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– No sé si lo que recuerdo puede servirle de ayuda a Markús -Kjartan se inclinó de pronto sobre la mesa. Con el movimiento, la silla crujió y rechinó-. Ojalá sea así…, me cae bien el chico. Su padre y yo éramos grandes amigos. Aquí le llamábamos Krúsi «Pasta» en los viejos tiempos, porque estaba siempre hablando de dinero.

Þóra sonrió para sí. Hacía decenios que Markús había dejado de ser un chico, pero, al parecer, en la memoria de aquel hombre se había quedado fijado como tal.

– De todos modos, me gustaría oír tu historia. Nunca se sabe lo que puede resultar importante en estas situaciones -dijo Þóra-. ¿Cuándo empezó? Tengo entendido que la erupción se produjo sin previo aviso.

Ahora le había llegado a Kjartan el turno de sonreír.

– La erupción que hizo nacer la isla de Surtsey, al suroeste de aquí, fue un magnífico ejemplo, creo yo -se estiró hacia la pared detrás de él y cogió un mapa enmarcado de las islas. El mapa estaba descolorido y polvoriento. Kjartan sopló para quitar toda la suciedad posible. Señaló Surtsey con el dedo y lo fue pasando por las demás islas, que formaban una línea desde allí hasta la misma Heimaey-. No hace falta ser muy listo para darse cuenta de que aquí está el cinturón de fuego. Y la distancia no es muy grande -dijo colocando el meñique en Heimaey y el pulgar en Surtsey-. Unas trece o catorce millas marinas -puso el mapa sobre la mesa, delante de él-. La erupción del Surtsey empezó el año 1963 y la del Eldfell, el volcán de Heimaey, se produjo en 1973. Diez años es un tiempo muy breve en términos geológicos.

– Quizá-dijo Þóra-. Pero es un tiempo significativo para la gente normal. Supongo que los habitantes de las Vestmann dejarían de pensar en erupciones mucho después de que acabara la del Surtsey.

– Cierto, cierto, muy cierto -dijo Kjartan-. En realidad, los únicos avisos fueron varios terremotos la noche antes del comienzo de la erupción. A decir verdad, nadie vio ningún indicio en ellos, pues pensaron que los temblores venían de la zona donde acababan de construir la planta hidroeléctrica de Búrfell, aunque estuviera lejos de las islas. Bueno, yo no soy especialista en sismología, pero se decía que uno de los tres sismógrafos que midieron esos temblores de la corteza terrestre estaba estropeado y que eso impidió determinar el epicentro con más precisión. Ni una sola persona apagó ni siquiera una bombilla por esos temblores -Kjartan calló-. En realidad hubo varios indicios a los que nadie prestó atención -añadió después, apartando los ojos de Þóra-. Una mujer que vivía en la periferia de la zona en la que comenzó la erupción se extrañó, dos días antes de la erupción, de que los elfos estuvieran haciendo las maletas para mudarse de casa.

– ¿Los elfos? -repitió Þóra-. Comprendo -decidió no decir más sobre el tema.

– Sí, y una niña les dijo a sus padres que iba a haber una erupción enseguida en un sitio en el que aparecieron fisuras volcánicas unos días antes -Kjartan se encogió de hombros-. Circulan más historias de este tenor sobre hechos inexplicables que sucedieron los días inmediatamente anteriores, pero hasta que no empieza, nadie sabe si hay que hacerles mucho o poco caso. Por ejemplo, un pintor aficionado pintó un cuadro de la zona que mostraba el volcán y la lava antes de que sucediera nada. En realidad, yo estoy convencido de que hay algunas personas que perciben catástrofes como esa de alguna forma inexplicable… Igual que dicen que sucede con los animales. Aunque yo no estaba entre esas personas.

Þóra dio gracias a Dios de que fuera así.

– ¿De modo que la erupción comenzó a media noche?

– Sí -dijo Kjartan, aparentemente aliviado de que Þóra no preguntara nada más sobre cosas sobrenaturales-. La fisura se abrió a las dos de la madrugada y empezó a escupir lava. Estaba solo a doscientos metros de la casa más próxima, de modo que os podéis imaginar que fue un auténtico milagro que todo el mundo se salvara.

– La gente debió de llevarse un susto espantoso -dijo Þóra-. Yo nunca he estado cerca de una erupción, pero el estruendo tiene que ser aterrador.

– Puede sonar increíble, pero el ruido no era tan enorme -respondió Kjartan-. La mayoría de los que vivían cerca del lugar de la erupción se despertaron por el estruendo, pero a muchos que tenían su casa más lejos hubo que despertarlos. Los coches de policía, los coches de bomberos y otros vehículos fueron pasando por las calles de la ciudad con altavoces para avisar a la gente. Poco después decidieron evacuar la isla y se pidió a todo el mundo que bajara al puerto. No hizo falta decirlo dos veces y, por algún motivo, la mayoría estaban ya yendo para allá. Aunque en algún caso hubo que ir a buscar a la gente y convencerla para que saliera.

– ¿Es que no se daban cuenta del peligro? -preguntó Þóra, extrañada-. Se percatarían del riesgo al despertarse con un volcán en erupción justo en el jardín.

– Naturalmente, era plena noche y la gente estaba confusa. Algunos creían que se había producido un incendio, de hecho el primero que se percató de la erupción llamó a la policía y avisó de que había un incendio en una casa. Era el dueño de la granja de Kirkjubær, y el cráter estaba justo enfrente de sus tierras. Afortunadamente a dos kilómetros de distancia, gracias a Dios -Kjartan pareció por un instante estar presumiendo de que aquella no hubiera sido una erupción para turistas-. Bueno, otros creyeron que había estallado la guerra. Por entonces, la guerra fría estaba permanentemente en la cabeza de todos… y naturalmente también la guerra del bacalao. Tampoco se puede uno hacer una idea clara por cómo está ahora todo esto. Pero entonces no había aquí ningún volcán, el que hay se formó con la erupción. Era un terreno llano y de pronto surgieron de la tierra toda una serie de cráteres activos. Desde cierta distancia podrían haber parecido edificios en llamas o grandes fuegos de rastrojos. Además de que, claro está, la forma de reaccionar ante una crisis depende mucho de la forma de ser de cada uno -Kjartan sonrió para sí-. Yo estaba en un grupo que intentó convencer a una mujer para que abandonara su casa, que era de las más cercanas al volcán. Se había levantado y se había puesto a preparar crepes. Tuvimos que echar mano de todas nuestras dotes de persuasión para que dejara las crepes.

Þóra sonrió. Vio que Bella estaba como petrificada, aunque a decir verdad no había hecho gesto alguno desde que se sentó. Þóra no sabía si aquello significaba algo bueno o algo malo. A lo mejor, la chica estaba escuchando, pero parecía que tenía la cabeza a muchos kilómetros de allí.

– Pero al final creo que pudisteis escapar todos de la isla, ¿no?

– Sí, así fue. Se consiguió sacar a todo el mundo de sus casas en algo así como una hora, y todos se congregaron en el puerto. El día anterior había habido muy mala mar y toda la flota estaba en puerto. Si no, habría habido una terrible mortandad, pues pasó poco tiempo desde el principio de la erupción hasta que empezaron a caer sobre la ciudad bombas de lava ardiente. Se creó una situación de lo más seria -Kjartan se reclinó sobre el respaldo-. Los que estábamos en los equipos de rescate tuvimos que trabajar contra reloj. Todo parecía indicar que la lava iba a cerrar el puerto, pues la lengua de fuego fue descendiendo hasta llegar a la misma bocana, a la altura del acantilado de Ystaklett. Entonces habría sido difícil hacer nada…, teníamos que sacar a cinco mil personas. Eso sin mencionar ovejas y gallinas.

– ¿Ovejas y gallinas? -repitió Þóra como una tonta-. ¿Enviasteis el ganado a tierra en los barcos? ¿Y qué pasó con los perros y los gatos? -ni se le había ocurrido pensar en ello. Naturalmente, en la isla no vivían solamente personas.

– En esa época estaba prohibido tener perros [2], pero los gatos se quedaron en su mayoría. No hubo forma de reunirlos a todos. Así que la mayoría murió, sobre todo por los vapores tóxicos. Pero a las ovejas se las envió enseguida a tierra firme en helicópteros de las fuerzas americanas, mientras que las aves de corral fueron en los barcos -respondió Kjartan. Calló un momento-. Aunque he visto mi propia casa desaparecer bajo la lava, lo más triste que presencié durante la erupción fue cuando llevaron las vacas de Kirkjubær al puerto para sacrificarlas. Fue horrible. Esa granja fue la primera en desaparecer, pues el volcán estaba en sus tierras y el granjero era ya viejo y no estaba en situación de volver a empezar con la ganadería. No había otra solución posible, pero aquello fue desolador. Catástrofes como esta se ceban horriblemente sobre los pobres animales y además creo que las vacas percibieron que su viaje al puerto era el último que iban a hacer -carraspeó-. El granjero fue a la casa por la mañana en un avión. Todas sus pertenencias le cupieron en una cajita.

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[2] En Islandia estuvo prohibido tener perros en las ciudades hasta hace apenas veinte años. Todavía son raros estos animales de compañía, aunque gatos los hay por todas partes. (N. del T.)