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– No te levantes, Victoria -le ordenó con voz queda.

– Suelta el arma, Nathan. -La orden procedía de algún punto situado detrás del árbol. Durante un instante, Nathan se quedó helado al oír esa voz conocida. Luego un fulgurante arrebato de ira le recorrió de la cabeza a los pies. «Bastardo…» Antes de que pudiera dar una respuesta, la voz prosiguió-: Tengo una pistola con la que estoy apuntando a Victoria a la cabeza. Si ella se mueve, la mato. Si no sigues mis indicaciones al pie de la letra, la mataré. Ahora deja la pistola en el suelo y empújala lejos de ti.

La mirada de Nathan se posó en Victoria, quien en ese, momento apretaba la herida sangrante de su padre con el dobladillo de su vestido. Miró a Nathan con ojos húmedos y horrorizados.

– Mantén toda la presión que puedas sobre la herida -dijo Nathan hablando en voz baja y firme-, pero no te muevas.

Despacio, para no dar en ningún momento la sensación de estar actuando con brusquedad, Nathan dejó la pistola en el suelo y la apartó luego a un lado.

– Bien -dijo la voz-. Ahora haz lo mismo con el cuchillo que llevas en la bota. Y no te molestes en fingir que no lo llevas, sobre todo porque fui yo quien te lo regaló. Por tu cumpleaños, hace cinco años, si mal no recuerdo.

Nathan se quitó el cuchillo de la bota y lo apartó también a un lado.

– Ahora levántate y ponte las manos sobre la cabeza.

Nathan permaneció inmóvil como una estatua al tiempo que su mirada abrasaba al hombre que emergió de detrás del árbol. Con una pistola en una mano y la otra sobre la empuñadura de un cuchillo envainado y metido en la cintura de los pantalones, Gordon se acercó.

– Muy amable de tu parte encontrar las joyas por mí, Nathan -dijo Gordon empleando un tono coloquial al tiempo que su mirada terminaba deslizándose hasta la valija de cuero gastado que estaba a los pies de Nathan-. Sabía que si te seguía, tarde o temprano me llevarías hasta las joyas. No puedes ni imaginar lo dificultoso que ha resultado intentar encontrarlas durante los últimos tres años.

A Nathan la cabeza le daba vueltas. Maldición, necesitaba tiempo, una distracción. Sin embargo, si existía alguna esperanza de poder salvar a lord Wexhall, no podía andarse con evasivas durante mucho tiempo.

– Nos traicionaste hace tres años -dijo Nathan con una mueca de desprecio-. ¿Por qué? ¿Por qué arriesgarte cuando ya lo tenías todo?

Un odio feroz ardió en los ojos de Gordon.

– ¿Todo? No tenía nada. Mi padre había dilapidado en las mesas de juego toda mi herencia, salvo las propiedades del legado. Me dejó media docena de casas que yo no podía mantener y que tampoco podía vender debido a las obligaciones implícitas en el legado. Necesitaba dinero, mucho dinero, y urgentemente.

– Mi hermano podría haber muerto por culpa de tu codicia.

Gordon hizo una mueca.

– Supuestamente, tu hermano debería haber muerto. Y supuestamente yo solo tendría que haber recibido un mero rasguño.

Nathan comprendió entonces y entrecerró los ojos.

– Y supuestamente yo tendría que haber resultado ileso, haciendo caer sobre mí todo el peso de la culpa. ¿Cuánto pagaste a Baylor para que traicionara la misión?

– Demasiado. Y el maldito bastardo lo echó todo a perder. Se largó con mi dinero y con las joyas. En cuanto me recuperé de la herida de bala, le busqué por todas partes. Y cuando ya había perdido la esperanza de encontrarle, a él o a las joyas, apareciste tú. En cuanto me enteré de que Wexhall enviaba a su hija a Cornwall, supe que algo estaba en marcha.

– Fuiste tú quien registró las pertenencias de lady Victoria.

– Sí. Desgraciadamente, no encontré lo que buscaba.

– Y tú quien contrató a aquel rufián que nos robó en los bosques.

Gordon rió entre dientes.

– Qué inteligente de tu parte llevar encima una nota falsa, Nathan. Inteligente, pero exageradamente molesto. Desperdicié toda una semana yendo tras las pistas falsas.

La mirada de Nathan se desvió brevemente hacia Victoria, quien le miraba con ojos solemnes.

– El bastardo al que contrataste a punto estuvo de matar a lady Victoria.

Desafortunadamente, Gordon no siguió la dirección de su mirada, tal y como Nathan había esperado.

– Si eso te hace sentir mejor, debes saber que nunca volverá a hacer daño a nadie.

– Me quitas un tremendo peso de encima -murmuró Nathan-. No es posible que esperes salirte con la tuya.

– Al contrario. Estoy convencido de que así será. Nadie contradecirá la palabra del barón de Alwyck.

– Yo lo haré.

Una desagradable sonrisa curvó los labios de Gordon.

– Los hombres muertos no pueden contar historias, Nathan. Ahora dame las joyas.

– Si vas a matarme de todos modos, ¿por qué debería hacerlo?

– Porque si haces lo que te digo, dejaré vivir a tu padre. Si no, me temo que le espera un trágico accidente. Ahora coge las joyas muy despacio y tíramelas. Después, vuelve a ponerte las manos sobre la cabeza. Tendrás una sola oportunidad de ejecutar un suave y certero lanzamiento que me llegue a las manos sin problemas. Si fracasas en el intento, lady Victoria habrá espirado su último aliento.

Nathan cogió del suelo la valija de cuero y se la lanzó ágilmente a Gordon, quien la atrapó con la mano que tenía libre. Levantó la valija arriba y abajo varias veces, comprobando su peso, y una lenta sonrisa le curvó los labios.

– Por fin -dijo-. Y ahora…

– No había necesidad de disparar a lord Wexhall -se apresuró a decir Nathan, agarrándose las manos sobre la cabeza.

Una mirada de absoluto fastidio asomó a los rasgos de Gordon.

– Tiene exactamente lo que se merece. Sabe Dios lo que estaría haciendo hoy aquí. Buscándote, sin duda. De los tres, tú siempre fuiste su favorito. Nunca comprendí por qué. Nunca comprendí por qué te dio a ti la oportunidad de recuperar las joyas.

Nathan se encogió de hombros.

– Porque creyó que yo necesitaba el dinero. De haber estado al corriente de tus dificultades económicas, estoy seguro de que te habría dado a ti esa oportunidad.

– Ahora ya no importa. Tengo las joyas.

Nathan bajó la mirada.

– Hum, sí. Sí, es cierto. -Dio una ligera patada a un lado con la punta de la bota.

Gordon bajó también la mirada y sus ojos quedaron prendidos en la sucia bolsa de terciopelo azul que Nathan tenía junto a la bota.

– ¿Qué es eso?

– Nada -respondió, apresurándose un poco demasiado en la respuesta.

Un jadeo escapó de labios de Victoria.

– No, Nathan -dijo en un siseo apenas audible-. Esas no.

Los ojos de Gordon se entrecerraron sobre Nathan.

– ¿Así que ocultándome algo, Nathan?

– No.

– ¿Otra bolsa de gemas?

– Estas piedras son mías -dijo Victoria con voz temblorosa.

– Qué codiciosa es usted, lady Victoria -dijo Gordon, chasqueando la lengua. Se colocó la valija de cuero bajo el brazo y señaló a la bolsa de terciopelo azul-. También me llevo esas, Nathan. Despacio y con suavidad, como antes.

Nathan dobló lentamente las rodillas, estirando el brazo hacia el suelo sin apartar en ningún momento la mirada de Gordon. Cuando se levantó, un espeluznante alarido de angustia salió de labios de Victoria. Distraído durante una décima de segundo, la mirada de Gordon se desvió hacia ella. Eso fue todo lo que Nathan necesitaba. Con la velocidad del rayo, lanzó el bolso de terciopelo azul lleno de piedras contra Gordon. La pesada bolsa le acertó en la sien con un repugnante golpe sordo y Gordon se desplomó. Nathan echó a correr, arrancándose el pañuelo del cuello.

– Mantén la presión sobre la herida, Victoria. Ahora mismo voy.

Ató con fuerza las manos de Gordon a su espalda con el pañuelo por si recuperaba la conciencia. Luego, después de quitarle la pistola, se volvió hacia Victoria y su padre.