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Cuando Sue se marchó a finales de año, Chris volvió a olvidarse de ella. No siguió sus ilustres pasos como representante de los alumnos, pese a que gozó de un año positivo, según su criterio, pero poco estimulante. Jugó con el segundo equipo de criquet del instituto, quedó quinto en la carrera a campo traviesa contra el instituto de Grimsby y le fue lo bastante bien en los exámenes finales para que no fueran dignos de mención ni en un sentido ni en otro.

Chris, no bien hubo abandonado el instituto, recibió una carta del Ministerio de Defensa, en la cual se le ordenaba presentarse en la oficina de reclutamiento local para cumplir el servicio militar, un período de dos años obligatorio para todos los chicos de dieciocho años. Chris no tenía elección en la materia, salvo decantarse por el ejército, la armada o las fuerzas aéreas.

Eligió la RAF, y hasta dedicó un fugaz momento a preguntarse si le gustaría ser piloto de aviones a reacción. Una vez que hubo pasado el examen médico y rellenado todos los impresos necesarios en la oficina de reclutamiento de la localidad, el sargento de guardia le entregó un billete de tren para un lugar llamado Mablethorpe. Debía presentarse en el cuartel a las ocho de la mañana el primer día del mes siguiente.

Chris se sometió al adiestramiento básico, junto con otros ciento veinte reclutas, durante las doce semanas siguientes. Enseguida descubrió que solo un aspirante entre mil era elegido para ser piloto. Chris no fue ese uno entre mil. Al cabo de las doce semanas le dieron a elegir entre trabajar en la cantina, el comedor de oficiales u operaciones de vuelo. Optó por operaciones de vuelo y le destinaron a los almacenes.

Fue cuando se presentó en su puesto el lunes siguiente cuando volvió a encontrarse con Sue o, para ser más precisos, con la cabo Sue Smart. Como no podía ser de otro modo, estaba a la cabeza de la fila, esta vez dando instrucciones sobre el trabajo. Chris no reconoció al instante a su antigua compañera de estudios, vestida con el elegante uniforme azul y el pelo casi oculto bajo una gorra. En cualquier caso, estaba admirando sus piernas bien torneadas cuando ella dijo:

– Haskins, preséntese al intendente.

Chris levantó la cabeza. No había olvidado aquella voz.

– ¿Sue? -preguntó vacilante.

La cabo Smart levantó la vista de su tablilla y miró al recluta que había osado llamarla por su nombre. Reconoció el rostro, pero fue incapaz de identificarlo.

– Chris Haskins -dijo él.

– Ah, sí, Haskins -repitió ella, y vaciló antes de añadir-: preséntese al sargento Travis en los almacenes y él le informará sobre sus tareas.

– Sí, cabo -repuso Chris, y desapareció al instante en dirección a los almacenes. Mientras se alejaba, no se dio cuenta de que Sue le seguía con la mirada.

Chris no volvió a coincidir con la cabo Smart hasta su primer fin de semana de permiso. La vio sentada al otro extremo de un vagón de tren en el viaje de regreso a Cleethorpes. No hizo el menor intento de acercarse a ella e incluso fingió no haberla visto. Sin embargo, se descubrió alzando la vista de vez en cuando para admirar su esbelta figura. No recordaba que fuera tan guapa.

Cuando el tren paró en la estación de Cleethorpes, Chris vio que su madre hablaba con otra mujer. Supo al instante quién era: el mismo pelo rojo, la misma figura esbelta, las mismas…

– Hola, Chris -le saludó la señora Smart cuando se reunió con su madre en el andén-. ¿No iba Sue en el tren contigo?

– No me he fijado -contestó Chris, y en ese momento llegó Sue.

– Supongo que os veis a menudo, ahora que estáis en el mismo campamento -comentó la madre de Chris.

– La verdad es que no -dijo Sue procurando aparentar desinterés.

– Bien, será mejor que nos vayamos -dijo la señora Haskins-. He de preparar la cena a Chris y a su padre antes de que se vayan a ver el fútbol -explicó.

– ¿Te acordabas de él? -preguntó la señora Smart, cuando Chris y su madre se alejaron hacia la salida.

– ¿De Haskins el Presumido? -Sue vaciló-. No puedo decir que sí.

– Ah, así que te gusta, ¿eh? -dijo la madre de Sue con una sonrisa.

Cuando Chris subió al tren el domingo por la noche, Sue ya estaba sentada en su sitio, al final del vagón. Chris estaba a punto de pasar de largo y buscar un asiento en el siguiente vagón, cuando le oyó decir:

– Hola, Chris, ¿lo has pasado bien el fin de semana?

– No ha ido mal, cabo -respondió Chris, y se detuvo a mirarla-. Grimsby ganó a Lincoln por tres a uno, y me había olvidado de lo bueno que es el pescado frito con patatas fritas de Cleethorpes comparado con el del campamento.

Sue sonrió.

– ¿Quieres sentarte conmigo? -preguntó, y dio unas palmaditas en el asiento contiguo-. Creo que puedes llamarme Sue cuando no estemos en el cuartel.

Durante el viaje de regreso a Mablethorpe, Sue monopolizó la conversación, en parte porque Chris estaba fascinado por ella (¿podía ser la misma chica flacucha que le daba la leche cada mañana?), y en parte porque él sabía que la burbuja estallaría en cuanto pisaran el campamento. Los suboficiales no confraternizaban con la tropa.

Se separaron a las puertas del campamento y cada uno fue por su lado. Chris regresó al cuartel, mientras Sue se encaminaba hacia las dependencias de los suboficiales. Cuando Chris entró en su barracón para reunirse con sus compañeros, uno de ellos estaba presumiendo de la chica de la RAF con la que se había acostado. Hasta dio detalles concretos y describió cómo eran las bragas de la RAF.

– Azul oscuro, con una goma elástica gruesa -aseguró a sus hipnotizados oyentes.

Chris se tumbó en la cama y dejó de escuchar la improbable historia, mientras sus pensamientos volvían a Sue. Se preguntó cuánto tardaría en volver a verla.

No tanto como temía, porque, cuando fue a comer a la cantina al día siguiente, vio a Sue sentada en una esquina con un grupo de chicas del centro de operaciones. Tuvo ganas de acercarse a su mesa y, como David Niven, pedirle una cita sin más. Echaban una película de Doris Day en el Odeon y creía que a ella le gustaría, pero habría atravesado un campo sembrado de minas antes que interrumpirla a la vista de sus compañeros.

Chris eligió los platos en el mostrador: sopa de verduras, salchichas con patatas fritas y natillas. Fue con la bandeja al otro lado de la sala y se sentó con un grupo de compañeros. Estaba atacando las natillas, cuando sintió que una mano le tocaba el hombro. Se volvió y vio a Sue, que le sonreía. Todos los de la mesa dejaron de hablar. La cara de Chris se tiñó de rojo.

– ¿Haces algo el sábado por la noche? -preguntó ella. El rojo pasó a púrpura cuando Chris negó con la cabeza-. Estaba pensando en ir a ver Doris Day en el Oeste. -Hizo una pausa-. ¿Quieres acompañarme? -Chris asintió-. ¿Qué te parece si nos encontramos ante las puertas del campamento a las seis? -Otro gesto de asentimiento. Sue sonrió-. Hasta entonces, pues.

Chris se volvió y vio que sus amigos le miraban asombrados.

Chris no recordaba gran cosa de la película, porque se pasó casi todo el rato intentando reunir el valor necesario para rodear el hombro de Sue con el brazo. Ni siquiera lo logró cuando Howard Keel besó a Doris Day. Sin embargo, después de salir del cine y volver hacia el autobús que esperaba Sue cogió su mano.

– ¿Qué vas a hacer cuando hayas terminado el servicio militar? -preguntó Sue cuando el último autobús les llevó al campamento.

– Trabajar con mi padre en los autobuses, supongo -dijo Chris-. ¿Y tú?

– En cuanto haya servido tres años, he de decidir si quiero ser oficial y hacer carrera en la RAF.