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Me rodean poco a poco los niños. Aprendo a mirarlos. Todos sonríen. Tienen dientes afilados. Se acercan a mí en cuatro patas. Son niños. Son animales. Son jaguares. Hablan y me dicen cosas, los ancianos, los niños-jaguar, se acercan o me atraen. No sé. No puedo resistirlos. Soy de aquí, me digo, nunca debí abandonar esta tumba, debí desaparecer a tiempo… antes de salir y conocer al hombre y aprender su lenguaje… Debí permanecer.

Oigo lo que los niños-jaguar me murmuran al oído, te atreviste, te atreviste, te atreviste a salir, renunciaste a ser piedra, ¿no entiendes que sólo siendo piedra te salvas de desaparecer?, ¿no has sabido siempre que en este país los cadáveres no sólo mueren, sino que son enterrados para disolverse en la tierra, desaparecer, no dejar ninguna traza de que vivieron, fundirse en lo invisible? ¿No entendiste que lo único que dura es la piedra, que tú y yo y la gran cabeza fuimos hechos de piedra para durar y que si escogemos salir y ser carne, vamos a morir y a desaparecer, cadáveres, en la tierra de humedades mortales?

¿No lo supiste siempre? ¿Por qué saliste? ¿Para qué te aventuraste? ¿No sabías, miserable de ti, que si renunciabas a ser piedra y salías a reclamar tu carne morirías y serías enterrada y desaparecerías para siempre? ¿No lo entendiste, pobre, miserable mujer?

Yo me toco a mí misma oyendo estas palabras de los niños. Me toco el pecho, el cuello, los brazos, preguntándome si la verdad es esto que siento o aquella que ellos me describen -la que siento que me libera aunque me mata y la que siento que me esclaviza aunque me eternice…-.

No sé cómo responderles a los niños-jaguar que me cercan y amenazan; no sé cómo contestar a la risa de los viejecillos barbados; no sé cómo vencer a la cabeza colosal y babeante que me mira desde siempre y para siempre.

Para siempre…, ¿salí alguna vez de aquí? ¿Conocí el mundo fuera de este lugar? ¿Recuerdo otro lugar menos oscuro, o sólo he imaginado que existe un lugar de luz?

No sé si veo lo que ya pasó y estoy ciega ante lo que sigue siendo… No sé quién soy. Si soy una figura de piedra que aquí yace y permanece, o la figura de carne que pasa afuera y desaparece para siempre…

La gritería de los niños-jaguar aumenta y me impide pensar con claridad. Son voces espantosas, mitad humanas, mitad bestias, mitad de hombre amenazante, mitad de hembra hambrienta de cópula, voces parturientas, voces de recién nacido, voces de la agonía. No sé para dónde volverme, escapar o sumirme para siempre en el silencio y la oscuridad.

Tampoco sé si esto último es posible. ¿No me han condenado ya? ¿No he transgredido mi propio destino saliendo de aquí y conociendo a un hombre que al tocarme me arrancó un grito y me devolvió al hoyo obscuro de los dioses?

Por un momento, dudo de que fue cierto lo que viví fuera de aquí. Viví un instante de reunión. Eso fue. El me habló del cuerpo y del alma. Por un momento, yo sentí que tenía eso, un cuerpo, un alma. Olvidé mi vida eterna aquí en el hoyo sagrado y entré a la vida que no dura y que por eso es ella, tentadora, total, porque no va a permanecer…

Los niños gritan. Los ancianos advierten. Si salgo de aquí, dejaré de existir un día. Seré sepultada en la tierra y desapareceré disuelta en el polvo.

Los ancianos callan. Los niños sc burlan. Ya saliste de aquí. Ya no serás nunca como nosotros. Vas a morirte aquí con nosotros. Nosotros -¡cómo chillan!- te veremos morir aquí adentro y nos reiremos de ti, serás un cadáver más, sólo que rodeado de nosotros, que nunca moriremos, sólo te veremos perecer poco a poco, carroña, muérete ya…

Si yo me resisto a la condena, es porque he conocido algo diferente. He visto algo fuera de este recinto. He conocido a un hombre que no me trata como piedra. ¿Qué me falta hacer?

Entonces sucede algo impensable antes. Los niños gritan chirriando. La gran cabeza babea. Los ancianos se encorvan aún más. Y yo caigo dormida.

Yo duermo.

Como vi al hombre de afuera dormir, ahora así duermo yo. La novedad del sueño me embriaga. El sueño me defiende de estos seres, ayer familiares, ahora enemigos detestados y que me detestan. Sueño por vez primera.

La gritería es insoportable.

6.

Cristóbal de Olmedo me dice que él sabe que vive algo excepcional y que teme regresar a la vida de todos los días (¿qué es eso?). Parece sonreír o murmurar.

– Ahora, pronto, o un día viejo y sin más cosa que mis recuerdos.

Yo estoy hincada ante él.

Pero tendré para siempre la certeza, mujer, de entender que la verdad es no sólo lo que se ve, sino lo que no se ve.

Él pone su mano sobre mi cabeza despojada de tocados sacros. Cabeza limpia. Cabellera negra.

– Dime, mujer, ¿eres como yo?, ¿eres igual a mí?

Yo asiento con la cabeza.

– Sí. Y él dice:

– Vamos a seguir juntos. Yo te bautizo Carolina Grau.

La tumba de Leopardi

A Lucas Formentor,

la hora italiana

"Es el último de su raza." ¿Mi padre decía esto con orgullo? "Su rostro y su andar lo delatan." Lo decía con desprecio. Y me obligaba a preguntarme, ¿soy el último?, ¿quién es el último?, ¿quién es el siguiente del último? Con estas frases trataba, a un tiempo, de vencer a mi padre, de exorcizarlo. Conocía de antemano la inutilidad de mis razones. Mi padre estaba allí para ser, él, el último de la raza. Yo era una intrusión, un mal chiste de la fortuna. Sin embargo, él toleraba el inútil afán de mi madre -tener más hijos- como una insensatez deseable. Si hubiese otros, yo no sería el último. Pues aunque otro -el Leopardi nonato- fuese el último de verdad (y no mi padre, ni yo) la estirpe tendría, si no la gloria de acabar para siempre (el deseo de mi padre), sí la fortuna de no acabar conmigo.

Yo me pregunto si ésta era la realidad detrás de mi relación conmigo mismo -la relación de Giacomo Leopardi con Giacomo Leopardi-. Mi padre me hacía sentir que yo era un extranjero en la gran mansión ancestral de Recanati. ¿Por qué estaba yo aquí? ¿Por qué aparecían cucarachas en los rincones? ¿Por qué colgaban las arañas del techo? Sabiendo esta disposición de mi padre, me miraba al espejo por la simple necesidad de duplicarme. Saberme dos era ya una especie de alivio ante el uno presente pero abocado a la muerte para acabar con la estirpe.

Ahora había más de dos cabezas en el espejo.

No sé si éste fue el motivo -tan simple y tan secreto- por el que, deseoso de ser otro, me convertí primero en dos ante el espejo.

Dos. Yo y mi reflejo. Tardé en darme cuenta de que mi imagen duplicada -yo y la del espejo- éramos tres: yo y dos en el espejo, mi reflejo y un intruso que era yo. Tardé en entenderlo. Creí que la vista me fallaba. Sólo cuando mi propia imagen me reflejaba fielmente pero la otra imagen -que también era yo- se empezó a mover con autonomía y aun con hilaridad -llegó a sacarme la lengua- me di cuenta de que esa nueva imagen era un tercer Giacomo Leopardi.

Me fui a dormir a temprana hora, como si las buenas e irregulares costumbres pudieran exorcizar esa gran broma de mi espejo, y la verdad es que no pude dormir, horrorizado por la siguiente idea: durante la noche, el cobertor se apartaría, la almohada vecina se acomodaría y otro cuerpo -mi propio cuerpo- vendría a acostarse a mi lado.

La idea me llenó de un miedo original -la invención del miedo-. Yo ya no sería yo si otro Giacomo se venía a acostar a mi lado. Y el yo original -el mío- agradecería, a pesar de todo, la cercanía de otro cuerpo en ese camastro desolado, donde nunca hubo más que un soñador -yo mismo-.

Me levanté y acudí al espejo.

Allí estaba mi reflejo, el acostumbrado, el que veía al afeitarme y al peinarme también. Qué poco me veía al espejo, dándole la razón a mi padre: "Su rostro lo delataba: es el último de su raza…".