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-Estas separaciones no deberían ser necesarias.

-A veces lo son, y hay que aceptarlas. ¿Cómo está nuestra hija?

-Bien, y feliz. Y estará encantada de ver a su padre.

-¿No lo ha olvidado?

-No más que yo. ¿Cómo está Aragón?

-Mi padre es un valiente guerrero y siempre alcanzará la victoria.

-Lo mismo que vos, Fernando.

Tras un momento de silencio, Isabel volvió a hablar:

-Fue realmente valiente la forma en que Beatriz combinó este encuentro entre nosotros y el rey...

-Es una mujer valiente, os lo concedo, pero...

-A vos no os gusta Beatriz, Fernando, y eso no debería ser. Es una de mis mejores amigas.

-Sus maneras arrogantes son impropias de una mujer.

-Allí reside su fuerza.

-Pues a mí no me gustan las mujeres arrogantes -insistió Fernando.

Aunque débilmente, Isabel se sintió alarmada. En su vida de

reina habría ocasiones en que debería tomar sus propias decisiones y todos los demás deberían respetarla.

Pero ahora Fernando había regresado a casa tras una larga ausencia y no era el momento de pensar en las dificultades que los esperaban. Eso pertenecía al futuro y era mucho lo que el presente tenía para ofrecerles.

Beatriz estaba eufórica. Sus planes para volver a unir a Isabel y Fernando con el rey habían alcanzado todo el éxito que ella había esperado.

Enrique era maleable y se inclinaba a ir hacia donde soplara el viento; allí en Segovia, en compañía del guardián de su tesoro y de la diligente y decidida esposa de éste pareció que su amistad con Isabel y Fernando se consolidara.

A caballo, montado entre Fernando e Isabel, bromeando y riendo con ellos por el camino, para gran alegría de su pueblo, el rey había concurrido a las celebraciones del Día de Reyes. Así, todos juntos recorrieron las calles de la ciudad para dirigirse al palacio episcopal, situado entre la catedral y el Alcázar, que era donde se realizaba el banquete de Reyes.

Supervisado por la infatigable Beatriz, el banquete fue un éxito. Los sirvientes se afanaban por servir y atender a los invitados, mientras en las galerías cantaban los trovadores. A la cabecera de la mesa, el rey tenía a su derecha a Isabel y a Fernando a su izquierda.

Con radiante satisfacción, Beatriz observaba a su amada señora y amiga; Andrés, entretanto, observaba a su mujer.

Percibía en el aire cierta tensión, una especie de alerta. Era inevitable, se dijo. Tanto conflicto, tanta zozobra, no podían disiparse en un solo y breve encuentro. Enrique comía y bebía con evidente placer y los ojos se le ponían un tanto vidriosos al posarse en una de las mujeres presentes, de sensual belleza. En tan breve tiempo, Enrique no se había convertido en un rey prudente, e Isabel no estaba todavía segura en su lugar.

Terminado el banquete, dio comienzo el baile.

Mientras miraba a Isabel, sentada junto al rey, Beatriz abrigaba la esperanza de que éste invitara a bailar a su hermana. ¿Qué podría haber de más simbólico?

Sin embargo, Enrique no bailó.

-Hermana querida -murmuró-, no me siento del todo bien. Vos debéis iniciar el baile... vos y vuestro esposo.

Fueron, pues, Isabel y Fernando quienes se levantaron, seguidos, al llegar al centro del salón, por los demás invitados.

Presurosa, Beatriz corrió junto al rey.

-¿Está todo bien, Alteza? -preguntóle con ansiedad.

-No estoy seguro -respondió Enrique-. Me siento un poco raro.

-Es posible que haga demasiado calor para Vuestra Alteza.

-No lo sé. Siento escalofríos.

Con un gesto, Beatriz llamó a la hermosa joven que durante el banquete había despertado la atención del rey, pero éste parecía ahora no advertir su presencia.

-Sentaos junto a él y habladle -susurró Beatriz.

Pero el rey, cerrando los ojos, se había desplomado en su asiento.

Durante toda la noche, el rey estuvo quejándose en su lecho, diciendo que estaba muy dolorido.

Por Segovia se difundió la noticia de que el rey estaba enfermo, y se decía que las características de la enfermedad -vómitos, diarrea y dolores de vientre- hacían pensar en un envenenamiento.

En las calles de Segovia, hombres y mujeres guardaban silencio; al regocijo de ayer sucedía la solemnidad.

¿Podía ser que hubieran inducido al rey a ir a Segovia para allí envenenarlo? ¿Quién era el responsable de su estado?

Había muchos entre los que habían contribuido a organizar el banquete, que podían desearle la muerte, pues casi todos los presentes eran partidarios de Isabel y Fernando.

El pueblo de Segovia no quería creer que su amada princesa pudiera ser culpable de semejante crimen.

Al enterarse de la enfermedad del rey, Isabel se horrorizó.

-Enrique no debe morir -dijo Beatriz-. Si eso sucede nos culparán de su muerte.

Beatriz admitió lo atinado de sus palabras.

-Recordad -dijo Isabel- el conflicto que se creó en Aragón

cuando el pueblo creyó que Carlos había sido asesinado. ¿Cuántos sufrieron y murieron durante esos diez años de guerra civil?

-Debemos salvar la vida del rey -asintió Beatriz-, y quien debe atenderlo soy yo. No sería prudente que vos estuvierais constantemente en la habitación del enfermo, porque si vuestro hermano muriera os culparían con toda seguridad.

Fue Beatriz, pues, quien se hizo cargo de la atención del rey y, tal vez gracias a su decisión de impedir su muerte, el enfermo empezó gradualmente a mejorar.

En compañía de sus tropas, el marqués de Villena entró en Segovia y se presentó imperiosamente en el Alcázar.

Isabel y Fernando lo recibieron con una calma que contrastaba con el estado de ánimo de Villena, furioso y alarmado.

El rey no era hombre de fiar. Tan pronto como él, Villena, le volvía la espalda, ya estaba Enrique en tratos con el lado opuesto. Tal vez ahora hubiera aprendido la lección.

Villena exigía que lo llevaran inmediatamente a presencia de Enrique.

-Me temo que mi hermano no se encuentra en condiciones de recibir visitas -le advirtió Isabel.

-Exijo ser llevado a su presencia.

-No es aquí donde podéis plantear exigencias -recordóle Isabel.

-Deseo asegurarme personalmente de que recibe la mejor atención posible.

-Haré llamar a nuestra anfitriona, para que ella os asegure que no hay motivos de alarma.

Cuando llegó, Beatriz explicó a Villena que el estado del rey era de franca mejoría, pero que aún no estaba lo bastante bien como para salir de Segovia.

-Debo verlo inmediatamente -insistió Villena.

-Lo siento, señor -el tono de Beatriz era de apaciguamiento, pero sus ojos lo desmentían-. El rey no está todavía en condiciones de recibir visitas.

-Pues me quedaré aquí hasta poder verlo -declaró el marqués.

-Desde el momento que tan cortésmente la pedís, no podemos negaros nuestra hospitalidad -le contestó Beatriz.

Pero ni siquiera ella pudo impedir que Villena viera al rey. Había hombres del marqués por todas partes, y no era insuperable la dificultad para hacer llegar a Enrique un mensaje anunciándole que Villena estaba en el Alcázar, y que si en algo valoraba su vida, el rey debía insistir en verlo sin dilación.

Al sentarse junto al lecho de Enrique, a Villena le asustó el aspecto del rey. La enfermedad lo había cambiado: se lo veía magro y con la tez amarillenta.

También Enrique pensó que Villena había cambiado. Hasta cierto punto, su intensa vitalidad había disminuido y la piel tenía un tinte grisáceo.

-Vuestra Alteza jamás debió cometer la tontería de venir aquí -empezó Villena.

-No podía saber que habría de atacarme esta enfermedad -murmuró Enrique, malhumorado.

-Para que os atacara fue, precisamente, para lo que os hicieron venir.

-¿Creéis que intentaron envenenarme?