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José Carlos Somoza

Cartas de un asesino insignificante

But it's the dead folks that do him the darnage. It's the dead ones that lay quiet in one place and don't try to hold him, that he can't escape from.

William Faulkner, Light in August

Nota del editor

La imaginación es un palacio abstracto. No debe dársele mayor importancia a la correspondencia que sigue de la que permite deducir su lectura completa. Se publica tal como llegó a nuestras manos, incluso las cartas inacabadas o interrumpidas. Todos los personajes descritos en ellas existen o han existido. Todos, salvo uno. La persona que me las envió, me rogó encarecidamente que no desvelara bajo ningún concepto la identidad de este personaje irreal. No importa: sé que el lector la descubrirá por sí mismo.

Estimada señorita. Voy a matarla y usted lo sabe, así que me asombra su silencio. La flor del almendro ya destella de blancura en las ramas, pero no advierto la flor de sus cartas en el muro. Eso no es lo convenido. Yo me tomo en serio mi papel de verdugo: haga lo mismo con el suyo de víctima. Le sugiero, por ejemplo, que se vuelva romántica.

He aquí algunos ejercicios.

Ejercicios románticos

a) Aproveche la geofísica de Roquedal. El viento tiene fuerza en los pueblos costeros: escuche atentamente su silbido cuando azota las ventanas de su casa. Pensará: «No puede sen No es el viento. Es el horror».

El mar y la soledad. Camine sola hacia la playa a horas inusuales, idealmente el crepúsculo, y diríjase al espigón. Acceda a salpicarse con los rociones de espuma. Contemple la poderosa túnica azul oscura y la guadaña blanca de las olas. Y hágase nuevas preguntas: «¿Qué significa esta gélida mortaja? ¿Cómo es posible que esto sea "el mar"? ¿Cómo he podido pensar alguna vez que esto era "el mar"?».

De noche, escoja la ruta de los solares, hacia el norte, para que las luces del pueblo no la estorben. Entonces levante la cabeza y observe detenidamente las estrellas. Piense en la Tierra con minúsculas: tierra, un pedazo de ella que gira sin vértigo en la pulcritud del espacio. Concédale, en cambio, mayúsculas a la luna: Luna, una roca helada y blanca, un satélite muerto. Y piense: «En teoría, mientras admiro esta negrura, debería amar. Pero ¿acaso podemos amar bajo la noche?». Haga como si, por un descuido, el mundo se le hubiese caído en la oscuridad y usted lo perdiera.

Aceche los ángulos de las paredes; perciba el inagotable trajín de los fantasmas; vague por los pasillos hasta que un espejo emboscado la sorprenda; encienda velas y columbre la forma de las sombras; plántese en medio de la oscuridad y recele de su propio cuerpo respirador.

e) Y si no puede evitarlo, ríase. Pero descifre la risa, compruebe su semejanza con la agonía -garganta convulsa, espasmos de vientre, gritos-. Cese de reír riéndose.

Sobre su muerte, señorita, elaboramos una ilusión: la de que todo lo que usted haga antes de morir será trascendental. La solución perfecta consiste en que se vuelva romántica.

* * *

Mi inestimable señor. Ya sé quién es usted. No te escondas tras las palabras, Luis, que destacarías hasta en un desfile de locos. No es preciso ser psicópata para interesarle a una escritora cuarentona como yo, por mucho que me dedique a traducir a Faulkner. Además, te tomas demasiadas confianzas, dado lo poco que nos conocemos: apenas un intercambio de cervezas en la Trocha y un mal día, o una mala noche, para ser exactos, en que me invitaste a tu casa de más allá del espigón con el pretexto de mostrarme tus nuevos cuadros y la encontré invadida por: a) una pareja de yonquis germanos que apenas hablaban mi idioma; y b) una escuálida y alienada pintora fuengiroleña que parecía no hablar ningún idioma. Recuerdo que la copa en que me escanciaste el vino estaba orlada de labios fósiles y que la fondue resultó un engrudo incomible. Y lo mejor: cuando desertaste de la espantosa conversación para ensayar con la flauta en la terracita y los demás nos pusimos a escucharte como cobras hipnotizadas. La verdad, confiaba en que la velada fuera más íntima. No por nada: ya te dije en cierta ocasión que padezco una especie de claustrofobia social, y no soporto la asfixia de dos o más personas hablando a mi alrededor. Añadiré que no soy de tu época, de igual forma que tú tampoco eres de ésta, porque -seamos sinceros, Luis- tu trasnochado aspecto hippy, con chaleco de cuero abierto, tejanos raídos y el make love not war colgado del cuello podrá parecer rebelde en el pueblo, pero queda carrozón para los tiempos que corren. No obstante, debo admitirlo, eres el mejor Joe Christmas de Roquedal, el número uno de la lista de los candidatos a Negro, palabra de la señorita Burden.