Выбрать главу

Victoria tendió una mano temblorosa y cogió el papel vitela. Tras romper el sello, desplegó despacio el grueso papel amarfilado y, con el corazón acelerado, leyó las palabras pulcramente garabateadas:

Mi querida Victoria:

He aquí un relato que debería ser incluido en los Cuentos de Mamá Oca, titulado «El hombre normal que amaba a una princesa».

Erase una vez un hombre normal que vivía en una pequeña casa de campo. El hombre pasaba sus días convencido de que gozaba de una vida agradable y satisfactoria hasta que un día conoció a una hermosa princesa de la ciudad a la que robó un beso. En cuanto lo hizo, lo lamentó porque desde ese momento ningún otro beso salvo los de ella le colmarían, lo cual era un mal asunto porque los hombres tan normales como él no tienen nada que ofrecer a las princesas.

El recuerdo de ese beso pervivió en el corazón del hombre, ardiendo como una llama que no lograba extinguir. Entonces, tres años después, volvió a ver a la princesa. Estaba aun más hermosa de lo que él recordaba. Pero, para entonces, la princesa estaba destinada a contraer matrimonio con un rico príncipe. Sin embargo, aunque sabía que una princesa jamás se casaría con un hombre normal y aunque sabía que le partirían el corazón, el hombre no pudo evitar enamorarse de ella, pues no era solo hermosa, sino también cariñosa y dueña de un gran corazón. Y valiente. Leal. Inteligente. Y le hacía reír. Pues bien, a pesar de que era demasiado normal para una princesa, el hombre tuvo que intentar ganarse su amor, pues no podía renunciar a ella sin luchar por lo que deseaba. Y así le ofreció lo único que tenía: su corazón. Su devoción. Su honor y su respeto. Y todo su amor. Y después rezó para que la moraleja de la historia fuera que incluso un hombre normal puede conquistar a una princesa con las riquezas del amor.

Mi corazón es tuyo, ahora y siempre.

Nathan.

A Victoria se le veló la visión y parpadeó para contener las lágrimas que se cernían ya sobre sus pestañas. Entonces levantó los ojos para mirar a su padre, quien la observaba con una expresión interrogante.

– ¿Y bien? -preguntó.

Una especie de sonido entre la risa y el llanto brotó de ella.

– Que el carruaje dé media vuelta.

Nathan estaba de pie en la orilla con la mirada perdida en las blancas coronas de las olas que batían incansablemente contra las rocas y la arena. El viento arreciaba, advirtiendo de una tormenta cercana, y el sombrío cielo gris era la viva imagen de su estado de ánimo.

¿De verdad habían pasado tan solo dos horas desde que ella se había marchado? ¿Solo ciento veinte breves minutos desde el momento en que había sentido como si le desgarraran el alma? Maldición. Sentía el corazón… vacío. Como si lo único que siguiera en él con vida fueran los pulmones… y dolían.

Se pasó las manos por la cara. Maldición, había hecho lo correcto dejándola marchar. Aunque con eso no conseguía que doliera menos.

– Nathan.

Se volvió bruscamente al oír la voz de Victoria y clavó en ella la mirada, mudo de asombro. Estaba a poco más de tres metros de donde él se encontraba, sosteniendo contra su pecho una hoja de marfileño papel vitela doblado con su sello de lacre rojo. Pero fue la mirada que vio en sus ojos lo que a la vez le paralizó y desató una oleada de esperanza que le recorrió de la cabeza a los pies. Una mirada llena de tanto deseo y amor que Nathan temió parpadear por si con ello descubría que estaba viviendo una alucinación.

Sin poder tan siquiera moverse, la vio acercarse. Cuando apenas les separaban unos centímetros, Victoria tendió la mano y posó la palma contra su mejilla.

– No hay absolutamente nada de normal en ti, Nathan -dijo con un tembloroso susurro-. Eres extraordinario en todos los sentidos. Y lo sé desde el momento en que te vi, hace tres años.

Él volvió la cara y le besó la palma, luego le tomó la mano y la estrechó entre las suyas.

– Tu padre te ha dado la nota.

Sin soltar el papel vitela, Victoria le rodeó el cuello con los brazos.

– Podrás darle las gracias después.

– Quería darte tiempo para que pudieras pensar…

– He tenido el tiempo suficiente. No he hecho más que pensar. Sé lo que quiero.

– ¿Y qué es?

– ¿Estás seguro de que quieres saberlo?

– Completamente.

– A ti -susurró, sin apartar la mirada de la de él-. A ti.

Todos los espacios de su interior, que menos de un minuto antes Nathan había sentido tan desolados y vacíos, se colmaron hasta rebosar. Tomó las manos de Victoria, las retiró de su cuello y las sostuvo entre las suyas.

– Una vez te dije que solo me casaría por amor.

– Lo recuerdo.

Apoyó una rodilla en el suelo delante de ella.

– Cásate conmigo.

A Victoria empezó a temblarle la barbilla al tiempo que sentía que se le humedecían los ojos. Las lágrimas resbalaron silenciosamente por sus mejillas hasta caer sobre las manos entrelazadas de ambos.

Nathan se levantó y se palpó frenéticamente el chaleco en busca de su pañuelo. Por fin encontró el pequeño cuadrado de algodón blanco y secó sus mejillas mojadas.

– No llores. Dios, por favor, no llores. No puedo soportarlo. -Maldijo en voz baja y siguió secándole las mejillas, pues nada parecía capaz de contener sus lágrimas. Finalmente, se rindió y se limitó a acariciar con los pulgares las mejillas mojadas-. No soy un hombre rico, pero haré todo lo que esté en mi mano por asegurarme de que vivas siempre cómodamente -prometió, con la esperanza de que sus palabras la confortaran-. Pasaremos parte del tiempo en Londres. Me llenará de orgullo acompañarte a la ópera, aun a pesar de que estoy seguro de que «ópera» es el término en latín que designa «muerte por obra de música ininteligible». Asistiré a todas las veladas que desees y te haré el amor en el carruaje durante el trayecto de regreso a casa. Y volveré a hacerlo cuando lleguemos. No tengo mucho que ofrecer, pero lo que tengo te lo ofrezco. Y te amaré todos los días mientras viva.

Victoria le miró a los ojos y vio en ellos todo lo que jamás había sido consciente de que quería. Probablemente tardaría una semana en dar con una respuesta brillante a las preciosas palabras de Nathan, pero de momento se contentó con dar voz a su corazón.

– Me he dado cuenta de que no importa dónde esté, siempre que esté contigo. Y hasta he llegado a tomarle cariño a tu colección de animales. Adoro a R.B. y a Botas, y estoy segura de que Petunia y yo podremos llegar a un acuerdo sobre lo que puede comer y lo que no. -Parpadeó para contener una nueva oleada de lágrimas-. Yo también te amo. Mucho. Sería para mí un honor ser tu esposa.

– Gracias a Dios -murmuró Nathan, atrayéndola hacia él. Sus labios capturaron los de ella en un largo, profundo y lujurioso beso al que Victoria se entregó con todo su ser.

Cuando él por fin levantó la cabeza, Victoria dijo con voz entrecortada:

– ¿Sabes? Llego al matrimonio con una dote.

– ¿Ah, sí? Lo había olvidado.

Y ese, decidió Victoria, fue el regalo más maravilloso que una mujer que siempre había sabido que se casarían con ella por su dinero podía haber recibido.

Epílogo

Aunque bien es cierto que la mujer moderna actual debería abstenerse de tomar decisiones que podrían alterar el curso de su vida «en el calor del momento», debería también reconocer que algunas decisiones no requieren ser meditadas porque existe claramente para ellas una sola respuesta.