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Ninguno de los dos conocía bien Londres, pero a aquellas horas de la madrugada, las dos aproximadamente, resultaba más fácil, aunque el tráfico había aumentado de forma considerable y el trayecto desde el río hasta Kensington y Notting Hill se les antojó interminable. Burden había querido atravesar el parque, pero lo encontró cerrado, por lo que se vio obligado a enfilar Kensington Church Street y adentrarse en el laberinto de Bayswater Road y Egware Road.

– Se nota a la legua que nunca has hecho las prácticas -masculló Wexford.

– ¿Qué practicas?

– Las que hacen los taxistas antes de convertirse en taxistas. Recorren la ciudad en bicicleta con un mapa en la mano para aprenderse todos los recovecos.

– Perdona, pero soy policía y me las arreglaré -espetó Burden muy digno.

Sin embargo, al cabo de cinco minutos tuvo que preguntar si podía aparcar sobre una línea amarilla.

– A partir de las seis y media no pasa nada -aseguró Wexford con más seguridad de la que sentía.

Se hallaban en Fitzhardinge Street, cerca de la plaza Manchester. No se veía a nadie, y reinaba el silencio más absoluto que puede reinar en el centro de Londres. El tráfico seguía fluyendo en la cercana Baker Street, creando un murmullo constante. Se apearon del coche, cruzaron la calle y se detuvieron ante la entrada de la caballeriza.

Se llegaba a ella por un arco situado en el lado sur de Fitzhardinge Street. La calle estaba bien iluminada, por lo que casi parecía de día, pero en el interior de la caballeriza, al otro lado del arco de piedra arenisca, una sola farola alumbraba con su luz amarilla los adoquines. Algunos de los edificios del patio consistían en una planta sobre un garaje, otros eran angostas casas victorianas de tejado plano o de una sola agua, construidas para los cocheros que trabajaban a las órdenes de los moradores de la plaza Manchester, pero ahora embellecidas con azoteas ajardinadas o macetas en las ventanas, porches y puertas nuevas, y convertidas en viviendas extremadamente caras.

– Si vivieras aquí, quiero decir en Londres, no tendrías que preocuparte por las marismas, los fríganos ni los habitáis de las mariposas. Aquí no tienen nada que perder porque no existen.

Burden lo miró asombrado.

– Oye, a mí no preocupan esas cosas pero me gusta vivir en el campo.

– Ya lo sé -repuso Wexford antes de añadir, en un intento de no mostrarse paternalista y mezquino-: Qué bien que recordaras esta dirección. No sé si yo habría podido.

– El nombre de soltera de mi madre era Fitzharding, sin e al final -explicó Burden.

Se adentraron en el patio. Ante la casa que pretendían visitar, el número cuatro, se veían dos macetones verdes en los que crecían sendos laureles, cuyas coronas eran esferas de hojas oscuras. La puerta principal se hallaba a un lado, con dos ventanas de guillotina a la derecha y otras dos encima. No se veía una sola luz. En todo el patio sólo había una ventana iluminada, y estaba en el extremo más alejado, en la pared que daba a Seymour Street.

Wexford llamó a la puerta del número cuatro. Pese a que aquella casa no estaba dividida en pisos, tenía un interfono con rejilla de latón. No esperaba obtener respuesta, y no la obtuvo ni entonces ni después de llamar por segunda vez. Golpeó la puerta con los nudillos y empujó varias veces la tapa del buzón para hacer más ruido.

Todo aparecía sumido en la oscuridad y el más completo silencio. No había ninguna ventana abierta, pero Wexford sabía que la casa no estaba vacía. Sentía la presencia de sus ocupantes, aunque no sabía cómo, tal vez por una extraña intuición que los seres humanos habían descartado ya hacía tiempo pero que los animales comprendían a la perfección. Una suerte de tensión que aumentaba hasta hacerse intolerable se apoderó de él desde el interior de la casa, a través de las paredes claras y las ventanas cerradas. Casi palpitaba, como si en lugar de personas, el edificio albergara a un monstruo acechante que respiraba rítmicamente y flexionaba las garras, a la espera…

– Ahí dentro hay alguien, sí, señor. Están aquí -comentó Burden, que al parecer sentía algo parecido.

– Arriba -musitó Wexford-. En la oscuridad, detrás de esas cortinas.

Volvió a llamar al timbre y aplicó la oreja a la rejilla de latón. De repente sucedió algo extraño. En el otro extremo de la línea, alguien descolgó el auricular y emitió un sonido que parecía un suspiro o el susurro del viento al abrirse una puerta. El suspiro debería haber ido seguido de una voz, pero Wexford no oyó ninguna voz. Allá arriba, alguien tenía el auricular del interfono descolgado, pero sin hablar.

– Inspector jefe Wexford e inspector Burden, de la policía de Kingsmarkham – se presentó, sin recordar a tiempo que debería haber añadido Brigada Criminal-. Abran la puerta y déjennos entrar, por favor.

La persona colgó el auricular antes de que pronunciara la última frase.

– ¿Recuerdas lo que dijo Dora? -preguntó a Burden-. ¿Recuerdas que nos contó que había intentado derribar la puerta del baño y nos preguntó si lo habíamos intentado alguna vez? Todos lo habíamos hecho.

Burden volvió a llamar a la puerta con una sonrisa.

– Abran o nos veremos obligados a derribar la puerta -espetó cuando descolgaron.

La puerta se abrió cuando Burden ya había retrocedido los pasos necesarios para tomar carrerilla y echaba a correr para propinarle un fuerte puntapié. Vieron a un hombre envuelto en un batín de seda azul sobre pijama color crema. Era alto y delgado, y el escote en pico del batín permitía entrever una alfombra de vello entre rubia y blanca. Tenía el cabello entrecano y, pese a que no se parecía demasiado a la fotografía que de él habían visto, la similitud de sus rasgos faciales con los de su hijo era innegable.

No dijo nada, sino que se limitó a permanecer inmóvil. A su espalda, una mujer bajaba muy despacio la estrecha escalera de la casa. Primero vieron sus pies calzados en zapatillas rojas, luego sus tobillos desnudos y el dobladillo rígido de una bata acolchada de color también rojo que le llegaba a las pantorrillas, y por fin el resto de su cuerpo y el rostro pálido, tenso y ceñudo, preparado para lo que se avecinaba.

– ¿Owen Kinglake Struther? -preguntó Wexford.

El hombre asintió.

– Tiene derecho a guardar silencio, pero su defensa podrá verse perjudicada si en el interrogatorio silencia algo que luego mencione ante el tribunal. Todo lo que diga…

27

El día había amanecido brumoso y fresco, una mañana otoñal de niebla quebrada por pálidos rayos de sol. Al cabo de un rato, sin embargo, la niebla se había disipado para dar paso a un sol radiante. Wexford alzó la mirada hacia el azul intenso del cielo y bendijo al sol por brillar cuando él quería. El sol les permitiría ver lo que quería ver.

Vine había conseguido la orden de registro. Irían en dos coches, y Wexford pediría refuerzos si los necesitaba, tal vez incluso aunque no los necesitara. Debería estar cansado, pues él y Burden no habían dormido más de dos horas, pero lo cierto era que estaba eufórico, rebosante de adrenalina, con cada nervio del cuerpo alerta, a flor de piel.

Todo había ido bien la noche anterior. Tras entrar en la casa de Fitzhardinge Mews, todo había marchado sobre ruedas. Los Struther habían capitulado con la serenidad, la resignación y el conformismo propios de la clase media. Lo curioso era que ninguno de los dos creía haber hecho nada demasiado terrible.

– Lo planeó todo mi marido -explicó Kitty Struther con orgullo-. Fue todo idea suya y sólo suya. El resto…, bueno, nos vimos obligados a reclutarlos para… engrosar nuestras filas, por así decirlo.

– Kitty -terció Owen Struther.

– Bueno, ya ha acabado todo, ¿no? Ya no importa lo que digamos -Se volvió hacia Wexford-. Era su mujer, ¿verdad? Y también estaba el chico y la…, bueno, la chica de color. Saltó ella, no la empujó nadie. Me pregunto qué le contaría su mujer de nosotros. Montamos un espectáculo estupendo, como dos profesionales. Owen era el soldado aguerrido y yo, la pobre mujercita aterrorizada.