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Todas las mañanas, Chris se levantaba temprano y subía a su viejo Rover, acompañado tan solo de Sellos. Se desplazaba al norte, el este, el sur y el oeste: los lunes, Lincoln; los martes, Louth; los miércoles, Skegness; los jueves, Hull, y los viernes, Immingham, donde cobraba varios giros postales y recogía sus ganancias del rasca-rasca y los billetes de lotería, lo cual le permitía aportar a diario un complemento de varias libras a sus ahorros recién recuperados.

El último viernes de noviembre, la semana dos, Sue pidió setenta mil libras a la oficina central, de manera que el sábado siguiente pudieron añadir treinta y dos mil libras más a sus ingresos invisibles.

El primer viernes de diciembre, Sue aumentó su petición a ochenta mil libras y le sorprendió que la oficina central siguiera sin presentar la menor objeción. Al fin y al cabo, ¿no había sido Sue Haskins administradora del año, con una mención especial de la junta directiva? Un furgón de seguridad entregó toda la cantidad el lunes por la mañana.

Otra semana de beneficios en aumento permitió a Sue añadir treinta y nueve mil libras más al bote, sin que los demás jugadores de la mesa pidieran ver su mano. Contaban con un superávit de más de cien mil libras, amontonadas en pulcras pilas de billetes usados, que descansaban sobre los cuatro pasaportes sepultados al fondo de la caja fuerte.

Chris apenas dormía por las noches, mientras continuaba firmando innumerables giros postales, frotando montañas de rasca-rasca y, antes de acostarse, rellenando numerosos billetes de lotería con infinitas combinaciones. Durante el día visitaba cada oficina postal en ochenta kilómetros a la redonda para recoger sus ganancias pero, a pesar de su dedicación, la segunda semana de diciembre los señores Haskins solo habían recaudado un poco más de la mitad necesaria para recuperar las doscientas cincuenta mil libras que habían invertido de entrada.

Sue advirtió a Chris de que deberían exponerse a más peligros si querían recuperar toda la cantidad antes de Nochebuena.

El segundo viernes de diciembre, la semana cuatro, Sue llamó a la oficina central y pidió ciento quince mil libras.

– Van a tener una Navidad ajetreada -comentó una voz al otro extremo de la línea.

Primer indicio de sospechas, pensó Sue, pero había preparado bien el guión.

– No damos abasto -repuso-, pero recuerde que Cleethorpes es la ciudad costera con más jubilados.

– Cada día se aprende algo nuevo -dijo la voz al otro extremo de la línea, y añadió-: No se preocupe, recibirá el dinero el lunes. Siga trabajando así.

– Lo haré -prometió Sue, y, envalentonada por la conversación, solicitó ciento cuarenta mil libras para la semana anterior a Navidad, consciente de que cualquier cantidad superior a ciento cincuenta mil siempre necesitaba la autorización de la oficina central de Londres.

Cuando Sue bajó las persianas a las seis de la tarde del día de Nochebuena, los dos estaban agotados.

Sue fue la primera en recuperarse.

– No hay un momento que perder -recordó a su marido, mientras se dirigía hacia la repleta caja fuerte. Tecleó el código, abrió la puerta y retiró toda la cantidad de su cuenta corriente. Después depositó el dinero sobre el mostrador en pulcras pilas (billetes de cincuenta, veinte, diez y cinco) y se pusieron a contar el botín.

Chris comprobó la cifra final y confirmó que obraban en su poder doscientas sesenta y siete mil trescientas libras. Devolvieron diecisiete mil trescientas a la caja fuerte y cerraron la puerta. Al fin y al cabo, nunca había sido su intención obtener beneficios. Eso sería robar. Sue empezó a rodear con gomas elásticas cada millar, mientras Chris depositaba con todo cuidado los doscientos cincuenta fajos en una vieja bolsa de lona de la RAF. A las ocho estaban preparados para marcharse. Chris conectó la alarma, salió con sigilo por la puerta trasera y dejó la bolsa en el maletero del Rover, encima de las cuatro maletas que su mujer había preparado aquella mañana. Sue se subió al coche cuando Chris lo puso en marcha.

– Hemos olvidado algo -dijo Sue al cerrar la puerta.

– Sellos -dijeron al unísono.

Chris apagó el motor, salió del vehículo y volvió a la oficina de Correos. Tecleó el código de nuevo, desconectó la alarma y abrió la puerta trasera en busca de Sellos. Lo encontró dormido en la cocina, reacio a abandonar su cesta calentita y acomodarse en el asiento trasero del coche. ¿No sabían que era Nochebuena?

Chris volvió a instalar la alarma y cerró la puerta con llave por segunda vez.

A las ocho y diecinueve minutos los señores Haskins emprendieron viaje hacia Ashford, en Kent. Sue explicó que tenían cuatro días de tregua antes de que alguien reparara en su ausencia -el día de Navidad, San Esteban, domingo y lunes (festivo)-, hasta, en teoría, el martes por la mañana, en cuyo momento estarían viendo propiedades en el Algarve.

Apenas intercambiaron una palabra durante el largo viaje hacia Kent, ni siquiera en portugués. Sue no podía creer que lo habían conseguido y Chris estaba todavía más sorprendido.

– Aún no hemos vencido -le recordó Sue-, al menos hasta que lleguemos a Albufeira, y no olvide, señor Appleyard, que ya no nos llamamos como antes.

– ¿Viviendo en pecado después de tantos años, señora Brewer?

Chris detuvo el coche delante de la casa de su hija justo después de medianoche. Tracey abrió la puerta y saludó a su madre, mientras Chris sacaba una maleta y la bolsa de lona del maletero. Tracey nunca había visto a sus padres tan agotados y pensó que habían envejecido desde la última vez que estuvo con ellos en verano. Tal vez se debía al largo viaje. Les guió hasta la cocina, les invitó a sentarse y preparó té. Apenas hablaron y, cuando Tracey les envió a la cama, su padre no le permitió que cargara con la vieja bolsa de lona hasta la habitación de invitados.

Sue despertaba cada vez que oía un coche detenerse en la calle, y se preguntaba si llevaría las letras mayúsculas fluorescentes de policía. Chris esperaba que en cualquier momento sonara el timbre de la puerta y alguien subiera a la carrera por las escaleras para sacar la bolsa de lona de debajo de la cama, detenerles y conducirles a la comisaría de policía más próxima.

Después de una noche de insomnio se reunieron con Tracey en la cocina para desayunar.

– Feliz Navidad -dijo Tracey, y besó a ambos en la mejilla.

Ninguno de los dos reaccionó. ¿Habían olvidado que era Navidad? Ambos se mostraron avergonzados cuando vieron las dos cajas envueltas que su hija había dejado sobre la mesa. No se habían acordado de comprar a Tracey un regalo de Navidad y resolvieron darle dinero en metálico, algo que no hacían desde que era adolescente. Tracey confiaba en que aquel comportamiento tan peculiar obedeciera simplemente al ajetreo de Navidad y la emoción del viaje a Estados Unidos.

San Esteban salió algo mejor. Sue y Chris parecían más relajados, aunque de vez en cuando se sumían en largos silencios. Después de comer Tracey propuso que salieran con Sellos a dar un paseo por los Downs y tomar el aire. Durante el largo paseo uno de los dos iniciaba una frase, para luego callar. Pocos minutos después, el otro la terminaba.

El domingo por la mañana, Tracey pensó que tenían mucho mejor aspecto; incluso hablaron de su viaje a Estados Unidos. Sin embargo, dos cosas la desconcertaron. Cuando vio a sus padres bajar por la escalera con la bolsa de lona, seguidos de Sellos, habría jurado que hablaban en portugués. ¿Y por qué se llevaban a Sellos a Estados Unidos, cuando ella se había ofrecido a cuidar de él durante su ausencia?

La siguiente sorpresa llegó cuando se marcharon hacia Heathrow después de desayunar. Cuando su padre guardó la bolsa de lona y la maleta en el maletero del coche, se quedó sorprendida al ver otras tres maletas grandes. ¿Para qué tanto equipaje, si solo iban a estar dos semanas fuera?