Mientras hablaban, la mujer había enlazado las manos delante de ella. Lynley observó la presión que aplicaba a las yemas de los dedos. Esperó a que concluyera su batalla interna, y trató de impedir que su cara revelara la impaciencia que sentía. Era absurdo ofenderla más. Los dos sabían qué él tenía las de ganar. Una sola llamada, y el Yard daría los pasos políticos necesarios para neutralizarla o apartarla del caso. Lo cual sería una lástima, pensó, porque era aguda, inteligente y capaz.
Aflojó la presa sobre sus brazos.
– Muy bien -dijo.
Lynley no supo a qué accedía, y supuso que solo aceptaba efectuar el siguiente movimiento, que consistió en precederle hasta el exterior. La sargento Havers estaba sentada bajo el emparrado. Lynley observó que había tenido la prudencia de no tocar nada de la caja que contenía las pruebas e informes de Ardery. Su rostro expresaba la indiferencia más absoluta.
Ardery volvió a sacar los moldes de yeso de las pisadas, así como los informes y fotografías.
– Hemos identificado el zapato -dijo-. El dibujo de la suela es muy característico.
Tendió a Lynley el molde completo. Duplicaba toda la suela de un zapato. Alrededor de los bordes corrían señales que parecían una cornisa de diente de perro. Unas hendiduras en el yeso serían porciones levantadas de la propia suela. Una segunda serie de hendiduras, parecidas a cuchilladas, se extendían en diagonal desde una cornisa a otra. Los motivos se repetían en el tacón. Lynley comprendió que era un diseño muy característico.
– Doc Martens -dijo Ardery.
– ¿Zapatos? ¿Botas?
– Parecen botas.
– Buenas para ejercitar el legítimo derecho a. la xenofobia -comentó Havers-. Montar un pequeño desfile en Bethnal Green. * Aplastar algunas caras con esas deliciosas puntas metálicas.
Lynley colocó el segundo molde al lado del primero. El segundo reproducía la punta del zapato y unos ocho centímetros de la suela. Vio que habían sido hechas por la misma bota. Una de las cornisas del borde izquierdo parecía deformada, como si estuviera gastada o la hubieran cortado con un cuchillo. Esta masa deforme aparecía en ambos moldes y no era, dijo Ardery, un rasgo normal de los zapatos.
– El molde completo procede del fondo del jardín -explicó Ardery-. Señalaba el lugar donde alguien saltó la valla desde la dehesa contigua.
– ¿Y la otra? -preguntó Lynley.
Ardery señaló hacia el oeste.
– Hay un camino peatonal público que corre por encima de la fuente. Va hacia Lesser Springburn. Hay un portillo con escalones a unas tres cuartas partes del camino, antes de llegar al pueblo. La huella estaba allí.
Lynley aventuró una pregunta que rio iba a gustar a Ardery. Contenía el mensaje no verbalizado de que tal vez ella y su equipo hubieran pasado algo por alto.
– ¿Nos lo enseñará?
– Inspector, hemos peinado el pueblo. Hemos hablado con todos sus habitantes. Créame, el informe…
– Debe de ser mucho más completo que cualquiera de los que yo he escrito -interrumpió Lynley-. No obstante, me gustaría verlo con mis propios ojos.
Ardery era muy consciente de que no necesitaban su permiso ni su presencia para pasear por un camino público. Lynley dedujo por su expresión que lo comprendía. Si bien su petición había implicado igualdad, al mismo tiempo insinuaba duda sobre su minuciosidad. A ella le tocaba elegir con qué significado se quedaba.
– Muy bien -dijo-. Iremos al pueblo y echaremos un vistazo. Es un paseo de diez minutos.
El camino comenzaba en la fuente, un estanque burbujeante a unos cincuenta metros de Celandine Cottage. Se elevaba con suavidad sobre el riachuelo que surgía del estanque. Por un lado, bordeaba primero una serie de dehesas, y después un huerto en el que manzanos descuidados (de brotes rosados y blancos, como una nevada al anochecer) estaban invadidos por malas hierbas pestilentes. Al otro lado del camino, las ortigas se mezclaban con zarzamoras, y las ramas blancas de los perifollos silvestres se alzaban por encima de la hiedra que trepaba a los robles, los alisos y los sauces. La mayoría de los árboles que flanqueaban el camino y el riachuelo estaban en flor, y el peculiar gorjeo seguido de un silbido claro y fuerte indicó la presencia de un sílvido y un tordo.
Pese a sus zapatos de tacón alto que la alzaban a la altura de Lynley, la inspectora Ardery se movía por el camino con agilidad. Apartaba setos y zarzas, se agachaba bajo ramas y hablaba mientras andaba.
– Hemos identificado las fibras encontradas en la valla del fondo del jardín. Dril de algodón. Tejanos normales. Levi Strauss.
– Eso nos deja solo al setenta y cinco por ciento de la población -comentó Havers en voz baja.
Lynley dirigió una mirada de advertencia a su sargento, que le seguía a pocos metros de distancia. Después de haber conseguido la colaboración de la inspectora, aunque fuera a regañadientes, no iba a perderla por culpa de uno de los comentarios de Havers, espontáneos pero inoportunos. La sargento captó su expresión y formó la palabra «perdón» con la boca.
Ardery no escuchó el comentario, o tal vez prefirió no hacer caso.
– También había aceite en las fibras -dijo-. Las hemos enviado a analizar para asegurarnos, pero uno de nuestros especialistas más veteranos les echó un buen vistazo bajo el microscopio y dice que es aceite de motor. Me inclino por creerle. Trabajaba en medicina forense antes de que hubiera cromatógrafos, y por lo general sabe lo que está viendo.
– ¿Y las colillas de cigarrillos? -preguntó Lynley-. Las de la casa y el jardín.
– Aún no las hemos identificado. -Ardery se apresuró a continuar, como anticipándose a la conclusión de Lynley de que existía algún problema, el cual exigía que insistiera en enviar parte de las pruebas recogidas por Ardery y su equipo a alguien más competente de New Scotland Yard-. Nuestro hombre vuelve hoy de Sheffield. Estaba dando una conferencia. Recogerá los cigarrillos mañana por la mañana, y no tardará mucho en darnos los resultados.
– ¿No hay ninguna conclusión preliminar en la que basarse? -preguntó Lynley.
– Es nuestro experto. Podríamos adelantar suposiciones, pero nada más. Hay ocho puntos de identificación diferentes en el extremo de un cigarrillo, y prefiero mucho más que nuestro hombre los señale todos antes que localizar un par yo misma y equivocarme.
Ardery llegó a una valla que dividía en dos el camino. Se detuvo ante la tabla extendida cubierta de liqúenes que constituía su escalerilla.
– Aquí-dijo.
La tierra que rodeaba la tabla era más blanda que la del camino. Presentaba un laberinto de pisadas, la mayoría holladas por otras pisadas posteriores. El equipo de Ardery había tenido mucha suerte al encontrar algo que coincidiera con la huella de Celandine Cottage. Incluso la parcial parecía milagrosa.
– Estaba hacia el borde -dijo Ardery, como en respuesta al pensamiento de Lynley-. Aquí, donde hay fragmentos de yeso.
Lynley asintió y miró al otro lado de la valla. A unos ciento cincuenta metros al noroeste, vio los tejados que formaban la frontera de Lesser Springburn. El camino estaba muy bien señalado, una pista que se alejaba del riachuelo, cruzaba una vía de tren, bordeaba un huerto y se adentraba en una pequeña urbanización.
Saltaron la valla. El camino se ensanchaba en la urbanización, de manera que los tres pudieron andar lado a lado, flanqueados por los jardines traseros de las pulcras casas pareadas. Desembocaron en la urbanización propiamente dicha, una curva de casas adosadas idénticas, con fachadas de ladrillo, chimeneas achaparradas, ventanas saledizas y techos de gablete. Los tres detectives despertaron cierto interés, porque la calle estaba ocupada por niñas que saltaban a la comba, dos hombres que lavaban el coche y un grupo de niños pequeños que jugaban un partido de criquet adaptado a su edad.