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V

Las calles estaban vacías a aquella hora de la madrugada y el detective Ari Greene estaba ganando muchísimo tiempo. Siempre le asombraba lo deprisa que podía cruzar la ciudad cuando no había tráfico y, además, había colocado en el techo del coche la luz destellante que lo identificaba como policía y que le daba carta blanca para saltarse los semáforos en rojo. Una hora más y las calzadas estarían atascadas de vehículos camino del trabajo.

Llegó a Front Street, dobló al este y pasó rápidamente ante algunos de los edificios de ladrillo rojo más antiguos de la ciudad, de cuatro o cinco pisos de altura, restaurados con mucho cariño. Varias tiendas de grandes escaparates decorados con gusto orlaban unas aceras inusualmente anchas que daban a la calle un aire sosegado, casi europeo. El edificio Market Place Tower se elevaba al final de una larga manzana de elegantes residencias.

Greene dobló la esquina y encontró aparcamiento en la calle lateral, detrás de una furgoneta último modelo que todavía tenía nieve en la caja. Debía de pertenecer a algún proveedor que había acudido al recinto cubierto del gran mercado de frutas y verduras situado al otro lado de la calle. Las mañanas de invierno, cuando la ciudad estaba libre de nieve, la gente que venía al centro desde los barrios y pueblos de los alrededores, más fríos, traía consigo el blanco elemento.

Greene salió del coche y se encaminó rápidamente al edificio. Cruzó una entrada de vehículos de la calle lateral, donde un discreto rótulo anunciaba: APARCAMIENTO PARA USO EXCLUSIVO DE LOS RESIDENTES DE MARKET PLACE. SE RUEGA A LOS VISITANTES NOTIFIQUEN SU LLEGADA AL CONSERJE. Continuó caminando apresuradamente, pero sin correr. Ser detective de Homicidios tenía ciertos protocolos no escritos. Había que ir bien vestido. No se llevaba arma. Y por encima de todo, salvo que fuese una verdadera emergencia, no se corría jamás.

La doble puerta automática de la entrada del edificio se abrió y Greene entró en el vestíbulo. Detrás de un mostrador de palisandro un hombre uniformado de aspecto árabe leía el Toronto Sun.

– Detective Greene de la Policía Metropolitana, Homicidios -se presentó.

– Buenos días, detective. -El hombre llevaba cosida en la chaqueta, sobre el pecho izquierdo, una etiqueta con su nombre: «RASHEED». Greene notó su acento melodioso; probablemente, en su país debía de ser un licenciado universitario.

Más allá, una agente de policía de uniforme se hallaba apostada en las inmediaciones de un par de ascensores y de una puerta, que Greene supuso que conducía a la escalera. Al percibir su presencia, la mujer volvió la cabeza.

Greene la reconoció y sonrió.

La agente Nora Bering asintió, echó una última mirada a los ascensores y se encaminó hacia él. Se encontraron a medio camino.

– Hola, detective -dijo ella y le estrechó la mano, seria y profesional-. He inhabilitado los ascensores salvo para uso policial. Mi compañero ha subido por la escalera hasta el piso doce. Se ha comunicado por radio desde el apartamento y ha precintado el escenario. La víctima estaba muerta a su llegada. Dos grupos de agentes de la división se han llevado ya al sospechoso y al testigo a comisaría. El oficial forense, detective Ho, viene de camino. Mi compañero sigue en el escenario, para mantener la continuidad de la presencia policial.

Greene asintió. Bering era una de las mejores agentes de calle de la división.

– ¿Quién es su compañero? -preguntó. Cualquiera que trabajara con Bering estaría bien entrenado.

Bering titubeó un instante.

– El agente Daniel Kennicott -respondió por fin.

Greene asintió lentamente y notó la mirada penetrante de Bering. El hermano de Kennicott había muerto asesinado hacía cuatro años y medio y Greene había sido el detective del caso. Su único caso por resolver.

Un año después del asesinato, cuando Kennicott había abandonado su profesión para hacerse policía, la historia de un joven abogado que daba la espalda a los rascacielos de Bay Street había resultado irresistible para la prensa. El hecho de que Kennicott fuese guapo y soltero y se expresara bien contribuyó al éxito. Y quedaba claro que él no buscaba llamar la atención, lo cual parecía hacer la historia aún más interesante.

Greene había tratado a Kennicott como a cualquier otra víctima a la que le hubieran asesinado un familiar. Después del frenesí inicial de encuentros, éstos habían adoptado un ritmo más pausado y mantenían reuniones cada dos meses para actualizar el caso. Desde su ingreso en el cuerpo, los encuentros siempre se efectuaban cuando Kennicott estaba fuera de servicio. Y vestido de civil.

Kennicott, había que reconocerlo, no había pedido nunca consideraciones especiales. Sin embargo, con el transcurso de los años y conforme los encuentros se espaciaban y abreviaban, se hizo palpable su frustración. Inevitablemente, entre un detective de Homicidios y la familia de una víctima se producen tensiones. Las expectativas de los familiares -que se produzcan detenciones enseguida, que se celebre juicio a la mayor brevedad y que se pronuncie una sentencia condenatoria contundente- deben rebajarse a menudo ante las realidades del procedimiento policial y del sistema legal. El Ministerio Fiscal se muestra intencionadamente reservado y distante, de modo que el principal contacto con las víctimas lo tiene el detective, a veces para consolarlas, a veces para dar salida a su frustración.

Profesionalmente, Greene y Kennicott se habían evitado en el trabajo. Era un acuerdo tácito, pero los dos sabían que era lo mejor. Tal vez había llegado la hora de que aquello cambiara, pensó Greene. Hasta entonces, había seguido la carrera de Kennicott como un hermano mayor, en secreto y sin interferir, y le habían impresionado los progresos del joven. Entre la policía había un dicho: para llegar a Homicidios se necesitaba un maestro, alguien que observara tus pasos y te promocionara.

– Kennicott lo tiene todo controlado -dijo Bering.

– No me sorprende -asintió Greene y se volvió hacia Rasheed, el conserje-. ¿Cuántos ascensores llegan a la planta doce?

– Los dos que tiene delante y un montacargas de servicio en la parte de atrás.

Greene se inclinó sobre el mostrador del vestíbulo y observó una serie de monitores de televisión en funcionamiento.

– ¿Las cámaras cubren todas las salidas?

– Sí, sí. Sobre todo, las principales.

El detective no quedó del todo satisfecho con la respuesta.

– ¿Existen más puertas?

– Sólo una, en el aparcamiento del sótano. -Rasheed parecía algo incómodo-. En ésa no hay cámara, pero apenas se utiliza y se cierra por dentro.

Greene miró a Bering.

– He inmovilizado los tres ascensores, montacargas incluido -respondió la agente-. Y he cubierto la escalera hasta la llegada de refuerzos. Lo que no podía hacer, además, era vigilar el sótano.

– Ha hecho lo adecuado -dijo Greene. Llegar a aquella conclusión era sencillo. Bering se encontraba sola allí abajo y tenía que vigilar si alguien entraba o intentaba salir del vestíbulo, y Greene sabía que la agente era lo bastante veterana como para saber que no debía perder de vista a Rasheed-. ¿Cómo sabe si la puerta del sótano está bien cerrada? -preguntó al conserje.

– La compruebo cuando hago la ronda.

– ¿La ha comprobado esta mañana?

– Todavía no. He empezado el turno hace una hora y esa puerta apenas se usa. El edificio es un remanso de paz.

Con la esposa de Kevin Brace muerta en la bañera de su apartamento, pensó Greene, la tranquilidad no duraría mucho más.

– ¿Y si alguien pone una piedra en la puerta para que no cierre?

– Sucede de vez en cuando -reconoció Rasheed, sonrojándose.

Greene asintió. Era la segunda vez que Rasheed no se mostraba del todo franco en su respuesta.