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– ¿Junto a los establos? -Los ojos de lady Delia se abrieron de par en par-. ¿Estaba allí hace un cuarto de hora? ¿Utilizando un martillo?

– Así es. De haber sabido que su llegada era tan inminente…

– Bobadas, querido joven. No nos habríamos perdonado que hubiera abandonado su proyecto por nosotras. -Lady Delia le dedicó una sonrisa deslumbrante y añadió-: Me pregunto si recuerda a mi sobrina, lady Victoria…

– Por supuesto que recuerdo a lady Victoria. Me enorgullezco de no olvidar jamás un rostro. -Ni un beso apasionado, pensó. Se volvió hacia ella y se encontró siendo el blanco de la sosa mirada de lady Victoria. Desde luego no era esa la cálida bienvenida que él había recibido la última vez que se habían visto. Probablemente, después de cierta reflexión, la joven le habría relegado a la categoría de rufián por haberle robado aquel beso y lamentaba no haberle abofeteado. Bien, perfecto. Eso abreviaría aún más sus interacciones.

Nathan saludó a lady Victoria con una formal reverencia y volvió a erguirse cuan alto era. Recordaba que ella era ligeramente más alta que la media, aunque bien era cierto que la coronilla de la joven apenas le llegaba al hombro. Ahora que estaba más cerca de ella, pudo apreciar su cutis perfecto, tan solo matizado por un favorecedor tono rosado. Lo cierto es que se la veía muy sonrojada. Probablemente a causa del excesivo calor reinante en el interior del carruaje. Sorprendentemente, y a pesar de lo que, como él bien sabía, debía de haber sido un arduo viaje, Victoria no mostraba el menor indicio de cansancio. No, se la veía fresca y preciosa. Remilgada, dotada de una fría elegancia y convertida en una verdadera dama. Aun así, a Nathan no le cupo la menor duda de que la muchacha no tardaría en caer en alguna depresión como la mayoría de las señoras de su rango y acabaría por recostarse en todas y cada una de las tumbonas de Creston Manor a la primera ocasión.

La mirada de Nathan estudió con atención los ojos de Victoria, reparando en su vivida tonalidad azul, que resultaba aún más destacable por la media luna trazada por las pestañas oscuras que los coronaban. La última vez que los había visto, esos ojos estaban semicerrados y velados de pura excitación. Y luego estaba esa boca… tan lujuriosa y carnosa. Aunque todo en el comportamiento y en el atuendo de Victoria resultaba perfectamente remilgado, nada había de remilgado en sus labios. Nathan recordó al instante el delicioso sabor de esos labios, y cuan aterciopelados los había sentido bajo los suyos. En los últimos tres años, la joven se había transformado en una preciosidad mayúscula. Pero Nathan ya no percibía ese brillo travieso en sus ojos, esa juguetona curva en sus labios, y distraídamente se preguntó cuál podía ser la causa de semejante cambio. A buen seguro habría decidido acertadamente que besar a desconocidos en la galería no era una buena idea. Aunque poco le importaba a él. No, en absoluto. Victoria ya le había dejado fuera de combate en una ocasión… no pensaba darle la oportunidad de repetirlo. Prefería mil veces a una mujer sencilla, afectuosa y dulce que una de esas bellezas engreídas y frías de invernadero.

– ¿Cómo está, lady Victoria?

Ella alzó la cabeza y, aun a pesar de la diferencia de altura entre ambos, se las ingenió para lanzarle una mirada despectiva, como si fuera una princesa y él el más humilde de sus servidores.

– Doctor Oliver… -La mirada de Victoria volvió a recorrer su sucio atuendo y arrugó la nariz, sin duda percibiendo el ofensivo olor de Reginald y de Petunia. Cuando las miradas de ambos volvieron a cruzarse, ella añadió-: Sigue usted exactamente tal como le recuerdo.

Aunque Nathan debería haberse sentido insultado ante la insinuación lanzada por ella que apuntaba a que la última vez que se habían visto él estaba sucio, desaliñado y olía como un demonio, se sintió sorprendentemente divertido por el comentario.

– Me honra que se acuerde usted de mí, señora mía. Nuestro encuentro fue… breve.

Ella masculló algo que sonó sospechosamente a «no lo suficientemente breve» y luego dijo:

– Esperaba que serían su hermano o su padre quienes nos recibieran.

– Ninguno de los dos está en casa en este momento, aunque regresarán a cenar esta noche. Mientras tanto, Langston y la señora Henshaw lo tienen todo preparado para su visita.

– Excelente. Ni que decir tiene que estamos ansiosas de poder instalarnos y refrescarnos un poco después del viaje.

– Naturalmente. -Aunque, a juzgar por el aspecto de absoluta frescura que percibió en ella, Nathan no fue capaz siquiera de imaginar qué necesidad tenía Victoria de refrescarse. Extendió el brazo hacia la casa-. Síganme, se lo ruego.

Victoria se sujetó con la mano la falda del vestido, echó a andar tras el doctor Oliver y dejó escapar un suspiro de alivio al no tener que seguir obligada a mirar esos intrigantes ojos salpicados de pequeñas motas doradas que veían demasiado, que sabían demasiado; a no tener que ver esa deliciosa boca que con tanto detalle la había iniciado en las maravillas del arte de besar. Diantre, estaba extremadamente acalorada y sin duda le faltaba el aliento, y, por mucho que se empeñara en querer culpar de ello a la fatiga provocada por el viaje, lo más extenuante que había hecho había sido permanecer sentada y su conciencia no le permitía dar vida a una mentira tan flagrante.

No. El doctor Oliver era sin duda la fuente de su incomodidad, y bien era cierto que no lograba recordar haber vivido una situación más vejatoria que esa. ¿Qué demonios le ocurría? Ese hombre tenía un aspecto espantoso. Sucio. Desaliñado. Era la completa antítesis de la imagen del caballero. Y olía como si hubiera pasado el día limpiando los establos y sometido a una ardua labor. Sin la camisa…

La mirada de Victoria se posó en la espalda ancha del doctor y al instante notó cómo una oleada de calor le ascendía desde el pecho. Sabía por fin lo que ocultaba su camisa sucia y arrugada, o al menos lo que había podido ver desde la distancia. Ojalá esa distancia no hubiera sido tan enorme…

Puso fin a tan perturbadora cavilación antes de que pudiera echar raíz y colmarle la cabeza de imágenes que no deseaba… imaginar. Al parecer, desde que había leído la Guía femenina (cosa que había hecho en media docena de ocasiones) sus cavilaciones habían ido decantándose cada vez más hacia cosas de esa índole. Aunque, naturalmente, esa era la misión del libro: animar a las mujeres a cambiar el modo en que se veían a sí mismas y también a los hombres. Animar a la mujer moderna actual a tomar las riendas de su destino y no permitir que este quedara determinado exclusivamente en función de su sexo. Victoria se había tomado las enseñanzas del libro muy a pecho. Y hasta la fecha estaba merecidamente orgullosa de su actuación. Había logrado impedir que sus labios enloquecieran atacando a los demás de forma indiscriminada, aunque eso había requerido esfuerzo, pues tenía cierta tendencia a balbucear cuando se ponía nerviosa, y, maldición, ese hombre la ponía realmente nerviosa.

Alzó la barbilla e irguió los hombros. Era una mujer moderna. Y, como tal, aunaría su fortaleza, no olvidaría en ningún momento con quién estaba lidiando, y pondría su plan en acción. No era la misma chiquilla inocente que el doctor Oliver había conocido hacía tres años. Su voz interior la advirtió de que, para su desgracia, él seguía siendo el mismo hombre devastadoramente atractivo que ella había conocido. Pero Victoria podía resistirse con facilidad a sus encantos. Sabía muy bien la clase de rufián que era. Y muy pronto le haría saber que no era una mujer con la que podía jugar a su antojo. La consoló el hecho de que se presentaba a la batalla bien armada con su Guía femenina y con un plan infalible.

El sendero de grava crujió bajo sus zapatos, arrancándola de sus cavilaciones. Apartó bruscamente la mirada de la espalda del doctor Oliver para abarcar con ella la majestuosidad de Creston Manor, y no pudo negar el sorprendido placer que experimentó ante la magnificencia de la casa. Dos impresionantes escaleras de piedra ascendían en graciosa curva, perfilándose como dos brazos en actitud de bienvenida, prestos a abrazar a todo aquel que se aproximara a la imponente doble puerta de roble. Las ventanas resplandecían, reflejando la dorada luz del sol, y las vetustas y altísimas columnas de ladrillo concedían a la estructura una atmósfera del encanto del viejo mundo que encandiló el sentido de la proporción de Victoria.