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– No tienes perros, Manolo.

– Pues por eso.

Nos reímos. Llegó Juan Hernández con su mujer. Su exagerada deferencia al saludarme me puso en guardia -pese a que sé lo bien que le caigo- porque en Roquedal la mucha cortesía es siempre ficticia, como los gestos que imitan los monos o las palabras de las cotorras (en la ciudad no importa, ya que la cortesía ficticia es la única posible), y el roquedeño la usa cuando busca algo; aunque es difícil discernir lo que busca Juan, pues su conducta es jánica, bifronte. Se acercó a nuestra mesa y me tendió la delgadez de su mano:

– Escritora, mucho me alegro de verla. -Y, sin permitirme replicar, altanero, volviendo la cabeza casi con desprecio-: Que pase un buen día.

¿Se burlaba? No lo creo. Si Juan escribiera un libro, la mitad lo dedicaría a contradecir lo escrito en la otra mitad. Su personalidad, como la de la piedra filosofal soñada por los alquimistas, consiste en la oposición de los contrarios, el yin y el yang de la metafísica oriental. Sus días pueden ser «frescos» aunque él mismo admita que hace «un calor espantoso»; la lluvia es «saludable» aunque «mala para el cuerpo». No obstante, se resume en un hombre cortés y tranquilo, el farmacéutico estándar, y no carece de ironía. No es tan serio como aparenta, lo que ocurre es que su delgadez de quijote lo entenebrece. ¡Quizá él es mi asesino Negro!

Pero ¿por qué le estoy contando a usted todo esto? Sepa que mis investigaciones me llevarán, por fin, a desenmascararlo. Y aunque así no fuera, no me importa. Me hallo demasiado atareada con Faulkner para seguir haciéndole caso. ¡Adiós!

* * *

Prescinda de Faulkner y continúe con mi enigma; comprobará que es bastante más satisfactorio. La razón es sencilla: descubrirme le costará mucho más esfuerzo, y no le servirá de nada, porque yo la mataré. De este modo, su afán resultará completamente inútil, así que podrá malgastarlo cuanto quiera. Muy al contrario de lo que comúnmente se piensa, el tiempo se pierde a gusto cuando se tiene la seguridad de perderlo por gusto. Todo intento es fútil; cada hazaña está preñada de un fracaso inexorable; cualquier empeño constituye un desastre lejano… Pero, ah, qué diferencia saberlo.

Véase, si no, la mosca.

La mosca

Ahora, por ejemplo, me distrae una mosca que golpea obcecadamente el cristal de mi ventana. Buen símbolo. Si no desea adoptar el papel de víctima, adopte al menos el de insecto: observe el ineludible vidrio contra el que se decapita una y otra vez, la luz mortal hacia la que se abalanza hipnotizada. Percíbase mínima, reacia y luchadora, y así comprenderá la vanidad de sus esfuerzos. Y cuando mi mano la aplaste -como hago ahora con su avatar-, agradecerá la anestesia del golpe finaclass="underline" el dolor no cabe en un cuerpo tan pequeño.

Venga, venga, reconozca que soy divertido. Piense un poco en mí. Le ayudaré con un pequeño test.

Test

¿Puedo ser Manolo Guerín?

¿Puedo ser Juan Hernández?

¿Quién podría ser si no fuera ninguno de ellos?

¿No le tienta resolver mi enigma? Haga cábalas: es la mejor forma de aguardar la muerte en la vida.

* * *

Respuestas

a) Manolo Guerín es un individuo trágico, pero si mi asesino Negro es él, entonces es que no conozco a las personas: odia la improvisación, según creo, y no lo dejaría todo al arbitrio de mi santa voluntad; tampoco aguardaría bajo el relente para dejar o coger cartas en el muro que rodea mi casa, no es ése su estilo de riesgo ni creo que se halle en forma para llevarlo a cabo con frecuencia, y si me está leyendo, que me contradiga. No obstante, si él es usted, tendré que perdonarle: sus intenciones de sorprenderme son genuinas, aunque posea las dudosas virtudes de la palabra inoportuna, la pesadez moral y la crítica apresurada. Yo creo que Manolo juega a ser mayor, lamentarse de serlo, obligar a los demás a que lo admitan y conseguir el respeto de la edad a base de rechazarlo; muy sutil lo suyo. Sin embargo, su introversión no le impide tener fama de mujeriego, y él contribuye con un aspecto intrigante: pelo blanco y lacio con mechones amarillo-orín; tupidas cejas negras sobre los ojos azul oscuros, muy brillantes al fondo del todo, como túneles; ropa sencilla pero al mismo tiempo chocante, siempre un jersey y una camisa, haga el tiempo que haga, y unos tejanos desteñidos. Es un viejo rey cíclope en el país de los ciegos, pero me admite como la subdita más importante, lo que no debió de serle fácil al pobre, porque aquí se le tenía por el único intelectual con denominación de origen, y ello, pese a todas las connotaciones negativas que conlleve tal reputación en un pueblo, es un título que se ostenta con demasiado orgullo para que venga una advenediza madrileña -una mujer- a disputárselo de buenas a primeras.

b) Juan Hernández es más serio, pero quizá no tan aficionado como Manolo a las especulaciones metafísicas. Naturalmente que le agrado, me lo ha dicho en más de una ocasión y no es ningún secreto. Sin embargo, conmigo es aún menos osado, a su modo, que el propio Guerín, y pertenece a ese grupo de caballeros que se ríen con los hombres y se entristecen con las mujeres. Mucho me sorprendería que hubiese elegido este retorcido sistema para que nos conociéramos, pero los caminos del machismo son insondables. Además, en su mirada de andaluz noble se esconde un cuarto de Barbazul que me hace sospechar que sería capaz de las más abyectas perversiones. No obstante, cultiva un miedo sincero por su mujer, que es esférica y se viste con blusas de lunares cosmogónicos todos los domingos y festivos; la evita al dirigirse a mí, y su actitud pierde un miligramo de seriedad cuando ella se ausenta, como si su peso, no sólo corporal, le abrumara de continuo. En la farmacia se vuelve consejero, y, al igual que todos los consejeros que sólo lo son en un mismo lugar, pretende tiranizar: le hace mal efecto que me lleve somníferos, que para él son «perjudiciales, sabe usted» (aunque al mismo tiempo afirme que «mejoran mucho los nervios»), pero ha depositado la confianza de Abraham en la aspirina Bayer, y es de los que piensan que un «salicilato» arregla casi cualquier cosa. No, no: a Juan lo descarto, a menos que haya un segundo Juan dentro del primero, amargo y duro como el hueso del albaricoque.

c) ¿Quién más me queda? Como la gracia de todo esto (si es que la hay, que yo no la veo) estriba, señor mío, en que pueda desenmascararlo, las posibilidades se agotan por sí mismas: ¿Roberto Torres, el médico? ¿Fernando, el párroco? ¿Quizá don Baltasar, el loco de la carretera del cementerio? Prefiero descubrir sus ideas, que no su identidad, la cual, me temo, llegaría a frustrarme si la conociese. Eso de «todo intento es fútil» de su carta anterior me parece pesimista pero auténtico: llevo veinte páginas de mi frustrado manuscrito intentando expresar el mismo pensamiento. Y me pregunto: ¿qué queda del sentido de las cosas a los cuarenta años de edad? Hablemos de esto, no de quién pueda ser mi Negro. Según sus propias palabras, siempre perderemos el tiempo, pero ésta es la forma que yo elijo de perderlo.

* * *

Tiene RAZÓN, como siempre; yo apenas poseo otra cosa que DESEOS DE MATARLA. Me dice: «Hablemos de esto y no de lo otro»; le respondo: «Adelante, es una intención loable». Pero… ¡descubrir mis ideas! Imagíneme como un enorme abismo: si me pregunta, oirá su propia voz devuelta con el eco. No avance hacia mí sino hacia usted. Y, si quiere, inténtelo: descubrirá que camina en círculo. Soy insignificante. Mi único valor, si alguno poseo, reside en su afán de vivir, no en mi intención de matarla, que es cierta pero invisible como la razón de la lluvia. Por lo mismo, me hallo inseparablemente unido a su persona. Que la abandonen los que más la aman resulta doloroso pero comprensible, porque el tiempo es capaz de extinguirlo todo. Sin embargo, yo, que busco su muerte, ¿cómo podría dejarla antes de que ésta se produjera? Le aseguro, señorita, que pretendo serle fiel hasta la muerte.