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Ojalá lo hubiera hecho ya… ojalá hubiera podido… pero lo haré. Después de esta visita, lograré exorcizarle de mi mente, pensó.

– No, no me olvido de él. Es solo que no me parece necesario sacar a colación su nombre, puesto que ni papá ni yo consideraríamos jamás las posibilidades de un candidato tan humilde, sobre todo cuando dos barones han manifestado ya su interés.

– No recuerdo haberte oído mencionar ni un solo tendre por Branripple ni por Dravensby, querida.

Victoria se encogió de hombros.

– Ambos son caballeros distinguidos y muy codiciados, procedentes de familias muy respetadas. Cualquiera de ellos sería un excelente partido.

– Es bien sabido que ambos pretenden desposar a una heredera.

– Como es el caso de muchos otros con nobles títulos y bolsillos vacíos. Siempre he sabido que se me querría por mi fortuna. Del mismo modo que siempre he sabido que tendría que hacer un buen matrimonio para asegurar mi fortuna. Ni que decir tiene que no puedo contar con que Edward será generoso una vez papá ya no esté entre nosotros.

Victoria reprimió un suspiro ante la mención de su hermano mayor. Por mucho que le doliera, era innegable que Edward, que en ese momento se encontraba en el continente haciendo solo Dios sabía qué, era un mujeriego irresponsable, jugador, pendenciero y borracho que a buen seguro se desharía de ella en cuanto su padre falleciera. Naturalmente, lord Wexhall la dejaría económicamente acomodada, pero Victoria deseaba formar una familia. Hijos. Y una firme situación en la sociedad.

– ¿No tienes la menor preferencia entre Branripple y Dravensby?

– En realidad no. Son de edad y temperamento similares. Había planeado pasar más tiempo en su compañía durante la temporada para así poder decidirme por uno de los dos.

– Entonces ¿estás segura de que te casarás con uno de ellos?

– Sí. -¿Por qué no echaba a volar su corazón ante semejante perspectiva? El matrimonio con cualquiera de esos dos hombres se traduciría para ella en una vida de lujos en la cúspide de la sociedad. Sin duda su mente estaba preocupada por la tarea que se había propuesto llevar a cabo en Cornwall. A buen seguro, el entusiasmo que debía sentir por sus pretendientes se haría manifiesto en cuanto completara su objetivo.

Tía Delia suspiró.

– Lo lamento mucho, querida.

– ¿Que lo lamentas? ¿Qué es lo que lamentas?

– Que no te hayas enamorado.

– ¿Enamorada?

Victoria rompió a reír. Sin embargo, incluso entonces, una punzada interna la sacudió. A menudo albergaba esa clase de estúpidas fantasías, como era propio de la mayoría de esas muchachas. No obstante, había madurado y, en un alarde de buen tino, había dejado a un lado tamaña estupidez.

– Sabes tan bien como yo que el amor es una pobre base para el matrimonio -dijo-. Sobre todo cuando hay implícitos apellidos, títulos, fortunas y propiedades familiares. El matrimonio de papá y mamá no estuvo basado en el amor. -La imagen del rostro de su madre se dibujó en su mente: era la imagen que Victoria llevaba en el corazón, en la que aparecía su madre sonriente y hermosa, antes de que la enfermedad le robara la vitalidad primero y luego la vida.

– Quizá no, pero llegó el día en que el afecto que sentían el uno por el otro floreció hasta convertirse en amor -dijo tía Delia-. No todas las parejas son tan afortunadas. Yo no lo fui.

Victoria dio un suave apretón a la mano de su tía en una muestra de compasión. La década que había durado el matrimonio de su tía viuda no había sido una época feliz en la vida de la señora.

– Tal como yo lo veo -prosiguió tía Delia-, la razón de que tu padre insistiera en que vinieras a Cornwall era ampliar tus horizontes. Que vieras otras partes del país, además de tus lugares predilectos de Londres, Kent y Bath. Que abrieras la mente, y el corazón, a nuevas experiencias y a otras gentes.

– Supongo que tienes razón. Aunque no creo que papá espere encontrarme un pretendiente en Cornwall. Sin duda me lo habría dicho.

– ¿Tú crees? No comparto tu opinión, querida. Como no tardarás en saber, los hombres son a menudo criaturas irritantemente reservadas.

Victoria no pudo discutirlo, sobre todo en lo que a su padre se refería.

– ¿Y por qué no iba a decírmelo? -Aun así, en cuanto la pregunta escapó de entre sus labios, supo la respuesta-. No me lo diría porque sabe que yo jamás aceptaría vivir tan lejos de la ciudad. Tan lejos de… -Agitó la mano para abarcar con ella toda la nada verde que tenía ante sus ojos-. Lejos de la civilización. ¿Cómo iba yo a no vivir en la ciudad durante la temporada? Y durante el verano, sin duda a no más de unas pocas horas de Londres, lo suficientemente lejos para disfrutar de una conveniente tranquilidad rural, y lo bastante cerca para gozar del torbellino social de la ciudad, las tiendas, y mantenerme al día de las últimas modas y de los últimos chismes.

Irguió la espalda contra el respaldo del asiento. ¿Podía tía Delia estar en lo cierto? De ser así, su padre estaba condenado a ser víctima de una dolorosa decepción, pues por muy encantadores que fueran el barón y el vizconde, Victoria nunca aceptaría un matrimonio que la atara, por ley, a un hombre que pudiera relegarla -y que sin duda la relegaría- a los desolados y remotos parajes de Cornwall. Un escalofrío la recorrió en cuanto lo pensó.

– Recuerdo que conocimos al vizconde Sutton en Londres hace unos años -dijo tía Delia-. Un joven apuesto.

– Sí. -Excepcionalmente apuesto, pensó Victoria. Aunque era el hermano menor de lord Sutton quien tanto la había turbado-. Pero, en lo que a mí respecta, daría igual que se tratara del hombre más bello del planeta. No estoy interesada en él.

– En esa ocasión también conocimos a su hermano menor -dijo tía Delia, arrugando la frente-. El doctor Oliver. A primera vista no costaba adivinar que brillaba en él la chispa del mismísimo demonio.

La imagen que Victoria tantos esfuerzos había hecho por intentar apartar de su memoria se materializó al instante en su mente. Un joven alto, ancho de hombros y de pelo ondulado y castaño, dotado de unos intrigantes y juguetones ojos de color avellana y de una sonrisa traviesa que inexplicablemente -e innegablemente- la había fascinado desde el instante en que ambos se habían conocido en Londres hacía tres años en casa de los Wexhall. Incluso en ese instante, el corazón pareció darle un vuelco… sin duda el resultado de la severa irritación provocada por el simple recuerdo del doctor Oliver.

Con la imagen de él firmemente instalada en su cabeza, la asaltaron los inquietantes recuerdos de aquella noche vivida hacía ya tres años. Victoria acababa de celebrar entonces su décimo octavo cumpleaños y se había visto arrebolada de seguridad femenina ante su fabulosamente exitosa primera temporada, una seguridad a la que había dado alas el incuestionable interés que había despertado en los ojos del pecaminosamente atractivo invitado de su padre. La imaginación de Victoria había catalogado de inmediato al doctor Oliver como un aventurero, un disoluto pirata que se fugaría con ella y que se la llevaría a su barco para besarla y… en fin, no sabía con total seguridad qué más, pero sin duda, fuera lo que fuese, era lo mismo que arrebolaba ferozmente las mejillas de su doncella Winifred cuando la joven mencionaba a Paul, el apuesto lacayo nuevo.

La instantánea atracción que el doctor Oliver despertó en ella había sido embriagadora y sobrecogedora, en absoluto comparable a nada de lo que lady Victoria había experimentado con anterioridad, a pesar de que francamente la había confundido pues bien era cierto que había visto a otros apuestos caballeros antes… incluso más apuestos que el guapo joven. El propio hermano del doctor, lord Sutton, que se encontraba a menos de tres metros de donde ella estaba, era sin duda el más apuesto de los dos, y parecía mucho más caballeroso y correcto.

Sin embargo, nadie podría haber negado que Victoria era incapaz de explicar su reacción ante el doctor Oliver. Había algo en él… quizá fueran sus cabellos, un poco demasiado largos, o la corbata ligeramente arrugada, o los destellos traviesos que rondaban su mirada y las comisuras de sus deliciosos labios lo que había capturado su fantasía. Lo que la llevó a desear tocarle el pelo, alisarle la corbata y preguntarle qué era lo que le resultaba tan divertido.