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Veo y me muevo. O me muevo y puedo ver sólo porque me atrevo a dar pequeños pasos por el lugar donde me encuentro.

Apenas lo hago, me topo con un obstáculo. Adelanto las manos para identificarlo -descubro que tengo "manos" y tengo "tacto"- y lo que toco no es liso, parejo, como yo he entendido hasta entonces todo lo que es -todo lo que me rodea pero no alcanzo a ver-. Lo que toco tiene forma. Abro los brazos. Abrazo algo grande. Toco lo alto. Es piedra. Conozco la piedra. Yo misma creo ser de piedra. Mi tacto desciende. Toco una superficie lisa. De repente, la superficie se rompe y yo dibujo dos arcos separados, bajo unos pliegues gruesos que se abren en torno a dos globos, círculos -¿dices que se llaman "ojos"?- entrecerrados y separados por otra superficie que toco y abandono con un grito.

Debía asombrarme. He gritado. Por primera vez tengo voz y puedo gritar. Paso por alto una novedad tan nueva porque toco y por los hoyos de ese espacio que toco emerge algo que conozco porque respiro, he respirado siempre aunque sólo ahora me doy cuenta de ello al acercar mi mano al jadeo que emerge, se retrae y aunque emerge de nuevo de dos hoyos que me espantan tanto que desciendo rápidamente a la siguiente superficie, dos tiras gruesas y apretadas por las que asoman -me llevo la mano a mi propia cara, descubro mi rostro adivinando el de la piedra humeante-, por las que asoman -toco los míos, los descubro- unos objetos pequeños, afilados y punzantes.

¿Me dices que es mi boca, que son mis dientes? Entonces lo que toqué en este instante fueron la boca y los dientes del objeto que acaricio ahora sin miedo, porque he descubierto en mi propio aliento el de la figura a la que me acerco y toco sin entender que ella, también, me mira y me toca al dejarse tocar por mí.

Este encuentro, este tacto que me parece por un breve momento tan natural, tan bueno, puesto que por primera vez me acerca e identifica a otra cosa en el lugar donde yazgo, desata algo que no sabría describir. Un furor. Una gritería. Un escándalo. Una protesta. Una violación.

– Déjame, te lo ruego, detenerme aquí para reconocer lo que no tenía y ahora tengo: respiración. Repito lo que tú ya sabes. Yo me creía destinada a permanecer siempre, yaciente, en la oscuridad que me era tan natural como mi propia forma. Luego llegaste tú.

2.

Escuché un ruido en la espesura. Alargué la mano porque un brillo me llamó la atención. Al tocar el brillo, supe que era de metal. Y al detenerme en el metal, toqué tu mano y te atraje hacia mí.

Te resististe. Al cabo renunciaste. Fuiste apareciendo poco a poco de la selva como para encantarme y engañarme mostrando primero tu mano -tu brazo, tus pies -tu figura vestida con un paño largo y bordado. Tu cabeza. Tocada por un aderezo ancho, complicado, que le da una severidad casi ceremonial a tu rostro. Tus ojos sonrientes. La sonrisa de tu boca.

Saliste de la selva.

Me miraste.

Yo me quité el casco por una suerte de respeto mezclado con cordial disposición. Tú me miraste. La cabeza primero. Mi gran calvicie compensada por una barba rojiza que al principio pareció deslumbrante, como si mi pelo fuese de sol. Luego entendí -en seguida- que no te cegaba mi barba, sino mi presencia entera. Mi aparición aquí en la selva del lugar que hemos bautizado como la Vera Cruz.

– Me llamo Cristóbal de Olmedo -le digo a la mujer hallada, sin la menor esperanza de ser comprendido aunque sin otro recurso que éste, el de la lengua.

Ella me mira. Me revisa. No dice nada. No logra ocultar del todo lo que yo llamaría su asombro -que acaso es sólo la imagen refleja de mi propia sorpresa-.

– Me separé de mis compañeros -continúo, hablando más para mí que para ella-. Te podría decir que ando perdido. Es cierto.

Sigo.

– Me separé de mi compañía. Hablo como si la mirada de la mujer me apurase a seguir.

– Abandoné a mi gente. Ella sonríe, sin motivo que yo entienda.

– Busco el paso imposible. Ella señala hacia el fondo de la selva. ¿Mis gestos son entendidos?

– Soy, estrictamente, un desertor. En realidad, sólo busco un camino distinto en esta tierra extraña.

Me digo -le digo- que si todo aquí es nuevo, ¿por qué no ha de serlo la aventura de cada cual? ¿Qué me obliga a someterme a la disciplina del capitán Hernán Cortés? El mismo ¿no desobedece al gobernador Diego Velázquez, que le ordena dar por terminada la expedición y regresar a Cuba? El mismo ¿no ha quemado las naves para prohibirse el regreso? ¿Seré yo menos que él? ¿No me puedo cortar la retirada yo también y seguir adelante hacia lo desconocido?

Busco la inteligencia en la mirada de la mujer.

Sólo encuentro esa sonrisa constante.

Me doy cuenta de que ella es no sólo discreta. Es desconocida. Y me desconoce. ¿No es esto lo que buscaba? ¿Desconocer y ser desconocido? ¿Aventurarme solo en esta tierra nueva, más audaz que nadie, sin más armas que un puñal y una cruz? ¿Ser el aventurero sin compañía, sin esos caballos que causan espanto a los naturales, sin el estruendo del cañón, sin la pretensión de ser Dios, sólo hombre?

Y ¿qué es un hombre sin una mujer?

La encontré y le tiendo la mano.

Ella sale de la selva y toma la mía.

Bastan estos gestos para soldar nuestros destinos.

Creí que avanzaría solo. Ella salió de la selva a acompañarme. ¿Cambió mi destino? ¿O sólo se cumplió lo que siempre estuvo escrito?

Ella me conduce selva adentro.

Se apartan las ramas y aparece un gran templo labrado, de escalinatas pinas, un piso sobre el otro hasta sumar cinco, adornado por máscaras en cada nivel, un edificio de ascenso difícil.

Veo que lo rodean árboles del paraíso, pues las frutas que arranco son novedosas, y son jugosas y son sabrosas. Ella me indica: ésta sí, ésta no… Estoy en buenas manos. Comemos. Al caer la tarde, las nubes se acumulan. Amenaza tormenta. Busco refugio. Hay una apertura en la pirámide. Tomo a la mujer de los brazos y la conduzco a la entrada del templo.

Ella grita, me rasguña, se resiste.

Ella, por primera vez, deja de sonreír.

3.

Hemos hecho un campo al pie de la pirámide. No pregunto acerca del tiempo que permanezcamos aquí o qué cosa la mantiene a ella en este sitio. Supongo que es un lugar acostumbrado, que ella conoce bien, donde se siente a gusto y me invita a acomodarme en él.

No la desengaño. Prefiero, por el momento, aceptar las reglas de la mujer, que es de aquí, aunque mi ánimo original no ha cambiado. Quiero seguir adelante y el tiempo vuela. Conozco al capitán Cortés y sé que habiendo quemado las naves, seguirá adelante a descubrir (y conquistar) este reino misterioso. A menos que encuentre, antes, la muerte. En ese caso, yo tendré la misión de continuar con mis escasas armas y mi inexistente bagaje. Solo.

Aunque he encontrado a la mujer sonriente, plácida mientras no le haga entrar al templo. He entendido. No lo hago. Le doy tiempo para que se acostumbre a mí y nos entendamos un poco. Esto no es difícil y pronto pasamos de las señas a las palabras que ella empieza a entender aunque yo me resista a comprender las suyas. Admito mi arrogancia. Yo voy a seguir hablando castellano, lengua de civilizadores, lengua del mundo, y no tengo por qué aprender dialectos indios. Que ella aprenda.

Y ella lo hace rápidamente.

Nos entendemos. Sé que la reunión corporal me está, por el momento, vedada. Hay algo en la mujer que, sin dejar de sonreír jamás, es prohibitivo. Debo esperar el momento. Exige un trato muy ceremonioso y yo se lo doy con gusto. Pero al cabo, soy hombre y ella es no sé si hermosa, o sólo misteriosa. El misterio basta para encender mi pasión pero también para aplazarla.