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-Estoy seguro. Y seguirán intentándolo mientras continuéis vos en este lugar.

-Confío en Isabel.

-¡Que confiáis en Isabel! Si lo que ella gana es un trono, que no puede ser suyo mientras viváis.

-Isabel está segura de que es la legítima heredera y está dispuesta a esperar.

-Pero no demasiado, al parecer. No, Alteza, es menester que os saquemos de aquí lo antes posible. Y no debemos permitir que permanezca ignorado este atentado contra vuestra vida.

-¿Qué plan sugerís? -preguntó Enrique, con desánimo.

-Enviaremos fuerzas sobre Segovia, para que entren furtivamente en la ciudad y se apoderen de los puntos vitales. Después tomarán presa a Isabel, acusándola de haber intentado envenenaros y entonces podremos someterla a proceso.

-Yo no creo que Isabel intentara envenenarme.

-Entonces no creéis en el testimonio de vuestros sentidos.

-Y la mujer de Cabrera me ha atendido con esmero.

-¡Esa envenenadora!

-Es buena enfermera y parecía determinada a salvarme la vida. Además, marqués, ¿no pensáis que debo reconocer que Isabel es la heredera del trono? Es a ella a quien quiere el pueblo y, con ayuda de Fernando, conseguirá sacar a Castilla de sus actuales dificultades.

-Pero vuestro testamento, del cual me habéis nombrado ejecutor, expresa claramente que la heredera del trono es vuestra hija Juana.

-Es verdad. La pequeña Juana, que no es más que una niña y se verá rodeada de lobos... lobos que buscan el poder. Mientras recorría las calles de la ciudad en compañía de Fernando y de Isabel, llegué a la conclusión de que las cosas se simplificarían si yo admitiera que Juana no es mi hija e hiciera de Fernando e Isabel mis herederos.

-Ya veo que el veneno ha sido parcialmente efectivo -se burló Villena-. Tan pronto como estéis en condiciones de viajar debemos salir de aquí rumbo a Cuéllar; allí haremos nuestros planes para la captura de Isabel. No estaremos seguros mientras no la tengamos encerrada a buen recaudo. Y mientras vos sigáis en este lugar seguiré yo temblando por vuestra seguridad.

-Pues yo no -declaró el rey-. No creo que Isabel permita que me acontezca ningún daño.

Mientras lo miraba desdeñosamente Villena se llevó una mano a la garganta.

-¿Es que os duele algo? -preguntó Enrique-. Parecéis tan enfermo como yo.

-No es nada; siento cierta sequedad en la garganta. Cierta incomodidad, nada más.

-Pero no se os ve de buen color, como antes.

-Es que apenas si he dormido desde que supe la noticia de que Vuestra Alteza estaba en Segovia en medio de sus enemigos.

-Ah, más feliz habría sido mi vida de haber sabido distinguir quiénes eran mis enemigos y quiénes mis amigos.

Villena se sobresaltó.

-Habláis como si vuestra vida hubiera terminado. No, Alteza, ya os recuperaréis de este atentado. Y no dejaremos que caiga en el olvido, ya nos aseguraremos de eso.

-Claro que si Isabel estaba al tanto de un plan para envenenarme -asintió Enrique- merece ser enviada a prisión.

En la ciudad de Cuéllar, donde Villena había hecho llevar al rey, tomaban forma los planes para la captura de Isabel.

-Las fuerzas entrarán en la ciudad y se arrojarán explosivos contra el Alcázar -explicó Villena-. Cuando los habitantes sean presa del pánico, no nos será difícil apoderarnos de Isabel.

Habían pasado varios meses desde la enfermedad del rey, pero Enrique no se había recobrado del todo y seguía teniendo ataques de vómitos.

En cuanto a Villena, daba la impresión de que se hubiera agotado la tremenda energía que lo sostenía. Seguía haciendo planes y alimentando ambiciosas expectativas, pero el dolor de garganta aún lo atormentaba y se le hacía imposible comer ciertas cosas.

En el Alcázar de Segovia, Beatriz y su marido estaban al tanto del proyecto de capturar a Isabel y habían reforzado las guardias en todos los puntos vitales, de modo que cuando las tropas de Villena intentaron entrar furtivamente en la ciudad, fueron descubiertas y el plan se frustró.

Villena recibió la noticia casi con indiferencia.

Al día siguiente su moral se había derrumbado y aceptó el consejo de quedarse en cama que le daban sus servidores. En pocos días los dolores se habían hecho insoportables y le resultaba imposible tragar nada. Comprendió que no le quedaba mucho tiempo de vida.

En su postración, pensando en todas las ambiciones de su vida, se preguntaba si todo eso había valido la pena. Había alcanzado las cumbres del poder; había sido, en ocasiones, el hombre más poderoso de Castilla, y ahora todo había terminado: se veía reducido a permanecer en su lecho, víctima de un tumor maligno en la garganta, que conseguiría destruirlo, como no habían podido conseguirlo sus enemigos.

Finalmente, la que quedaba era Isabel. El pueblo empezaba a congregarse en torno de ella mientras él, Villena, el hombre que había jurado que la princesa jamás ascendería al trono, se moría sin remedio.

Cuando le dieron la noticia de la muerte de Villena, Enrique no podía creerla. Villena... ¡muerto!

«Pero... ¿qué haré?», se preguntaba. «Ahora, ¿qué haré?»

Continuamente rogaba y lloraba por su amigo. Él, que siempre había creído que moriría mucho antes que Villena, había perdido ahora a su amo y servidor y se sentía desvalido.

Su secretario, Oviedo, pidió hablar con él.

-Alteza, hay un asunto muy importante del que necesito hablaros -le dijo.

Con un gesto, Enrique indicó que lo escuchaba.

-En su lecho de muerte, el marqués de Villena puso en mis manos este papel. Es vuestro testamento, del cual él debía ser el ejecutor. Me he permitido echarle un vistazo, Alteza, y veo que es un documento de grandísima importancia, puesto que en él designáis heredera a la princesa Juana.

-Lleváoslo -se fastidió Enrique-. ¿Cómo puedo pensar en semejante cosa cuando mi querido amigo ha muerto y me encuentro completamente solo?

-Pero, ¿qué hago con él, Alteza?

-No me importa lo que hagáis con él. Lo único que deseo es que me dejéis en paz.

Con una reverencia Oviedo se retiró.

Al estudiar el testamento se dio cuenta de lo explosivo de sus términos, que de llegar a difundirse podían precipitar a Castilla en la guerra civil.

Sin poder decidir qué hacer, optó por guardarlo temporalmente en una caja que cerró con llave.

Sintiéndose no sólo enfermo, sino agotado por completo, Enrique regresó a Madrid. Sabía que Villena había sido un egoísta, un hombre tremendamente ambicioso, pero sin él se sentía perdido. Creía que el momento más desdichado de su vida había sido la época en que el marqués tomó partido por sus enemigos y brindó su apoyo al joven Alfonso, y recordaba la alegría que había sentido cuando volvió a contar con la lealtad del marqués.

-Y ahora estoy solo -murmuraba Enrique-. Él se ha ido antes que yo y todos los problemas de que estoy rodeado me enferman y me agotan.

Con frecuencia se sentía enfermo como consecuencia de la

enfermedad que había padecido en Segovia y de la cual jamás se había recuperado.

Muchas veces la compasión de sí mismo le llenaba de lágrimas los ojos, y sus médicos buscaban la forma de arrancarlo de su letargo, pero ahora no había nada que excitara su deseo de vivir. Sus amantes ya no le interesaban y nada había en la vida capaz de frenar al decaimiento de su espíritu.

Para cuantos estaban próximos a él en la corte se hizo evidente que Enrique tenía los días contados. Los nobles más ambiciosos empezaron a cortejar a Isabel. El cardenal Mendoza y el conde de Benavente, que primero habían apoyado a Alfonso y después a la Beltraneja, preparaban ahora un nuevo cambio de rumbo, esta vez en dirección a Isabel.

La infanta era la sucesora natural. Su carácter despertaba admiración; por su naturaleza, podría ser buena reina, y tenía en Fernando un marido enérgico y activo.