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Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima.

Charles Brightmore.

Después de haber terminado por fin con el corral, Nathan presentó a su colección de animales su nuevo hogar temporal. Dio unas palmaditas de ánimo a la sólida redondez de Reginald y fue recompensado con una ristra de aspirados gruñidos. Petunia le golpeó con suavidad el muslo y Nathan le dio de comer un puñado de sus flores favoritas.

– Ni se te ocurra decírselo al jardinero -le advirtió, acariciando el pelo ocre de la cabra. Después de asegurarse de que sus amigos estaban cómodos, Nathan se puso la camisa y cruzó los parterres de césped que le separaban de Creston Manor. Tenía los brazos y los hombros doloridos y cansados, aunque era una sensación de la que disfrutaba, pues con ella impedía que su mente vagara por zonas que deseaba a toda costa evitar.

Mientras andaba bajo la larga y fresca sombra de Creston Manor dibujada por el sol menguante, oyó el inconfundible sonido de una voz femenina. A medida que se acercaba a la casa, pudo por fin distinguir con claridad las palabras.

– Las lluvias han dejado los caminos en un estado sencillamente espantoso.

Nathan se detuvo junto a la esquina de la casa. Apoyó la espalda contra la fachada de ladrillo y contuvo un gemido. A pesar de que habían pasado tres años desde que la había oído por primera vez, no había forma posible de confundir esa voz.

Lady Victoria había llegado.

El corazón de Nathan ejecutó un vuelco inusitadamente ridículo y sus cejas se unieron al instante en un profundo ceño. ¿Qué demonios le ocurría? Algo, sin duda. Quizá fuera la falta de sueño. Sí, eso debía de ser. Pues no había otra explicación para una reacción tan idiota. Cerró los ojos y golpeó la parte posterior de la cabeza contra la piedra de la pared dos veces… con suavidad, porque, por muy tentador que resultara caer inconsciente, no tenía ningún sentido prolongar lo inevitable. Cuanto antes descubriera lo que necesitaba saber sobre ella, antes podría enviarla de regreso a Londres.

Bajó la mirada y una sonrisa tiró de las comisuras de sus labios. Lady Victoria sin duda se desharía al verle con sus pantalones manchados, la camisa mojada y por fuera de los pantalones, y las botas gastadas. Se animó considerablemente. Eso la empujaría a marcharse de Cornwall lo antes posible. Nathan supuso que debía rodear la casa hasta la parte trasera del edificio y cambiarse de ropa, pero dado que Colin y su padre estaban de visita en el pueblo, el deber de dar la bienvenida a las invitadas recaía sobre sus hombros.

Se separó de la pared y volvió a la esquina con paso firme. Un coche bien equipado, de color negro lustroso y que lucía el blasón de la familia del barón de Wexhall, se había detenido en el camino curvo que daba acceso a la casa. Un par de sirvientas con aspecto desfallecido, que sin lugar a duda eran las criadas de las señoras, esperaban junto a un segundo carruaje que transportaba más equipaje. El exterior y las ruedas del coche, profusamente salpicados de barro, daban fe del espantoso estado del camino. Dos filas de caballos de idéntico gris esperaban pacientemente mientras Langston y la señora Henshaw, el mayordomo y el ama de llaves de Creston Manor, dirigían al servicio en las labores de descarga de los baúles. Mientras se aproximaba, Nathan estudió el grupo con atención.

Una mujer que reconoció como lady Delia, hermana de lord Wexhall, estaba hablando con la señora Henshaw. Lady Delia, que vestía una chaquetilla azul marino encima de un vestido de muselina de color crema salpicado de las arrugas que había dejado en él el viaje, y con un tocado de encaje, parecía no haber cambiado nada en los últimos tres años, la última vez que ella y Nathan se habían visto. Veinte años antes, habría sido descrita como una bella mujer. En ese momento, y aunque la palabra todavía le hacía justicia, su madurez exigía un término más próximo a «hermosa».

Nathan siguió adelante, estirando el cuello, y vislumbró la parte posterior de un tocado amarfilado con volantes. Su dueña estaba casi oculta entre el tropel de criados que deambulaban por la escena. En ese preciso instante, lady Delia se apartó a un lado, dejando a la vista el perfil de lady Victoria. Nathan aminoró el paso y la estudió.

Con un vestido de muselina de un tono rosa pálido y una chaquetilla de color rosa fucsia, lady Victoria aparecía bañada en un refulgente y dorado halo de sol, como una delicada flor de primavera. Una enérgica brisa con olor a mar, cortesía de Mount's Bay, amenazaba con arrancarle el tocado. La joven se llevó una mano cubierta por un guante de encaje color crema para mantener en su sitio la ridícula bagatela, que supuestamente era la última moda francesa. A pesar de sus esfuerzos, varios rizos oscuros emergieron del tocado y, a merced de la brisa, le acariciaron la mejilla. A Nathan se le ocurrió la ridícula idea de compararla con un retrato de Gainsborough, capturada como estaba por la brisa y el sol y con los rasgos parcialmente ensombrecidos por el tocado y el brazo levantado. Lo único que le faltaba a lady Victoria para completar la imagen era un campo de flores silvestres. Y quizá también un cachorro retozando a sus pies. Justo en ese momento, ella se volvió y las miradas de ambos se cruzaron.

Nathan sintió vacilar sus pasos hasta detenerse por completo al tiempo que sentía como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago, algo que ya había experimentado la primera vez que había posado la mirada en ella, tres años antes. La brisa pegaba el vestido de Victoria a su cuerpo hasta sugerir que la forma curva y femenina que se había encajado tan perfectamente en la suya sin duda seguiría haciéndolo. Un dorado rayo de sol la enmarcaba en un halo de resplandor que le daba todo el aspecto de un ángel, aunque Nathan recordaba vívidamente la maldad que había visto danzar en su sonrisa.

Un inconfundible brillo resplandeció en los ojos de Victoria, seguido por un destello de otra cosa que Nathan no logró a descifrar del todo pero que borró cualquier duda de que ella recordara el apasionado beso que ambos habían compartido. Luego sus rasgos quedaron desprovistos de toda expresión y sus ojos se colmaron de una fría indiferencia que ascendió por sus cejas. Indudablemente, Nathan no había dejado una impresión favorable en lady Victoria. Aunque no estaba seguro de si eso le resultaba más molesto que divertido o viceversa.

La mirada de la joven dio un rápido repaso a la ropa de Nathan. A continuación frunció los labios con firmeza y arqueó una ceja, dando muestras de una elocuencia que indicaba que el aspecto de él le resultaba casi tan atractivo como algo que bien pudiera haber arrancado del fondo de uno de sus delicados zapatos. Excelente. Llevaba allí menos de dos minutos y Nathan había conseguido alterarla. Odiaba ser el único en verse pillado desprevenido.

Contuvo una sonrisa y se adelantó hacia ella.

– Saludos, señoras -dijo al unirse al grupo-. Me complace ver que han llegado sin sufrir ningún contratiempo. ¿Han tenido un viaje agradable?

Lady Delia se llevó al ojo un adornado monóculo y le miró con atención.

– Es un placer volver a verle después de todos estos años, doctor Oliver.

– El placer es mío, lady Delia -dijo Nathan, ofreciéndole una sonrisa y una formal reverencia.

La mirada afilada de lady Delia no pasó por alto el aspecto descuidado de Nathan.

– Al parecer ha sido usted víctima de alguna clase de catástrofe.

– En absoluto. Esto no es más que el resultado de un proyecto junto a los establos que ha resultado ser un trabajo sucio. En este momento volvía a casa a fin de ponerme presentable para su llegada, aunque me temo que ya es demasiado tarde.