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Se dirigió a los ascensores mientras repasaba mentalmente la situación. Bering había cubierto el vestíbulo, el sospechoso y el testigo habían sido trasladados a comisaría y el forense ya estaba en el escenario del presunto delito. Por mucho que deseara subir allí, antes tenía que echarle un vistazo al sótano. Junto a los ascensores había una escalera y, en el momento en que se disponía a empujar la puerta, ésta se abrió bruscamente.

Una mujer mayor, de corta estatura, apareció en el umbral. Con las canas perfectamente peinadas hacia atrás, envuelta en un abrigo largo negro y con un pañuelo azul deslumbrante enrollado al cuello, se dirigió hacia la puerta principal con porte muy erguido.

– Buenos días, Rasheed saludó al conserje, sin detenerse.

Greene, a la carrera, la alcanzó antes de que llegara a la puerta exterior. La mujer llevaba una esterilla enrollada colgada del hombro, dos toallas blancas bajo el brazo y una botella grande de agua en la mano.

– Disculpe, señora. Soy el detective Ari Greene, de la Policía Metropolitana de Toronto -dijo, enseñando la placa. No quería identificarse como detective de Homicidios-. Hemos cerrado el edificio durante unos minutos.

– ¿Cerrado? ¿Qué significa cerrado?

La mujer tenía un leve acento británico que parecía modificado por una larga estancia en Canadá. Vista más de cerca, mostraba unos pómulos altos que su edad acentuaba. No iba maquillada y todavía conservaba una piel notablemente tersa. La dignidad con la que se expresaba provocó la sonrisa de Greene.

– Estamos investigando un incidente en el edificio -explicó Greene.

– ¿Y eso qué tiene que ver conmigo? Empiezo mi clase dentro de once minutos.

Greene se interpuso abiertamente en su camino, impidiéndole la salida.

– Se trata de un asunto serio, me temo.

– Estoy segura de que Rasheed podrá darle toda la información que necesite -respondió ella, indicando el mostrador de recepción con un gesto.

Greene abrió un bloc de notas marrón y sacó su bolígrafo Cross con sus iniciales, el que le había regalado el jefe Hap Charlton cuando había ingresado en Homicidios. La mujer se acercó un poco más a él y Greene captó un leve aroma a perfume que le provocó una nueva sonrisa.

– ¿Puede decirme cómo se llama, por favor? -preguntó.

– Edna Wingate. ¿Esto durará mucho? Detesto llegar tarde. Mi instructor de yoga no tolera los retrasos.

– ¿Vive usted en el edificio, señora Wingate?

– En el apartamento 12B. Es yoga con calor, detective -dijo ella, dirigiéndole una sonrisa coqueta-. Siempre llevo dos toallas.

– ¿Y desde cuándo vive aquí?

– Desde hace veinte años. Debería usted probar el yoga con calor. A los hombres les encanta.

– Hemos inhabilitado los ascensores -dijo Greene-. Lamento haberla obligado a bajar a pie por la escalera.

La señora Wingate soltó una risilla ligera y cautivadora.

– No uso nunca el ascensor. Subo y bajo a pie los doce pisos. Mi instructor de yoga dice que tengo los cuádriceps más fuertes que ha visto nunca en alguien de ochenta y tres años.

Mientras se dirigía al edificio, Greene había llamado al operador de centralita y sabía por él que en el piso superior sólo había dos apartamentos.

– ¿Ha notado algo inusual en la planta doce anoche o esta mañana? -preguntó.

– Desde luego que sí -contestó la mujer sin vacilar.

– ¿Y se trata de…?

– De mi periódico. Me preocupa el señor Singh. No recuerdo que haya dejado de venir un solo día.

– ¿Algo más?

– No, nada. Por favor, detective, debo irme ya.

– ¿Hacemos un trato?-preguntó Greene-. La dejaré salir del edificio para que acuda a su clase si me permite pasar a verla mañana por la mañana para hacerle unas preguntas.

La señora Wingate echó una rápida ojeada a su reloj de pulsera. Era un Swatch a la última.

– Tendrá que probar mi tarta de Navidad -respondió, lanzándole una sonrisa encantadora, acompañada de otra de aquellas risillas.

– ¿Quiere que venga antes de las seis?

– Venga a las ocho. Sólo tengo clase a esta hora tan temprana los lunes. Adiós -añadió, poniéndole la mano en el hombro al tiempo que pasaba a su lado, sin perder un ápice de su porte distinguido.

Greene la vio salir rápidamente a la acera, cruzar la calle desierta y desaparecer en la oscuridad matinal. Dedicó un instante a aspirar la última vaharada de aquel perfume y subió al piso doce a ver el cuerpo de la difunta en la bañera.

VI

Las seis en punto. Perfecto, pensó Albert Fernández mientras se secaba la cara y se peinaba hacia atrás los cabellos, de un negro intenso. Diez minutos para afeitarse, cortarse las uñas, cepillarse los dientes y secarse con la toalla. Quince más para vestirse; diez, si se daba prisa. A las 6.30 pondría en marcha la máquina de café y, a las 6.50 ya estaría saliendo por la puerta. Media hora para llegar al centro en coche y le sobrarían diez minutos, por lo menos, hasta las 7.30, la hora límite para el descuento a madrugadores en el aparcamiento.

Se enrolló a la cintura una toalla verde y salió en silencio del cuarto de baño anexo al dormitorio. Marissa dormía en la cama. Su cabellera negra se desparramaba sobre las blancas sábanas y Albert contempló la curva de su espalda y sus hombros.

Llevaban dos años casados y todavía se admiraba de seguir acostándose, noche tras noche, con aquella hermosa mujer desnuda. Había merecido la pena traerse de Chile a una joven esposa, pese a las objeciones de sus padres. Ellos habrían querido que se casara con una canadiense de buena formación socialista, como la gente que los había acogido a ellos como refugiados políticos en la década de 1970. En lugar de ello, para gran consternación suya, él había vuelto a casa y había conocido a una mujer de una de las familias más ricas del país. Desde entonces, sus padres no le hablaban.

Dejó la toalla húmeda en una silla y entró en su habitación favorita del apartamento: el vestidor. Le encantaba contemplar el perchero con sus espléndidos trajes a medida. Mi pasaporte al éxito, pensó mientras acariciaba la manga de una chaqueta azul marino de gabardina. Pasó la mano por la fila de camisas colgadas de las perchas y escogió una de sus favoritas, de algodón egipcio blanco crudo con puño francés.

Alzó la camisa a la luz y emitió un chasquido por lo bajo, decepcionado. Marissa había crecido entre empleadas domésticas y estaba haciendo sus primeros pinitos con la plancha. Tendría que hablar con ella de los cuellos. Acarició el sobrecargado corbatero y se decidió por una rojo intenso de Armani.

La ropa buena era una parte importante de su proyecto profesional. Recortaba gastos en todos los aspectos restantes de su vida para permitírsela. La mayoría de los demás fiscales de la oficina vestían como maestros de escuela o vendedores, con sus zapatos de suela de crepé, sus trajes marrones y sus corbatas apagadas. Él no. Albert siempre vestía impecablemente, como debía hacerlo un verdadero abogado.

Escogió los mocasines marrón oscuro y examinó su brillo. Necesitaban una pasada de gamuza. Aquello le llevaría dos o tres minutos.

Se abotonó la camisa, se anudó la corbata, se puso los pantalones y eligió uno de sus cinturones preferidos, de lustroso cuero oscuro con una hebilla sencilla de metal bruñido. Al graduarse como abogado, había comprado una enciclopedia de la moda masculina que aconsejaba que el cinturón se llevase ceñido hasta el tercer ojal. Se puso el suyo e intentó ajustarlo hasta la gastada marca de aquel tercer ojal. Sin embargo, aquella mañana parecía que le iba apretado. Tardó un momento en darse cuenta de que debía tomar aire para que la hebilla alcanzara.

Alarmado, se remangó la camisa y se examinó ante el espejo de cuerpo entero. Desde luego, su esbelta cintura se había ensanchado. Era increíble. Siempre había mirado de soslayo a los demás abogados varones de su oficina, con sus vientres rebosando por los cinturones de cuero de imitación. Punto y final, se juró: basta de bocadillos baratos, basta de picar bollos de la caja que, inevitablemente, pasaba por las mesas de la oficina a última hora de la jornada.