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»El segundo lord Kennington, al igual que su monarca, no mostró el menor interés por el ajedrez, de modo que el juego fue acumulando polvo en una de las noventa y dos estancias de Kennington Hall. Como hubo pocos episodios históricos dignos de mención durante las tranquilas vidas del tercero, cuarto, quinto y sexto lord Kennington, solo podemos suponer que el juego continuó en su sitio y que las piezas nunca se movieron sobre el tablero. El séptimo lord Kennington sirvió como coronel en el duodécimo batallón de los Light Dragoons en la época de Waterloo. El coronel jugaba al ajedrez de vez en cuando, de modo que desempolvaron el tablero y las piezas y los trasladaron a la Galería Larga.

»El octavo lord Kennington murió durante la carga de la brigada ligera; el noveno, en la guerra de los bóers, y el décimo, en Ypres. El undécimo, un playboy, tuvo una existencia más plácida, pero al final, por motivos pecuniarios (Kennington Hall necesitaba un nuevo tejado), se vio obligado a abrir su casa al público. Todos los fines de semana recibían ingentes cantidades de visitantes, a quienes por una pequeña suma se permitía recorrer la mansión. Cuando entraban en la Galería Larga, se topaban con la obra maestra china sobre su pedestal, rodeado de un cordón rojo.

»Debido a las numerosas deudas, que las aportaciones del público no podían sufragar, lord Kennington se vio obligado a vender varias reliquias familiares, entre ellas el Juego Kennington.

»Christie’s fijó una cifra inicial de cien mil libras por la obra maestra, pero el mazo del subastador dio como cantidad definitiva doscientas treinta mil.

»La próxima vez que vayas a Washington -añadió Max entre calada y calada-, podrás ver el Juego Kennington original, que ahora forma parte de la colección Mellon. Este sería el final de mi historia, si el undécimo lord Kennington no se hubiera casado con una bailarina de striptease norteamericana, quien dio a luz un hijo. Este chico poseía una cualidad que el linaje Kennington no conocía desde hacía varias generaciones: cerebro.

»El honorable Harry Kennington se convirtió, pese a la desaprobación de su padre, en administrador de fondos de inversión libre y, de esta forma, en heredero natural del primer lord Kennington. Era un hombre que navegaba por los mercados de valores con la misma facilidad con que su antepasado bucanero había surcado los mares. A los veintisiete años Harry había conseguido su primer millón comprando empresas en crisis para vender sus bienes. Cuando heredó el título, ya era presidente del Kennington´s Bank. Lo primero que hizo con su recién adquirida riqueza fue emprender la empresa de devolver su antigua grandeza a Kennington Hall. No permitió bajo ningún concepto que el público pagara cinco libras por aparcar el coche en los jardines.

»El duodécimo lord Kennington, al igual que su padre, se casó también con una mujer notable. Elsie Trumpshaw era hija del propietario de una fábrica de algodón y producto de la educación del Cheltenham Ladies’ College. Como para cualquier muchacha de Yorkshire con amor propio, para Elsie la expresión “Si cuidas de los peniques, las libras cuidarán de sí mismas” era un credo, no un tópico.

»Mientras su marido estaba ausente ganando dinero, Elsie era sin duda la dueña de Kennington Hall. Tras pasar sus años de formación llevando los vestidos usados y los libros manoseados de su hermana, y más tarde tomando prestado su lápiz de labios, fuera cual fuese el color, estaba muy capacitada para ser la guardiana de una fortuna familiar. Con habilidad consumada, diligencia y excelente administración, se encargó del mantenimiento y la conservación de la mansión recién restaurada. Si bien no le interesaba el ajedrez, ver la vitrina vacía de la Galería Larga provocó su irritación. Solucionó el problema por fin mientras visitaba un mercadillo de la localidad y, al mismo tiempo, cambió la suerte de muchas personas, entre ellas, yo.

Max apagó su segundo cigarrillo, y al ver que no liaba otro de inmediato me quedé más tranquilo, pues nuestra pequeña celda empezaba a parecerse a la estación de Paddington en la época de las locomotoras de vapor.

Una lluviosa mañana de domingo, Elsie deambulaba por un mercadillo de Pudsey. Solo iba a dichos acontecimientos cuando llovía, pues eso aseguraba pocos curiosos y la posibilidad de regatear con más facilidad. Estaba mirando un montón de ropa, cuando se topó con el tablero de ajedrez. Las casillas rojas y blancas despertaron recuerdos de una fotografía que había visto en un catálogo antiguo de Christie’s, que databa de la época en que se había vendido el juego original. Elsie regateó un rato con el hombre que se hallaba de pie detrás de un viejo Jaguar y acabó pagando veintitrés libras por el tablero de marfil.

Cuando Elsie regresó a la mansión, colocó el recién adquirido tablero en la vitrina vacía y descubrió con placer que parecía hecho a medida. La coincidencia no despertó sus sospechas, hasta que su tío Bertie le aconsejó que lo mandara tasar… a efectos de la compañía de seguros, dijo.

Poco convencida, pero incapaz de decepcionar a su tío, Elsie llevó el tablero a Londres durante una de sus visitas mensuales a la tía Gertrude. Lady Kennington (en Londres siempre era lady Kennington) se pasó por Sotheby’s camino de Fortnum & Masón. Un joven empleado del departamento chino preguntó si su señoría sería tan amable de volver por la tarde, momento en el que sus expertos ya habrían tasado el tablero.

Elsie regresó a Sotheby’s después de un relajado almuerzo con su tía Gertrude. La recibió un tal señor Sencill, director del departamento chino, el cual le dijo que no cabía duda de que la pieza era de la dinastía Ming.

– ¿Pueden valorarla… a efectos del seguro? -preguntó Elsie.

– Dos mil, dos mil quinientas libras, señora -respondió el señor Sencill-. Los tableros de ajedrez Ming son muy comunes -explicó-. Son los trebejos los que escasean, y un juego entero… -Alzó las manos y unió las palmas, como si rezara al dios desconocido de los subastadores-. ¿Está pensando en vender el tablero? -preguntó.

– No -contestó Elsie con firmeza-. Al contrario, estoy pensando en completarlo.

El experto sonrió. Al fin y al cabo Sotheby’s no es otra cosa que una casa de empeños con pretensiones, en la que compra o vende cada generación de aristócratas.

Al llegar a Kennington Hall, Elsie devolvió el tablero a su lugar de honor en el salón.

Tía Gertrude puso la bola en movimiento. El día de Navidad, regaló a su sobrina un peón blanco. Elsie colocó la pieza en el tablero vacío. Parecía muy sola.

– Ahora, querida, a ver si completas el juego en vida -retó la anciana, ignorante de la cadena de acontecimientos que iba a poner en marcha.

Lo que había empezado como un capricho, como resultado de una visita a un mercadillo de Pudsey, se convirtió en una obsesión cuando Elsie empezó a buscar por todo el mundo las piezas que faltaban. El primer lord Kennington se habría sentido orgulloso de ella.

Cuando lady Kennington dio a luz a su primer hijo, Edward, su agradecido marido le regaló una reina blanca: una dama de marfil exquisitamente esculpida y adornada con un manto real muy trabajado. Su majestad contempló con desdén al insignificante peón.

La siguiente adquisición fue otro peón blanco, comprado por tío Bertie a un anticuario de Nueva York. Esto permitió a la reina blanca reinar sobre dos súbditos.

El nacimiento de un segundo hijo, James, fue recompensado con un alfil rojo, resplandeciente con su traje ceremonial y provisto de un báculo. La reina y sus dos súbditos podían tomar ahora la comunión, [4] aunque tuvieran que atravesar el tablero para ello. Pronto toda la familia se puso a buscar con fruición las piezas perdidas. Un peón rojo fue la siguiente adquisición, cuando cayó bajo el mazo del subastador en Bonham’s. Ocupó su lugar al otro lado del tablero, a la espera de ser comido. Ahora todos en el negocio sabían cuál era la misión en la vida de lady Kennington.

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[4] Alfil en inglés os «bishop», que también significa «obispo». De ahí el juego de palabras. (N. de T.)