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Las salamandras de Mantua no perdían sus agallas ni cerraban sus aperturas, ni cambiaban de esqueleto y musculatura, ni cambiaban de lengua, ni les crecen las bocas ni los párpados les cubren los ojos, ni transformaban sus propias calaveras.

Las salamandras cran una obra de arte. Decoraban el Palacio Té en Mantua desde siempre o para siempre. De aquí no se moverían más. Quien quisiera verlas debe viajar hasta aquí. Pronto. Rápido, porque las salamandras que la miraban desde la Sala de los Gigantes no querían que sólo las salamandras se escapasen -a la vez mito y biología- a la catástrofe de todas las cosas.

Carolina Grau entendió. Cerró los ojos y salió de la sala al sol.

4.

– ¿Qué ha pasado? -le preguntó Carolina a su marido cuando regresó al apartamento en la Ciudad de México.

Él no le contestó.

Ella lo vio desnudo, como siempre, en la recámara e imaginó que podemos ver como monstruos a los que no son como nosotros, pero el precio es ser vistos, también, como monstruos por ellos. Ella tuvo la tentación, en Mantua, de unirse a la salamandra, de formar parte de la tribu, de olvidar que era un ser humano. ¿Qué la devolvió a México, a su casa, a su marido? Sólo una cosa: saber si él la miraba ahora como una mujer distinta. Si él se daba cuenta de que ella, Carolina Grau, había cambiado. Si él imaginaba siquiera que su mujer podía pasar por una viajera desconocida vista por un poeta desde la ventana de una casa en Recanati, o la sirvienta de una pareja de ancianos en una aldea alpina; o una mujer indígena perdida entre una selva y una pirámide; o una madre cuyo hijo crece hasta convertirse en esto: el marido indeseable que ni siquiera la mira cuando regresa, como si ella fuese una extraña, como si ella no pudiese ser otra, ni siquiera ella misma, sino una mujer perdida en una fotografía acompañada del hijo que no tuvo o la mujer recordada por un prisionero que sólo quiere escapar de la cárcel para volverla a ver en una isla olvidada.

¿Todo esto? ¿Nada de esto?

– No preciso dañar a este hombre. Pero ¿y si este hombre me daña a mí? ¿Qué haré entonces?

Y pensó que nadie se va del mundo sin dejar, al menos, una víctima.

Sólo que el marido ni la miraba ni la escuchaba. Estaba matando cucarachas. Docenas y docenas de insectos de la noche que caminan despreocupados mientras él los mataba a pisotones, hasta darse cuenta de la presencia de Carolina.

– No sé por dónde se cuelan tantos bichos.

El arquitecto del castillo de If

Un recuerdo para Roberto Torreti,

en Chile

1.

– Una cárcel no tiene por qué ser fea -le dijo el jefe de la oficina de prisiones de Francia.

Cayo Morante lo escuchó sin decir palabra. Quería entender adónde iba el jefe.

– Los arquitectos de las cárceles creen que la fealdad del edificio aumenta la pena del prisionero. La arquitectura de la cárcel debe subrayar el sentimiento de castigo y culpa. ¿Ve usted?

Por cortesía, Cayo inclinó la cabeza como si entendiese las razones del jefe de la oficina.

– Usted, arquitecto Morante, es famoso por la belleza de sus construcciones.

Cayo inclinó de nuevo la cabeza, como quien da las gracias.

El jefe procedió a enumerar los grandes edificios, tumbas, templos que Cayo había levantado en todos los continentes. Recordó cosas que el propio arquitecto, siempre empeñoso en abrirse nuevos horizontes como creador, había olvidado.

– Sus casas de ventanas anchas, sin vitrales ni tracerías. Puro cristal, arquitecto. Casas de puro vidrio, expuestas al aire…

Cayo no supo si adoptar una postura de modestia. Quiso bajar la cabeza oyendo estos elogios. No pudo.

– Sus tempietti, Cayo, sus medallones ovalados, sus columnas salomónicas…

– Meras máquinas -se atrevió Cayo.

– ¡Ah! -exclamó el jefe, casi incorporándose desde su silla oficial, aunque su baja estatura lo hacía verse más pequeño de pie que sentado-. ¡Ah! ¡Meras máquinas! ¡No! ¡Clavecines oculares! ¡Prismas de colores! ¡La belleza esencial!

Cayo abandonó toda pretensión de humildad. La exaltación del pequeño burócrata permitía al arquitecto ubicarse en el terreno de la excelencia profesional. Ni más arriba, ni más abajo.

– No es difícil. Me entregan malos grabados. No es difícil superarlos. Recibo meros bocetos, ¿sabe? Me obligan a imaginar por mi cuenta…

Estas palabras excitaron al jefe de la oficina.

– ¿Y cuando no hay bocetos?

– Pienso en la persona a la que dedicaré mis obras…

El oficinista lo miró como un cura confesor sin cortina de separación.

– ¿La persona, arquitecto?

– Los espejos.

– ¿Perdón…?

Pienso en los reflejos de una obra, los destellos que puede emitir una tumba, una fachada, una…

– ¿Una cárcel? -se apresuró el burócrata.

– ¿Por qué no? -casi suspiró Cayo, cuya verdadera preocupación consistía en mantener secreta la devoción de su obra a una sola persona, la mujer que lo movía a ser, hacer, construir, sólo para ella, para impresionarla no, sólo para decirle de manera sólida, visible, palpable:

– Te amo, Carolina Grau.

2.

Cerró con premura el trato. Cayo Morante sería el arquitecto -el renovador- de la infame prisión del Castillo de If, infame pero famosa gracias a la novela de Alejandro Dumas, El conde de Montecristo, publicada entre 1844 y 1846, en una edición de Pétion y Baudry que hoy no se encuentra.

Este hecho suscitó el interés de Cayo: la edición original de Montecristo ha desaparecido. ¿Qué decía esa primera publicación? ¿Por qué se evaporaron sus páginas? ¿Quién nos asegura que la siguiente edición era idéntica a la primera? ¿Por qué las primeras ediciones escriben el nombre "Monte-Christo" y por qué, si no se conoce la primera versión de Monte-Christo, se conoce de sobra la noticia de la cual nace la novela que conocemos? Es ésta y es una pregunta.

¿Quién era François Picaud? ¿Un joven zapatero a punto de casarse con una rica heredera llamada Marguerite Vigouroux y denunciado por su rival en amores, Mathieu Loupain, un agente secreto de Luis XVIII? Encerrado en el Castillo de Fenestrelle durante siete años, Picaud jura vengarse al salir de la cárcel, se disfraza de cura italiano y procede con método a asesinar a los cómplices y al hijo de Loupain, hasta que una noche, en las Tullerías, Picaud, enmascarado, clava un puñal en el corazón de Loupain, el autor de sus desgracias. Picaud huye a Londres y confiesa sus crímenes en el lecho de la muerte.

¿De dónde obtuvo Picaud información y fortuna para llevar a cabo su venganza?

Encerrado varios días en la Biblioteca Nacional, antes de iniciar la remodelación del Castillo de If, Cayo Morante se enteró, leyendo las viejas crónicas del crimen, de que en la cárcel de Fenestrelle había otro prisionero, un abate italiano que antes de morir le legó a Picaud un tesoro enterrado en un añoso patio de Milán. El abate les daba esta noticia a todos los prisioneros de Fenestrelle. Nadie le creía. Salvo Picaud, quien al ser liberado, siguió las instrucciones del abate y desenterró el tesoro guardado en las entrañas de un palacio de la Vía Cappuccio.

Cayo leyó esas viejas noticias, pero en su ánimo escéptico permanecían demasiados misterios irresueltos. Demasiada "nota roja" e insuficiente "verdad". Faltaba, se repetía, la primera edición de Monte-Christo. ¿Qué había escrito Dumas en esas páginas perdidas? ¿Había, acaso, contado al revés la novela que conocemos? ¿Habría escapado el abate, engañando a Picaud -a Dantés- y abandonándolo a vivir -muriendo- o a morir -viviendo- en la cárcel?; Pensó