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– Excelente. Bueno, que duermas bien, querida. Te veré durante el desayuno.

Sintiéndose como aturdida, Victoria se inclinó y besó la mejilla de su padre. Tras darle las buenas noches, salió de la habitación.

Se dirigió apresuradamente a su dormitorio, acelerando el paso hasta que echó a correr por el pasillo. Después de cerrar tras de sí la puerta, apoyó la espalda contra el panel de roble. Con el pecho constreñido y respirando laboriosamente, cerró los ojos.

Se marchaba al día siguiente. Para volver a su vida de Londres. A sus pretendientes. A sus veladas y a las tiendas. A elegir marido. Tendría que estar colmada de felicidad. De impaciencia. De alivio. En cambio, se sentía presa de una horrible sensación de pérdida. Un sentimiento de espanto enfermizo. Un dolor desesperado ante el que tuvo que llevarse la mano al punto repentinamente hueco donde solía morar su corazón.

Las confusas emociones que bullían a fuego lento bajo la superficie que había ignorado despiadadamente y que había apartado a un lado durante la última semana la oprimieron con una intensidad tan abrumadora que Victoria no pudo seguir ignorándolas. La sensación de desolación que la embargó nada tenía que ver con dónde estaba, sino con la idea de marcharse. Y de dejar a Nathan.

La toma de conciencia de que no deseaba marcharse de ese lugar donde se había negado a ir de forma tan vehemente la aturdió. E inmediatamente tropezó con la verdad que su corazón no podía seguir negando.

Se había enamorado de Nathan.

Capítulo 22

La mujer moderna actual debería abstenerse de tomar decisiones que podrían alterar el curso de su vida «en el calor del momento». Debería mediar distancias y darse sobrada oportunidad de ponderar la situación cuidadosamente desde todos los ángulos para tomar así una decisión que no lamentara más adelante.

Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima.

Charles Brightmore.

Esa noche la hora de la cena resultó para Victoria sombría y tensa, aunque no estaba segura de si lo era en realidad o de si simplemente era un reflejo de su propio estado de ánimo. Ciertamente, hubo poca charla. Solo lord Sutton parecía animado, y no tardó en guardar silencio al ver que todos sus intentos de entablar conversación quedaban en nada. En cuanto la interminable cena tocó a su fin, Victoria se retiró con la excusa de que tenía que acabar de hacer el equipaje. Pocos instantes después de llegar a su cuarto, llamaron a la puerta. ¿Sería Nathan? Con el corazón en un puño, dijo:

– Entre.

Pero era su criada que acudía a ayudarla.

Cuando todo, excepto el camisón y la ropa que llevaría al día siguiente, estuvo metido en las maletas, Winifred se marchó. Victoria se acercó a la ventana y miró al césped iluminado por el halo blanco de la luna. Sus dedos se cerraron sobre la concha lacada que colgaba de su cuello. No había tenido oportunidad de hablar en privado con Nathan, aunque sin duda él acudiría a verla esa noche. Su última noche.

Llamaron suavemente a la puerta y el corazón le dio un vuelco. Cruzó la estancia casi a la carrera y abrió la puerta de un tirón. Tía Delia estaba en el pasillo.

– ¿Puedo hablar contigo, Victoria?

– Por supuesto -dijo con una punzada de culpa por la desilusión que apenas pudo ocultar-. Por favor, pasa. -Después de cerrar la puerta, preguntó-: ¿Estás bien? Pareces… acalorada.

– Estoy bien. Absolutamente. Maravillosamente bien. Y sin duda estoy acalorada. De pura felicidad. -Tendió los brazos y tomó a Victoria de las manos-. Quiero que seas la primera que lo sepa, cariño. Lord Rutledge me ha pedido que me case con él y he aceptado.

Victoria miró a su tía presa de un estado de total perplejidad.

– Yo… no sé qué decir.

– Di que te alegras por mí. Di que me deseas años de felicidad.

– Y así es. Por supuesto que así es. Es solo que estoy sorprendida. No hace mucho que os conocéis.

– Cierto, pero sé todo lo que necesito saber. Sé que es honorable y gentil. Generoso y cariñoso. Me hace reír. Me ama. Y yo le amo. Es todo lo que no tuve en mi primer marido, y doy gracias por poder disfrutar de esta oportunidad de felicidad y de compañerismo a estas alturas de mi vida. -Apretó las manos de Victoria-. Quizá parezca que hace poco que nos conocemos, pero, querida mía, el corazón solo necesita de un latido para saber lo que quiere.

Victoria sintió que se le velaban los ojos y estrechó a su tía en un cálido abrazo.

– Querida tía Delia. Estoy encantada por los dos. -Separándose de ella, preguntó entonces-: ¿Habéis decidido ya la fecha?

– Sí. Dentro de un mes. Aquí, en la parroquia de Rutledge.

– Pero eso supone que tendrás que viajar muchísimo… -Sus palabras se apagaron cuando de pronto comprendió-. Te quedas. No vienes conmigo y con papá mañana.

– No. Quiero quedarme aquí. Familiarizarme más con esta encantadora casa, esta pintoresca zona que va a convertirse en mi nuevo hogar.

Victoria parpadeó.

– Pero ¿qué pasa con tu amor por los acontecimientos sociales y por Londres? ¿Con la vida que tienes allí?

Tía Delia se echó a reír.

– No te aflijas, querida. Rutledge ha accedido a pasar la temporada en la ciudad si ese es mi deseo. -Su expresión se tornó cavilosa-. Y, en cuanto a mi amor por los acontecimientos sociales y por Londres, tan solo te diré que mi amor por Rutledge excede con mucho cualquier apego que pueda sentir por la vida de la ciudad. -Echó a Victoria una mirada penetrante-. ¿Has hablado con el doctor Oliver esta noche?

– No en privado. -Para su vergüenza, unas lágrimas ardientes intentaron abrirse paso tras sus ojos-. No sé cómo voy a despedirme de él -susurró.

Una sombra de preocupación tiñó los ojos de su tía.

– El corazón te dirá lo que debes decirle, Victoria. Lo que debes hacer. Escucha su voz. -Pareció querer decir algo más, pero se limitó a besar apresuradamente a Victoria en la mejilla-. Ahora debo dejarte, querida mía. Te veré por la mañana antes de vuestra partida. -Y, sin más explicación, salió de la habitación.

Victoria se quedó donde estaba con la mirada clavada en la puerta cerrada. Una miríada de emociones la embargó por sorpresa, golpeándola con tanta fuerza que tuvo que acercarse tambaleándose hasta el asiento más próximo, un sofá de zaraza exageradamente mullido colocado delante de la chimenea, en el que se dejó caer con un gesto poco digno de una dama.

El anuncio de la decisión de tía Delia de casarse con lord Rutledge la había dejado perpleja. Literalmente sin aliento. Aturdida. Feliz. Pero debajo de todo eso, había algo más. Algo que temía observar con demasiada atención porque se le antojaba sospechosamente parecido a la…

Envidia.

Sonó un único golpe en la puerta. Antes de que pudiera animarse a contestar, la puerta se abrió y Nathan entró en la habitación. Las miradas de ambos se encontraron y la garganta de Victoria se inflamó de emoción. Santo Dios, le amaba tanto que llegaba a doler. ¿Cómo había permitido que eso ocurriera? ¿Había alguna posibilidad de que él sintiera lo mismo por ella? Jamás lo había dicho. Aunque ¿qué más daba si lo hacía? Las vidas de ambos eran drásticamente distintas.

Pero ¿y si Nathan se había enamorado de ella? ¿Y si tenía intención de pedirle en matrimonio como lo había hecho lord Rutledge con su tía? La mera posibilidad provocó en ella una sensación que fue incapaz de definir. ¿Era regocijo? ¿O miedo? Nada de todo eso -ni Nathan, ni haberse enamorado de él- formaba parte de sus planes. ¿Cómo podía plantearse renunciar a todo lo que llevaba la vida entera planeando por un simple romance de una semana?

Un romance surgido de una chispa que prendió hace ya tres años, susurró ladinamente su voz interior. Aunque quizá no tenía de qué preocuparse. Nathan no había dicho que la amaba. Ni que la deseara más allá de lo que ya habían compartido. De haber sido capaz, se habría reído de su propia vanidad. Ahí estaba ella, preocupada por una propuesta que él no parecía tener la menor intención de hacerle, Aun así, si ella se atragantaba con tan solo mirarle, ¿cómo iba a ser capaz de despedirse de él al día siguiente?