– Su esposa ha desaparecido -dijo Havers. Lynley miró en su dirección cuando captó el inconfundible tono apacible y mortalmente educado del comentario. -¿De veras? -preguntó Patten-. Me estaba preguntando por qué no hablaban de ella en las noticias. Al principio, pensé que había conseguido reunir a todos los periodistas y recompensar sus esfuerzos para que la mantuvieran al margen de la historia. Claro que habría sido un proyecto monumental, incluso para alguien con la capacidad de succión de Gabriella.
– ¿Dónde estaba usted el miércoles por la noche, señor Patten? -Havers apretaba el lápiz contra el papel mientras escribía. Lynley se preguntó si sería capaz de leer sus notas más tarde-. Y también el jueves por la mañana.
– ¿Por qué? -preguntó el hombre, con aspecto interesado.
– Limítese a responder a la pregunta.
– Lo haré, en cuanto sepa qué relación tiene con todo esto.
Havers se estaba encrespando. Lynley intervino.
– Es posible que Kenneth Fleming haya sido asesinado -dijo.
Patten dejó el vaso sobre la mesa. Mantuvo sus dedos sobre el borde. Dio la impresión de que intentaba descifrar el grado de frivolidad que expresaba la cara del Lynley.
– Ya comprenderá nuestro interés por su paradero -continuó Lynley.
El ruiseñor volvió a cantar desde los árboles. Cerca, un grillo le contestó.
– El miércoles por la noche, el jueves por la mañana -murmuró Patten, más para sí que para ellos-. Estuve en el Cherbourg Club.
– ¿En Berkeley Square? -preguntó Lynley-. ¿Cuánto rato?
– Debían ser las dos o las tres cuando me fui. Tengo debilidad por el bacará y estaba ganando, por una vez.
– ¿Le acompañaba alguien?
– No se juega solo al bacará, inspector.
– Una acompañante -insinuó Havers.
– Durante parte de la noche.
– ¿Qué parte?
– El principio. La envié a casa en un taxi a eso de las… No sé. La una y media, las dos.
– ¿Y después?
– Seguí jugando. Me marché a casa, me acosté. -Patten desvió la mirada de Lynley a Havers, como si esperara más preguntas. Por fin, continuó-. ¿Saben?, no es probable que yo matara a Fleming, si van por ahí, como parece.
– ¿Quién siguió a su mujer?
– ¿Quién qué?
– Quién hizo las fotos. Nos interesa su nombre.
– Muy bien. Lo tendrán. Escuchen, puede que Fleming se estuviera tirando a mi mujer, pero era un jugador de criquet estupendo, el mejor bateador que hemos tenido en medio siglo. Si hubiera querido terminar su relación con Gabriella, la habría matado a ella, no a él. Al menos, de esa manera no habría perjudicado al equipo. Además, ni siquiera sabía que él estaba en Kent el miércoles. ¿Cómo iba a saberlo?
– Podría haber ordenado que le siguieran.
– ¿Con qué objetivo?
– Venganza.
– Si hubiera querido matarle, pero no era así.
– ¿Y Gabriella?
– ¿Qué pasa con Gabriella?
– ¿Quería matarla?
– Desde luego. Sería más barato que divorciarse de ella, pero me gusta pensar que soy más civilizado que el maridó traicionado medio.
– ¿Ha sabido algo de ella? -preguntó Lynley.
– ¿De Gabriella? Ni una palabra.
– ¿No está aquí?
Patten aparentó auténtica sorpresa y enarcó las cejas.
– ¿Aquí? No. -Entonces, pareció comprender el motivo de la pregunta-. Ah. Esa no era Gabriella.
– ¿Le importaría demostrarlo?
– Si es necesario…
– Gracias.
Patten entró en la casa. Havers se hundió en la butaca y le miró con los ojos entornados.
– Qué cerdo -murmuró.
– ¿Ha apuntado la información del Cherbourg?
– Todavía respiro, inspector.
– Disculpe. -Lynley le dio el número de matrícula del Jaguar del garaje-. Preguntaremos a Kent si alguien vio el Jaguar o el Range Rover cerca de los Spring-burns. El Renault también. El que hay en el camino particular.
Havers resopló.
– ¿Cree que se rebajaría a conducir ese trasto?
– Si se rebajara a cometer un asesinato, sí.
Se abrieron las puertas vidrieras situadas más al fondo. Patten volvió. Iba acompañado por una chica que no tendría más de veinte años. Vestía un jersey demasiado grande para ella y polainas. Su cuerpo se movió sinuosamente cuando cruzó las losas con los pies descalzos. Patten apoyó la mano sobre su nuca, justo debajo del pelo, que era más negro de lo normal y cortado en un estilo geométrico corto que destacaba sus ojos. La acercó a él y, por un momento, dio la impresión de aspirar el perfume que despedía su cabeza.
– Jessica -dijo, a modo de presentación.
– ¿Su hija? -preguntó Havers con voz inexpresiva.
– Sargento -dijo Lynley.
La chica pareció comprender la intención que sub-yacía tras el breve intercambio de palabras. Deslizó el dedo índice por una presilla de los tejanos de Patten.
– ¿Subes, Hugh? -preguntó-. Se está haciendo tarde.
Patten deslizó la mano sobre su espalda, como un hombre que acaricia a un valioso caballo de carreras.
– Dentro de pocos minutos -dijo-. ¿Inspector? -preguntó a Lynley.
Lynley levantó la mano para indicar sin palabras que no iba a interrogar a la chica. No habló hasta que la chica hubo desaparecido en la casa.
– ¿Dónde podría estar su mujer, señor Patten? Ha desaparecido. Al igual que el coche de Fleming. ¿Tiene idea de adonde puede haber ido?
Patten puso el tapón a las botellas de whisky. Las dejó en la bandeja, junto con los vasos.
– Ninguna en absoluto. Esté donde esté, dudo que esté sola.
– Como usted -dijo Havers, y cerró el cuaderno.
Patten la miró, impertérrito.
– Sí. A ese respecto, Gabriella y yo siempre hemos sido muy parecidos.
Capítulo 6
Lynley cogió la carpeta con la información de Kent. Empezó a hojear las fotografías del lugar de los hechos, con el entrecejo fruncido sobre las gafas. Barbara le miraba y se preguntaba cómo se las ingeniaba para parecer tan despierto.
Estaba hecha trizas. Era casi la una de la madrugada. Había engullido tres tazas de café desde que habían vuelto a New Scotland Yard, y a pesar de la cafeína (o tal vez por su culpa), su cerebro oscilaba como un barco en alta mar, pero su cuerpo había decidido tirar la toalla. Quería apoyar la cabeza sobre el escritorio de Lynley y roncar, pero en cambio se levantó, se estiró y caminó hacia la ventana. No se veía a nadie en la calle. El cielo era de un gris ceniciento, incapaz de adquirir una oscuridad auténtica a causa de la megalópolis que se extendía debajo.
Se tiró del labio inferior con aire pensativo mientras contemplaba la vista.
– Supongamos que Patten lo hizo -dijo. Lynley no contestó. Dejó las fotografías a un lado. Leyó parte del informe de la inspectora Ardery y levantó la cabeza. Su expresión era también pensativa-. Tiene un buen motivo -continuó Barbara-. Si se carga a Fleming, se venga del tipo que se cepillaba a su esposa.
Lynley subrayó un párrafo. Luego otro. La una de la mañana, pensó Barbara con desagrado, y aún seguía lúcido.
– ¿Y bien? -le preguntó.
– ¿Puedo ver sus notas?
Barbara volvió a la silla, extrajo la libreta del bolso y se la dio. Mientras regresaba hacia la ventana, Lynley recorrió con el dedo la primera y segunda páginas de su entrevista con la señora Whitelaw. Leyó algo de la tercera, y otra cosa de la cuarta. Volvió otra página y giró el lápiz sobre ella.
– Nos dijo que él sitúa el límite en la infidelidad -dijo Barbara-. Quizá el suyo sea el asesinato.
Lynley miró en su dirección.
– No deje que la antipatía la ciegue, sargento. Carecemos de datos suficientes.
– De todos modos, inspector…
Lynley apuntó el lápiz hacia ella para enmudecerla.
– Cuando estén en nuestro poder, supongo que confirmarán su presencia en el Cherbourg Club el miércoles por la noche.