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– Larissa hizo que le grabaran esas palabras después de que yo la ganara. Diablos, por aquel entonces estaba loca por mí -susurró John Randall. Las arrugas que le rodeaban ojos y boca se profundizaron por la tristeza. Una pequeña sombra de culpabilidad se le reflejó en los ojos-. Y ahora quiero que la tengas tú, Matthew.

Matt agarró la hebilla con fuerza, pero no dijo ni una sola palabra. No podía hacerlo.

– Y quiero tener nietos. No es mucho pedir para un anciano.

– Yo no estoy casado.

– Entonces, cásate -afirmó su padre mirándolo de la cabeza a los pies-. Un hombre tan apuesto como tú no debería tener demasiados problemas.

– Tal vez no creo en el matrimonio.

– En ese caso, tal vez seas un necio.

Matt delineó la silueta del potro con un dedo.

– Podría ser que yo haya aprendido del mayor de todos.

– Pues olvídalo -le ordenó John Randall, como el mismo tono de voz que hacía siempre. Siempre era al modo de su padre o al suyo propio. Matt había elegido siempre este último.

– Tengo un caballo que domar y mi propia casa de la que ocuparme.

– Esperaba que fueras a quedarte aquí -dijo su padre. Tenía una nota de desesperación en la voz, pero Matt decidió mantenerse firme. Había pasado demasiada agua por debajo del maldito puente, aguas cenagosas y traicioneras que se veían alimentadas por una corriente de mentiras y engaños, la clase de aguas en las que un hombre podía ahogarse fácilmente.

Matt había regresado al rancho para tratar de reparar emocionalmente la relación con su padre y para ayudar al capataz, Larry Todd, durante una semana más o menos. Pero su propio rancho, unas pocas hectáreas cerca del límite del estado con Idaho, necesitaba su atención.

– No puedo, papá -dijo mientras observaba el vuelo de una avispa hacia el porche trasero-. Tal vez vaya siendo hora de que te lleve de nuevo dentro de casa.

– Por el amor de Dios, no te atrevas a tratarme como si fuera un niño, hijo. No me voy a morir aquí y ahora mismo -replicó John Randall. Se colocó las manos sobre el regazo y miró entre los maderos de la valla hasta el corral en el que el potro appaloosa, que aún llevaba puesta la silla vacía, golpeaba el suelo y levantaba el polvo a patada-. Te observaré mientras tratas de montarlo. Será muy interesante ver quién gana, si Diablo o tú.

Matt levantó una ceja con gesto de incredulidad.

– ¿Estás seguro?

– Sí.

– Bien -respondió Matt. Se cuadró el sombrero sobre la cabeza y se subió a la valla-, pero te aseguro que no va a ser un duelo muy reñido.

Se dirigió al caballo con renovada determinación sin dejar de mirar al potro, cuyos músculos temblaban más con cada paso que Matt daba. Había pocas cosas en la vida que pudieran derrotar a Matt McCafferty. Un potro demasiado nervioso no era una de ellas. Tampoco lo era su padre. No. Su debilidad, si es que tenía alguna, eran las mujeres, en particular las de temperamento fiero y testarudo. Las que trataba de evitar como si fueran el propio diablo.

Su padre quería que encontrara una mujer, que se casara y que empezara a criar un montón de niños. Cuando agarró las riendas del potro, estuvo a punto de soltar una carcajada. Matt McCafferty no se casaría jamás. Ni hoy, ni mañana ni nunca. Así eran las cosas.

Uno

En el mes de noviembre

Ella lo había conocido antes. Lo había visto en muchas ocasiones. Pero eso no significaba que tuviera que sentir simpatía hacia él. Ni hablar.

En lo que se refería a la detective Kelly Dillinger, Matt McCafferty sólo podía significar malas noticias. Estaba, sencilla y llanamente, cortado del mismo patrón parcial, mojigato y egoísta que el resto de sus hermanos y que el canalla de su padre.

Sin embargo, eso no significaba que no fuera guapo. Si a una le gustaban los vaqueros rudos, Matt McCafferty era el más indicado. Su duro atractivo era legendario en Grand Hope. Él y sus hermanos habían sido considerados los mejores partidos del condado durante años, pero Kelly se enorgullecía de ser diferente de la mayoría de las mujeres que sentían deseos de desmayarse cada vez que escuchaban el apellido McCafferty.

Eran guapos.

Eran muy sexys.

Tenían mucho dinero.

¿Y qué?

Por aquellos días, la reputación de los tres hermanos se había visto ensombrecida un poco. La fama les había pasado factura y se rumoreaba que el mayor de todos, Thorne, estaba perdiendo su estatus de soltero de oro y se iba a casar con la doctora de la ciudad.

No se podía decir lo mismo del segundo hermano, Matt. Parecía que iba a tener que ocuparse de él en aquel mismo instante.

Estaba abriendo la puerta de la oficina del departamento del sheriff en Grand Hope con uno de sus anchos hombros. Con él, entró en el despacho una oleada de aire gélido y copos de nieve que se deshicieron inmediatamente en el momento en el que afrontaron la cálida temperatura que proporcionaba la humeante cadera que se ocultaba en algún lugar del sótano del antiguo edificio de ladrillos.

Matt McCafferty. Genial. Simplemente… genial. Kelly ya tenía un fuerte dolor de cabeza y estaba hasta arriba de papeleo, una gran parte del cual estaba relacionado con el caso de los McCafferty. En realidad, era más apropiado decir casos, en plural, de los McCafferty. Desgraciadamente, tampoco podía ignorarlo. Miró a través del cristal que delimitaba su despacho y lo vio avanzar a través de la oficina, casi sin detenerse en la pequeña valla que separaba la zona de recepción de la de oficinas. Pasó por delante de la recepcionista en medio de una oleada de furia.

Kelly sentía una profunda antipatía hacia él. Había fuego en los ojos castaños de McCafferty e ira reflejada en su rostro. Sí. Efectivamente, estaba cortado por el mismo patrón que los otros. Se puso de pie y abrió la puerta de su despacho justo al mismo tiempo que él se disponía a aporrear la madera de roble.

– Señor McCafferty -dijo, fingiendo una sonrisa-. Es un placer volver a verlo.

– Déjese de tonterías -replicó él sin preámbulo alguno.

– Bien -repuso ella. Por lo menos, iba directo al grano-. ¿Por qué no entra usted y…? -sugirió, pero él ya había cruzado el umbral de la puerta. Estaba en el interior del pequeño despacho de cristal, recorriendo como un animal enjaulado la pequeña distancia que había entre una pared y otra.

Stella Gamble, la regordeta y nerviosa recepcionista, había abandonado su puesto y se había dirigido a la puerta del despacho de Kelly. La brillante laca de uñas que llevaba puesta reflejaba la luz de las lámparas fluorescentes.

– He tratado de detenerlo, de verdad -dijo, sacudiendo la cabeza. Los rizos rubios que enmarcaban su rostro le acariciaban suavemente las sonrojadas mejillas-, pero no me ha escuchado ni siquiera.

– Un rasgo familiar.

– Lo siento.

– No importa, Stella. Tranquila. De todos modos, necesitaba hablar con uno de los hermanos McCafferty -le aseguró Kelly, aunque estaba exagerando un poco la verdad. No tenía pensada ninguna conversación con Thorne, Slade ni mucho menos Matt, sobre todo cuando Nathaniel Biggs estaba llamando cada dos horas, completamente seguro de que alguien le había robado su mejor toro la noche anterior. Perry Carmichael la había informado de una extraña luz sobre los robles que había detrás de su cobertizo de la maquinaria y Dora Haines había vuelto a desaparecer y probablemente se encontraba vagando por las colinas con aquellas frías temperaturas bajo cero y un nuevo frente que amenazaba con llegar al atardecer. No era que el caso de los McCafferty no fuera importante, simplemente no era el único en el que ella estaba trabajando-. No te preocupes, Stella. Yo hablaré con el señor McCafferty.