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Tras cerrar con llave la puerta tras de sí, Nathan se acercó despacio a ella con la mirada prendida de la suya. Llevaba en una mano un paquete envuelto y en la otra una rosa. Rodeó el sofá, se sentó junto a ella y dejó el paquete en el suelo. Le ofreció la rosa.

– Para ti.

Victoria tocó los aterciopelados pétalos.

– Gracias.

– He pasado a ver a tu padre. Está bien. Excelentemente, si juzgamos la salud según el nivel de quejas emitidas por el paciente.

Ella sonrió débilmente.

– Odia estar inactivo.

– ¿Ah, sí? No me había dado cuenta. También he hábil con mi padre y con tu tía. ¿Te han dado la noticia?

– Sí.

Nathan escudriñó el rostro de Victoria.

– ¿No estás contenta?

– Sí, claro que lo estoy. Nadie merece más la felicidad q tía Delia. Es solo que…

– ¿Qué?

Que envidio su felicidad. Y su valor, pensó decir.

– Que estoy sorprendida -concluyó de forma poco convincente-. ¿Tú no?

– De hecho, no. Tuve con mi padre una conversación la que me dejó bien claro que amaba profundamente a tía. Me alegra verle tan feliz. Verles a ambos tan felices. -Su mirada escrutó la de ella-. Cuando he abierto la puerta, me parecido notarte pensativa. ¿En qué estabas pensando?

– ¿Estás seguro de que quieres saberlo?

Una leve sonrisa asomó a labios de Nathan.

– Sí.

– Me preguntaba cómo iba a despedirme de ti.

La mirada de él se tornó preocupada.

– A mí me ocurre lo mismo.

Victoria tuvo que apretar los labios para no pregunta si había dado con alguna solución. Nathan se agachó a coger el paquete que había dejado en el suelo y se lo dio.

– Después de mucho pensarlo, he decidido que esta o mejor despedida que podía ofrecerte.

Victoria dejó la rosa sobre la mesilla de caoba, se coloco el paquete sobre las rodillas y con sumo cuidado desenvolvió las capas de papel tisú. Cuando bajó la mirada y vio el libro que encerraba el envoltorio, se quedó sin aliento. Con absoluta reverencia, acarició el título con la yema del dedo.

– Histories ou contes du temps passé, avec des moralités Contes de ma mère l'Oye -susurró-. Cuentos de mama Oca. Abrió el ejemplar por la primera página y vio el año de publicación: mil seiscientos noventa y siete-. Es una primera edición -dijo, maravillada-. ¿Dónde lo has encontrado?

– No he tenido que buscar muy lejos, pues estaba en mi baúl de viaje. Es mi ejemplar.

Victoria levantó bruscamente la cabeza y dejó de admirar el libro para fijar en él los ojos.

– ¿El ejemplar que me dijiste que no venderías jamás, te ofrecieran lo que te ofrecieran? ¿El último regalo que recibiste de tu madre antes de su muerte?

– Sí.

El corazón de Victoria inició un lento y pesado latido.

– ¿Por qué ibas a regalarme algo que es tan valioso para ti?

– Quería que tuvieras algo que te recordara a mí.

La diminuta llama de una esperanza ridícula e imposible que albergaba en su interior y que había estado luchando por seguir prendida se extinguió de pronto. Sin duda Nathan tenía intención de despedirse de ella.

Debería alegrarse. Sentir alivio. Era lo mejor. Y, sin duda, en cuanto dejara de sentirse tan enervada y aturdida, sentiría todas esas cosas.

«Quería que tuvieras algo que te recordara a mí.» Dios santo, como si existiera la más mínima posibilidad de que algún día llegara a olvidarle.

– Yo no… no sé qué decir.

– ¿Te gusta?

Le miró a los ojos, esos ojos tan serios, tan hermosos, y sintió que un sollozo se abría paso por su garganta. Intentó disimularlo con una carcajada, pero el esfuerzo fracasó miserablemente, y para su vergüenza, unas lágrimas calientes pujaron por salir de sus ojos.

– Me encanta -dijo. Aunque calló: «Y te amo. Y deseo desesperadamente que no fuera así, porque nada en el mundo me ha dolido nunca tanto».

¿Debía decírselo? ¿Decirle que su corazón no tenía otro dueño y que se le partía en pedazos ante la idea de separarse de él? «¡No!», chilló su voz interior, y se dio cuenta de que parecería una estúpida si optaba por confesar su amor a un hombre claramente decidido a decirle adiós.

Parpadeó para contener las lágrimas, irguió la espalda y sonrió.

– Gracias, Nathan. Siempre lo atesoraré.

– Me alegro. Puesto que no puedo darte el final de un cuento de hadas que siempre planeaste, al menos quería darte el cuento de hadas.

– ¿Volveré a verte? -preguntó con voz temblorosa convertida en poco más que un mero susurro.

Nathan enmarcó el rostro de Victoria entre sus manos y la miró con ojos serios. Por fin dijo:

– No lo sé. Eso depende del… destino. Lo único que puedo decirte es que tan solo nos queda esta noche juntos. Y que quiero que sea inolvidable.

Nathan se inclinó hacia delante y con extrema suavidad rozó los labios con los suyos. Cuando empezó a echarse hacia atrás de nuevo, una sensación de desesperación como nunca había sentido hasta entonces inundó a Victoria. Rodeo el cuello de Nathan con los brazos y tiró de él hacia ella.

– Otra vez -susurró contra su boca-. Otra vez.

Y, como lo hiciera tres años antes, la primera vez que Victoria le hizo esa demanda, él la complació.

Y cuando, la mañana siguiente, Victoria despertó estaba sola.

– ¿Te encuentras bien, Victoria?

La voz de su padre penetró la neblina de desesperación que la envolvía. Apartó la mirada de la ventanilla del carruaje que, con cada una de las vueltas de sus ruedas, la alejaba más y más de Nathan.

– Estoy… -Al fijar la mirada en los ojos colmados de preocupación de su padre no fue capaz de mentir y de que estaba bien-. Cansada. -Dios bien sabía que era cierto.

Su padre frunció el ceño y movió la mandíbula adelante y atrás, como solía hacerlo siempre que intentaba descifrar algo. Ofreciéndole la mejor de sus sonrisas, dadas las circunstancias, Victoria volvió a mirar por la ventanilla. ¿Cuánto tiempo hacía que habían salido de Creston Manor? ¿Una hora? Parecía toda una vida. Y, por mucho que quisiera a su padre, habría deseado con toda su alma poder estar sola. Para llorar el fin de su romance en la intimidad. Para verter las lágrimas que asomaban a sus ojos. Para sostener contra su corazón el libro que Nathan le había regalado.

Dios santo, ¿cómo era posible sentir tanto dolor cuando se sentía tan absolutamente muerta por dentro? Sus párpados se cerraron y de inmediato una docena de imágenes se arremolinaron en su mente: Nathan bailando. Riendo. Haciéndole el amor. Diciéndole adiós junto al carruaje esa misma mañana como si no fueran más que simples conocidos…

– Maldición. Estás llorando. Basta ya.

Victoria abrió de golpe los ojos ante las encendidas palabras de su padre. Su vergüenza fue mayúscula en cuanto se dio cuenta de que las lágrimas se habían deslizado silenciosamente por sus mejillas. Antes de poder coger su pañuelo, su padre le puso el suyo en la mano. Luego, con un ceño feroz, se llevó la mano al bolsillo del chaleco y sacó una hoja doblada de papel vitela.

– Me han dado instrucciones de que no te entregue esto hasta después de nuestra llegada a Londres, pero como de hecho no llegué a dar mi palabra de que esperaría, no voy a hacerlo. -Sostuvo el papel vitela en el aire, que estaba sellado con una gota de lacre rojo.

– ¿Quién te ha dado instrucciones?

– Nathan. Me lo dio anoche y me pidió que lo guardara hasta que estuviéramos de nuevo instalados en Londres. Para darte tiempo a pensar. Y reflexionar. Sobre lo que quieres. Pero hasta un ciego se daría cuenta de que estás desconsolada y de que tienes el corazón partido, y no soporto seguir siendo testigo de ello un minuto más. Si existe la menor posibilidad de que lo que te haya escrito puede hacerte sentir mejor, me arriesgo a contrariarle.