esta decisión, pero era ya demasiado tarde para hacer nada.

El concejal Simmons, apoyado en el asiento trasero, hablaba en voz baja con la alcaldesa.

— Helga — dijo, era la primera vez que Brant le oía pronunciar su nombre—, ¿crees que todavía sabremos comunicarnos con ellos? El lenguaje de los robots evoluciona muy rápidamente, ¿sabes?

La alcaldesa no lo sabía, pero era muy hábil a la hora de disimular su ignorancia.

— Este es el menor de nuestros problemas; esperemos a que surja. Brant, ¿podrías conducir un poco más despacio? Me gustaría llegar allí sana y salva.

La velocidad era perfectamente segura en esta carretera que Brant se sabía de memoria, pero obedeció y redujo a cuarenta klicks. Se preguntó si la alcaldesa intentaba aplazar el enfrentamiento. Era una gran responsabilidad enfrentarse sola a la segunda nave espacial proveniente del exterior de toda la historia del planeta. Todo Thalassa tendría puestos sus ojos en ella.

—¡Por Krakan! — juró uno de los pasajeros del asiento trasero. ¿Alguien ha traído alguna cámara?

— Es ya demasiado tarde para volver — respondió el concejal Simmons—. De todas formas, habrá tiempo suficiente para hacer fotografías. No creo que se marchen después de decirnos hola.

En su voz se percibía un cierto nerviosismo, y Brant no podía reprochárselo. ¿Quién podía adivinar lo que les esperaba tras la cima de la próxima colina?

— Le informaré tan pronto como haya algo que decirle, señor Presidente.

La alcaldesa Waldron estaba utilizando el radioteléfono del coche. Brant no se dio cuenta de la llamada, estaba demasiado absorto en sus pensamientos. Por primera vez en su vida, deseó haber aprendido algo más de historia.

Por supuesto, los hechos más relevantes le eran familiares; todos los niños de Thalassa habían crecido escuchándolos. Sabía que a medida que pasaban los siglos, las predicciones de los astrónomos eran cada vez más seguras y las fechas más precisas, y que en el año 3600, con una diferencia de setenta y cinco años más o menos, el sol se transformaría en una nova. En una nova no muy espectacular, pero sí lo suficientemente grande…

Un viejo filósofo señaló una vez que el saber que uno iba a ser colgado al día siguiente tranquilizaba la mente humana. Algo así ocurrió con toda la raza humana durante los años próximos al cuarto milenio. Si ha existido jamás un momento en el que la Humanidad se ha enfrentado a la verdad con resignación y determinación, éste fue la medianoche del mes de diciembre cuando se pasó del año 2999 al 3000. Todos los que vieron aparecer aquel tres no pudieron nunca olvidar que jamás habría un cuatro.

Sin embargo faltaba más de medio milenio; las treinta generaciones que todavía vivirían y morirían en la Tierra como sus antepasados podrían aún hacer algo. Por lo menos, podrían conservar el conocimiento de la raza y las grandes creaciones del arte humano.

Incluso en los comienzos de la era espacial, los primeros robots que abandonaron el Sistema Solar llevaron consigo muestras de música, pintura y mensajes por si se topaban con otros exploradores del Cosmos. Sin embargo, y aunque nunca se encontraron en la galaxia signos de civilizaciones extrañas, incluso los científicos más pesimistas creían que debía existir inteligencia en algún lugar en los billones de universos—islas que se extendían más allá del alcance de los telescopios más potentes.