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Reconozco que hay algo profundamente extraño en esta situación. No sólo por el lugar, la aparición de la mujer y la veda de la pirámide. La extrañeza mayor se da entre la velocidad que yo llevo -y que he sosegado en honor de la hembra- y la profunda pasividad de ella, a quien he dado en llamar -y ella lo acepta y se acostumbra a ello- mi "princesa".

Confundo la situación. Vivimos separados de la vida diaria pero también de la vida aventurera. Sentados al pie de la pirámide, yo siento que salí de Cuba a vivir lo excepcional y que he exagerado este destino hasta hacerlo sólo mío, el de Cristóbal de Olmedo, sin compañeros aunque con compañía: la de esta mujer, mi "princesa", que parece vivir en una frontera indecisa entre salir o entrar de la pirámide. Parece, más que resignada, contenta de estar aquí conmigo. Sé que penetrar el recinto del templo la asusta. Pero no puede alejarse del templo mismo. Aquí, en el espacio circundante, ella escoge las frutas, prepara las comidas, hace vida compartida conmigo. Aunque nunca duerme.

He despertado en más de una ocasión y siempre la encuentro acuclillada, vigilante. A veces he fingido dormir para ver si ella sucumbe al sueño. Jamás. Hasta donde yo puedo certificarlo, ella nunca cierra los ojos. Y nunca deja de sonreír. ¿Qué pasaría el día en que yo le diga que debemos seguir adelante? ¿Me acompañará? ¿Me abandonará? ¿Me matará? Pienso esto devolviéndole la sonrisa. Ella, la eterna sonriente, jamás cometería un crimen. Creo.

No deja de asaltarme la idea de que, al invadir y conquistar esta tierra, que es la de ella, yo estoy agrediendo a la gente a la que ella pertenece, estoy desviando el destino de la mujer y de su pueblo. Mi justificación es que acaso algo nuevo y bueno nazca del encuentro. No lo sé. No lo sabré hasta que decida proseguir la aventura, abandonar la pirámide y averiguar si la "princesa" me va a seguir o prefiere quedarse aquí, en esta perpetua vigilia a las puertas de un templo abandonado.

4.

Ella continúa despierta todo el tiempo y yo, sin desearlo, duermo y despierto inquieto, temeroso de que, al lado de ella, yo deje de distinguir entre el sueño y la vigilia…, entre el cuerpo y el alma…, entre el hoy y el ayer.

Sólo que el hecho de que ella jamás duerma comienza a inquietarme más de lo debido. Por una razón. Hasta ahora, yo he aceptado que el mundo de la "princesa" no es mío. Sólo que a medida que pasan los días, esta diferencia amenaza con desaparecer o, al menos, con desleírse. La vigilancia eterna de la mujer me comienza a acercar demasiado a ella y a preguntarme si mi alma y mi cuerpo coinciden porque alternan vigilia y sueño. O si yo vivo una mentira creyendo que mi alternancia de tiempos es real o sólo un engaño.

¿Sólo duermo o sólo vigilo?

¿Mi sueño es una ilusión y vivo imaginando que sueño?

¿O mi vida es una mentira nacida de un sueño permanente?

Esta pregunta comienza a afligirme más que el zumbido de los insectos, el crepitar de las ramas o el rumor lejano de animales que, sin embargo, parecen acercarse poco a poco al espacio húmedo y aislado donde estamos viviendo -¿soñando?- ella y yo.

Trato, para volver a la realidad (a mi realidad) de enseñarle palabras que son ideas, ideas que son palabras. Le enseño "tiempo" y lo entiende aunque lo confunde con "siempre". Le explico que las cosas tienen un "arriba" y un "abajo" porque todo está situado en un "espacio". Le demuestro -porque parece ignorarlo- lo que es "ascender" y "descender". (La alarma que lo haga subiendo y bajando por la escalinata de la pirámide.) Me señalo a mí mismo para decir "cabeza" y "pies". Me cuesta más explicar el "instante" pero ella parece entender en seguida que la luz emana "desde mí", en este caso, de su propio cuerpo…

Esto último me lleva a un misterio que nace de ella y se convierte, porque ella lo origina, en un dilema mío. Me doy cuenta de que si para mí ella es una mujer extraña, yo para ella soy algo más: soy el otro, lo radicalmente distinto. No lo excepcional o raro, como ella lo es para mí, sino lo aparte, lo que no pertenece al género de esta mujer. No porque yo sea extranjero, o hable español, o tenga una barba roja, sino porque pertenezco a otra existencia que vive fuera de la vida, en algo que para ella debe ser más fantástico que la propia extrañeza de ella para mí.

Pienso esto una noche al despertar y encontrar, una vez más, más fuerte que la luz de la luna, la mirada de la "princesa". Ella me mira de una manera que me da miedo. Ella me observa como si quisiera exorcizarme. Siento frío en la espalda. ¿Quiere ella convertirme en un ser diferente del que soy? ¿Quiere, en otras palabras, despojarme de mi… humanidad? ¿Quiere que abandone mi pasado, mi destino, mi carácter de explorador, de descubridor, de conquistador, para unirme al mundo, para mí incomprensible, lo entiendo en ese despertar a la vez severo y sobresaltado, de mi "princesa"?

Siento algo insólito en ese momento, mi cuerpo y mi alma no coinciden. Se separan.

Creo que hay una lucha, antes impensable, entre los dos. Ella me arrastra a donde yo no estoy, en contra de mi voluntad. Y yo siento que, a pesar de todo lo que ha sucedido -enseñarle el castellano, permanecer aquí con ella en vez de seguir mi camino y adelantarme a Cortés o sustituirlo si Cortés ha muerto, dormir mientras ella parece velar eternamente-, hay un cambio repentino. En este instante, yo no soy el amo de la mujer. No soy yo el que decide. Ella decide por mí.

¿Qué quiere la "princesa"? ¿Que sigamos adelante? No: ése es mi propio deseo y en los ojos de ella adivino la voluntad contraria. ¿Que permanezcamos aquí? La miro con fuerza y aunque ella sonría sin parar, sé que no es éste, tampoco, su deseo.

Entonces ella mira hacia el templo y yo entiendo. Ella quiere que la acompañe al templo, a la pirámide. ¿De regreso a la pirámide? ¿Ella salió de la pirámide a mi encuentro? ¿O ella sólo puede entrar al recinto si yo la acompaño?

¿Es esto lo que la "princesa" quiere de mí? ¿Una compañía para entrar a ese templo que tanto pavor le causa y al que antes no me dejaba entrar y ahora sí porque algo nos une, el sueño mío, la vigilia de ella?

Ella sonrió. Yo ya no pude devolverle la sonrisa. Mis sentimientos oscilan entre el amor y el odio. El amor, porque en estos días he aprendido a vivir con ella, a acostumbrarme a su simple estar aquí en medio de la selva y al lado de la pirámide. Me he acostumbrado a ella. Y ahora su mirada, que desmiente a la sonrisa, es fría y temible porque convoca lo que yo no quería sentir. Miedo primero y en seguida un odio irreprimible hacia la mujer.

Sólo que el odio significa separación. Y si ella me impide separarme, significa la muerte. De ambos o de uno de nosotros. La unión de la sonrisa eterna y la mirada amenazante me llena de miedo -más miedo que ante las lanzas de las tribus de la costa, porque ahora el temor se mezcla con el amor-.

Ella me toma de la mano. Es la primera vez que nos tocamos y yo siento el hielo de su carne. No hay algún pulso. No corre la sangre.

La mujer es una piedra helada que no deja de sonreír.

5.

Me estaban esperando. He entrado al templo. Creía haber olvidado la profunda oscuridad de este sitio. Mi mirada tarda en acostumbrarse. Apenas distingo la gran cabeza. La luz que traigo de afuera ilumina otras cosas. Siempre han estado aquí, en la profundidad de la pirámide. En la tumba de mis dioses. Aquí están -los distingo poco a poco- los ancianos de espaldas cargadas y barbillas blancas. Aquí están los niños. Todos enterrados. Ahora lo entiendo. El me enseñó a distinguir "arriba" de abajo, ascender o descender.

Por eso ahora entiendo que entré a este recinto y bajé; que entré y descendí. Que allá arriba quedó la selva. Quedó el templo. Que ahora he bajado, he descendido a un lugar que es el mío, de donde jamás debí alejarme, porque aquí estamos todos debajo de la tierra. Enterrados para que no nos coman los animales. Enterrados para desaparecer devorados por la tierra, que no admite perdurar después de la muerte.