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Martes, 10 de julio de 2007

Algunos días, en la vida de la abogada Þóra Guðmundsdóttir era peores que otros; por ejemplo, cuando se tenía que volver, ya a medio camino de la oficina, para apagar la cafetera, o cuando la llamaban del colegio para que fuera a recoger a su hija Sóley, que había tenido una hemorragia nasal durante el recreo. Luego, había otros días que eran incluso peores, como cuando se cumplía el plazo de pago de las facturas grandes, cuando se atascaba el botón del cajero, cuando tenía que llenar el depósito de su coche, y así sucesivamente. En esos días nada marchaba como debía, ni en casa ni en el despacho. No era aún ni mediodía cuando Þóra comprendió que aquel era uno de esos días nefastos. Había empezado con una larga búsqueda de la llave del coche, que finalmente apareció entre las cosas de su hijo Gylfi. El refrigerador resultó estar prácticamente vacío, y el pan que Þóra pensaba aprovechar para el almuerzo de su hija había empezado a llenarse de moho. La tarde anterior, Þóra había pensado en pasarse por la tienda de camino a casa desde el aeropuerto, pero el avión de Heimaey aterrizó tan tarde que ya estaba cerrada. En el despacho, las cosas no empezaron mejor, todo estaba patas arriba, la red estaba interrumpida por «trabajos de renovación del router» de la empresa encargada, según la explicación oficial, y no había conexión telefónica por culpa de un electricista que trabajaba en las obras de la planta y que, sin darse cuenta, se había cargado un cable que habría sido mejor no tocar. De modo que buena parte de la mañana transcurrió en completo aislamiento del mundo exterior, aparte de los teléfonos móviles. Aquello le atacó los nervios a Bella, la secretaria, que se negó a utilizar su móvil para el despacho, ya que era ella quien pagaba la factura. Bragi, el socio de Þóra, le dejó su propio teléfono, con la desesperación en los ojos. Dios sabe las barbaridades que les soltaría la chica a los que llamaran, pues no era conocida precisamente por su afabilidad.

Nada más quedar reparado el teléfono, llamó Markús. Después de los saludos de rigor, fue directamente al tema.

– Alda no responde -dijo. La incomodidad era palpable en su voz.

– No deberías hablar con ella hasta que la policía haya acabado de interrogarla, Markús. Podría parecer que estás intentando influir sobre ella, y eso no nos beneficia nada. -Þóra comprendía perfectamente que él quisiera asegurarse de que Alda confirmaría su historia. Pero dudaba, al mismo tiempo, de que una llamada telefónica suya fuera a cambiar nada en el comportamiento de la mujer, que diría la verdad o mentiría para salvar su propia piel. Y a la hora de la verdad la gente prefería ocuparse de sí misma.

– Pero es muy extraño -dijo Markús-. Últimamente manteníamos un contacto bastante continuo, y siempre que la llamaba, me contestaba. Además, las pocas veces que no contesta, enseguida llama ella. Nunca me ha hecho un desplante como este -vaciló por un instante antes de continuar-: ¿No estará evitándome porque no quiere confirmar mi versión? ¿Tú qué crees?

Þóra estaba más o menos segura de que por ahí debía de andar el asunto, pero no quiso aumentar más la preocupación de Markús. Naturalmente se podía pensar que hubiera alguna otra explicación, pero resultaba improbable.

– Bueno, creo que deberías guardar la calma hasta que sepamos algo a ciencia cierta -miró el reloj de la pared-. Supongo que la policía ya se habrá puesto en contacto con ella, aunque es posible que aún no haya declarado oficialmente. Si no confirma tu versión, te volverán a llamar a ti. Entonces tendrás derecho a que esté yo presente para apoyarte y asesorarte. Naturalmente, querrán volver a hablar contigo, confirme ella tu declaración o no, de modo que no tienes que preocuparte si la policía quiere volver a hablar contigo.

Markús respiró hondo.

– Alda no es de esas personas que te dejan tirado.

– Probablemente no -respondió Þóra, aunque pensando que algo parecido habría dicho Androcles sobre los romanos en tiempos remotos, justo antes de que lo arrojaran a las fieras, en el circo-. Naturalmente puedo llamar a mi amigo Guðni y enterarme de cuál es la situación. No está claro que me vaya a decir nada, pero en vista del poco aprecio que tiene a las formalidades, nunca se sabe.

– ¿Crees que seguirá él a cargo del caso? -preguntó Markús esperanzado-. También puedo llamarle yo.

– No, de ninguna manera -se apresuró a responder Þóra-. No quiero que hables con él a solas. A saber cómo acabaría. Seré yo quien hable con él. Aunque la policía de Reikiavik se haya hecho cargo del caso, es seguro que le permitirán participar. Es su jurisdicción.

– ¿Sigo intentando ponerme en contacto con Alda, entretanto? -preguntó Markús esperanzado.

– Olvídate de eso -respondió Þóra con decisión. Reflexionó un instante y luego añadió-: ¿Cuándo hablaste con ella por última vez?

– Hablé con ella un momento anteanoche -respondió Markús-. La noche antes de ir a Heimaey tú y yo. Le dije que por fin me habían autorizado a entrar el primero en la casa.

– Comprendo -dijo Þóra-. Una última pregunta antes de llamar a Guðni -añadió-. ¿Crees que Alda sabía algo de esos tres cuerpos, o que tuvo alguna participación en la muerte de esos hombres, o del dueño de la cabeza? -Þóra no estaba segura de haberle hecho jamás a nadie una pregunta tan rara.

– Eso es de todo punto imposible -dijo Markús-. Tenemos la misma edad, de modo que cuando la erupción ella tenía quince años. Nunca le habría hecho daño ni a una mosca. Ni entonces ni ahora. Y además, no creo que pensara que cuando yo bajara al sótano me podría llevar tres cadáveres, además de la caja. De haber sabido que estaban allí o de haber tenido cualquier relación con ellos, me habría insistido aún más para que se prohibiera la excavación. Por lo menos me habría avisado.

– Sí, eso sería lo lógico -dijo Þóra pensativa-. Pero ya es demasiada casualidad que en el mismo sótano aparecieran una caja con una cabeza cortada y tres cadáveres.

– Sí, es muy extraño -dijo Markús, que parecía enfadado.

– ¿Estás seguro? -preguntó Þóra con toda sinceridad. Tampoco a ella se le ocurría nada que pudiera explicar algo así. Se despidieron y Þóra se dispuso a servirse un café. No pudo aprovechar mucho el rato de descanso antes de llamar a Guðni, el comisario.

El comisario de policía de las Islas Vestmann, Guðni Leifsson, apagó la linterna al bajar al sótano. Los reflectores que había instalado la sección de criminalística de Reikiavik iluminaban el lugar donde se habían encontrado los cuerpos, y su luz era suficiente para ver la totalidad del espacio. Guðni se colocó al lado del que dirigía la investigación, un joven bastante antipático que se había presentado como Stefán cuando el grupo apareció a toda prisa, a última hora de la tarde del día anterior, en una avioneta. Evidentemente, ya era hora de retirarse. Ya había conocido a demasiados colegas que aún estaban en el vientre de su madre cuando él empezó a trabajar. Guðni miró fijamente lo que tenía ante los ojos.

– ¿Qué pensáis? -preguntó tranquilo, sin malgastar palabras en formalidades ni mirar a su interlocutor.

Stefán se volvió para comprobar quién le preguntaba. Apareció por un instante un asomo de irritación en el gesto, lo que a Guðni le pareció un anuncio de algo que ya conocía: los policías de Reikiavik siempre quieren que el poli rural abandone el caso inmediatamente, para poder investigar ellos el escenario en paz. Aquel tal Stefán apenas había tenido tiempo para que Guðni le explicara las circunstancias cuando llegó a la casa la noche anterior, acompañado de otros policías anónimos y aún más jóvenes. Los acompañantes no dijeron una sola palabra en todo el rato, por lo menos que Guðni pudiera oír.

– ¿No es un poco menos malo de lo que podría parecer? -preguntó Guðni sin dejarse afectar por la irritación del joven.