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– Perdona -se excusó ella. Tomó el auricular-. Dillinger.

– Siento molestarte, pero tienes a Bob en la otra línea -dijo Stella. Aún parecía nerviosa por no haber podido impedir el paso a Matt McCafferty.

– Hablaré con él -anunció ella. Levantó una mano hacia Matt al escuchar la voz de Roberto Espinoza al otro lado de la línea telefónica. Estaba en la granja Haines y le explicó que habían encontrado a Dora con su gato en brazos mientras avanzaba por la nieve con bata y zapatillas siguiendo un sendero que atravesaba el bosque hasta llegar a una empinada ladera donde, de niña, su padre solía llevarla a montar en trineo.

– Un caso muy triste -dijo Bob.

A continuación, el detective le explicó que Dora iba de camino al hospital de St. James. A los médicos les preocupaba la hipotermia, los síntomas de congelación y la senilidad.

– Voy a ir al hospital ahora. Iré a la oficina cuando termine aquí -añadió Bob.

– Aquí estaré -afirmó Kelly. Entonces, miró a Matt McCafferty-. Cuando tengas un minuto, tal vez quieras hablar con Matt McCafferty. Está aquí ahora -añadió. Entonces, pasó a explicarle la preocupación de Matt y los motivos de su visita.

– Es un hijo de perra arrogante -susurró Espinoza-. Como si no estuviéramos haciendo ya todo lo humanamente posible. Dile que se tranquilice un poquito. Lo veré en cuanto haya terminado de dictar un informe sobre Dora.

– Lo haré -respondió Kelly. Colgó el teléfono y le dio el mensaje a Matt-. Te verá en cuanto pueda. Mientras tanto, tienes que tratar de tranquilizarte.

– Y un cuerno. Llevo tranquilo demasiado tiempo y no he conseguido nada.

Kelly no respondió. En lo que a ella se refería, la reunión había terminado. Se puso de pie y tomó su sombrero y su chaqueta. Entonces, abrió las persianas.

– Tengo trabajo que hacer, McCafferty. El detective Espinoza ha dicho que te llamará y te prometo que lo hará -afirmó. Con eso, abrió la puerta y, en silencio, lo invitó a marcharse-. ¿Entendido?

– Si eso es todo lo que puedes hacer…

– Lo es.

Matt se caló el sombrero y miró a Kelly de un modo que le indicaba claramente que aquélla no iba a ser la última vez que lo viera. Con eso, se marchó del despacho, pasó por delante de Stella y se fue. Por lo que Kelly pudo verle por debajo de la chaqueta, los vaqueros que llevaba puestos habían visto tiempos mejores. No se molestó en ponerse guantes ni en abrocharse la chaqueta. Seguramente estaba bastante caldeado por la ira que Kelly y Espinoza habían despertado en él.

Cuando abrió la puerta, una vez más, una bocanada de aire tan frío como si viniera del Polo Norte inundó la sala. Con eso, se marchó. La puerta volvió a cerrarse detrás de él.

– Tanta paz lleves como descanso dejas -musitó Kelly. Se sentía bastante irritada por haberlo encontrado tan atractivo. Además, notó que Stella se había olvidado de contestar el teléfono o de trabajar en el ordenador sólo para no poderse detalle alguno de su salida.

Mientras se cuadraba el sombrero y se ponía la chaqueta de su uniforme, Kelly pensó que, efectivamente, aquel hombre significaba malas noticias.

Dos

Matt tamborileó con los dedos sobre el volante de su furgoneta. La nieve caía abundantemente por la carretera. Encendió los limpiaparabrisas y la radio para escuchar una emisora local con la esperanza de encontrar la predicción meteorológica.

Frunció el ceño y apretó los ojos para tratar de ver mejor el camino que lo llevara al rancho. Tal vez había cometido un error cuando decidió ir a la ciudad y entrar como un caballo desbocado en la oficina del sheriff para obtener respuestas.

No había conseguido nada.

De hecho, aquella detective pelirroja lo había puesto en su lugar. Resultaba turbador. Irritante. Insultante. Kelly Dillinger lo había turbado más de lo que debería. No podía sacársela del pensamiento. Tenía la piel pálida y unos profundos ojos color chocolate. El cabello era de un vibrante color rojizo, que, en opinión de Matt, se podía comparar con su temperamento. Las pelirrojas eran siempre mujeres de temperamento muy apasionado. Además, no se había dejado amilanar por él. Como si fuera un hombre, aunque distaba mucho de parecerlo. Pese a que su constitución era atlética, resultaba muy femenina. Matt se había dado cuenta de ello perfectamente y se lamentaba de que así hubiera sido. El uniforme se le estiraba muy seductoramente por encima de los senos y le ceñía la cintura y las caderas. Aquella mujer tenía curvas… y qué curvas, aunque se esforzara mucho por ocultarlas.

Siempre había escuchado que las mujeres se sentían atraídas por los hombres de uniforme, pero jamás hubiera esperado que funcionara también a la inversa, y mucho menos con él. No. A él le gustaban las mujeres femeninas, las que resaltaban sus armas de mujer. Le encantaban las camisetas ceñidas, las minifaldas o los vestidos largos con aberturas laterales, que mostraban gran parte de la pantorrilla y el muslo. Había visto también pantalones y camisas de seda que resultaban también muy sexys, pero jamás se habría imaginado que un uniforme pudiera serlo, y mucho menos uno del departamento del sheriff del condado. No obstante, no había podido evitar fijarse en Kelly Dillinger. A pesar del su enojo cuando entró en el departamento del sheriff, le había costado mucho centrar la atención en lo que lo había llevado hasta allí.

Siempre tenía problemas con su libido. Con una mujer atractiva cerca, siempre le costaba controlarla. No obstante, aquella noche era peor de lo que lo había sido en mucho tiempo.

Era muy sencillo. Se sentía atraído por ella.

No podía ser. Ni hablar. Era una mujer policía que, además, estaba trabajando en el caso de su hermana y que, además, sabía que sentía una enemistad personal hacia la familia McCafferty. Finalmente, decidió que se estaba engañando. Sólo de pensar en ella, sentía que se le tensaba la entrepierna. Se miró en el retrovisor.

– Idiota -susurró.

Al ver que acercaba al Flying M, el rancho que había sido el orgullo y la alegría de su padre, aminoró la marcha.

– Genial.

Aquella mujer estaba fuera de sus límites. No había más que hablar. Aunque no fuera por ninguna otra razón más que por el hecho de que vivía allí, en Grand Hope, lejos de su propio rancho. Si estuviera buscando a una mujer, lo que no era el caso, se la buscaría más cerca de su casa. Dios, ¿de dónde habían salido aquellos pensamientos? Ni quería ni necesitaba a una mujer. Significaban problemas. Y Kelly Dillinger no era una excepción.

La luz de los faros capturó los copos de nieve que bailaban delante de la furgoneta mientras avanzaba por el sendero que llevaba al corazón del rancho. Unas cuantas cabezas de ganado se vislumbraban contra la nieve, pero la mayor parte de las reses había buscado refugio o estaba fuera de su línea de visión. Por fin, tomó una curva del terreno y se encontró frente a la zona de aparcamiento que había frente a la casa principal.

Detuvo la furgoneta bajo un manzano y apagó el motor. Abrió la puerta y rápidamente llegó a los escalones que conducían al porche. Antes de entrar en la casa, se sacudió la nieve que le cubría las botas.

El calor del interior llegó hasta su rostro acompañado de las notas de una alegre y melódica tonada al piano. Se quitó la chaqueta y sintió que el estómago comenzaba a protestarle cuando notó el olor a pollo asado y a pastelillos de canela. Colgó su chaqueta y su sombrero en el perchero y escuchó el sonido de unos piececitos sobre el suelo de madera del piso superior. A los pocos segundos, las gemelas bajaban a toda velocidad por las escaleras.

– ¡Tío Matt! -exclamó una de las niñas mientras terminaba de bajar los raídos escalones.

– ¿Cómo está mi Molly? -preguntó Matt mientras se agachaba y extendía los brazos para levantar en el aire a su sobrina.

– Bien -respondió la niña. Sus ojos reflejaban una repentina y poco característica timidez. Comenzó a chuparse un dedo mientras que su hermana, arrastrando una mantita, terminaba de bajar la escalera.