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Entonces, papá murió. Entonces, empezó la cosa.

Al principio, mi madre dejó la imprenta al cuidado de un gerente que había contratado, más o menos como papá había dirigido la empresa. Nunca había querido entrometerse con los muchachos, como ya les llamaba su padre antes de la Segunda Guerra Mundial, y dirigía la empresa desde el aséptico silencio de su oficina del tercer piso, y dejaba el día a día de la organización, maquinarias y distribución de las horas extras a un capataz que había ido ascendiendo desde abajo.

Cuatro años después de la muerte de papá, mi madre dejó la enseñanza. Aún le quedaba un buen montón de tareas en qué emplear sus días, pero decidió decantarse por algo más desafiante, que llenara su tiempo y su interés. Creo que se sentía sola, y sorprendida de ello. Las clases, su preparación y el papeleo le habían proporcionado una dirección diaria en su vida, y sin ella se vio obligada por fin a pensar en el vacío. Papá y ella nunca habían sido compañeros del alma, pero al menos había estado allí, era una presencia en la casa. Ahora, ya no estaba, y no la acuciaba nada que le permitiera hacer caso omiso de la soledad, sin la enseñanza y sin él. Ella y yo estábamos más alejadas que nunca, las dos obcecadas en no olvidar jamás los pecados cometidos y las injurias infligidas. No existían promesas de nietos a quienes mimar. Solo había reuniones a las que acudir. Necesitaba más.

La imprenta era la solución lógica, y mi madre tomó la dirección con una facilidad que sorprendió a propios y extraños. Pero, al contrario que papá, creía en lo que ella llamaba un acercamiento a los muchachos, de manera que aprendió el negocio como habría hecho un aprendiz, y al hacerlo no solo se ganó el respeto de sus trabajadores, sino que restableció su vínculo con Kenneth Fleming.

Me he divertido intentando imaginar cómo debió ser su primer encuentro, nueve años después de que él fuera expulsado del Paraíso. Lo pinto rodeado por el ruido de las prensas, el olor a tinta y aceite, y el espectáculo de documentos o páginas que vuelan por la línea para ser empaquetados. He visto a mi madre pasando de una máquina a la siguiente bajo aquellas ventanas oscuras y sucias, acompañada del capataz con la tablilla en la mano. Grita para que le oiga, ella asiente y formula las preguntas pertinentes. Se detiene junto a una prensa. Un hombre levanta la vista, con el mono grasiento, una franja, de aceite en el pelo, gruesas medias lunas negras bajo las uñas, una llave de tuercas en la mano. Dice algo así como «La maldita máquina ha vuelto a averiarse. Hemos de modernizar o cerrar este lugar», antes de fijarse en mi madre. Una pausa de música dramática. Están frente a frente. Profesora y alumno. Tantos años después. Ella dice, «Ken». Él no sabe qué decir, pero da vueltas a su alianza en el mugriento dedo, y ese gesto dice más que mil palabras: ha sido un infierno, lo siento, tenías razón, perdóname, acéptame de nuevo, ayúdame, cambia mi vida.

No debió de suceder así, probablemente, pero sí que sucedió. Y no pasó mucho tiempo antes de que se prestara mucha más atención al talento e inteligencia de Kenneth Fleming en siete meses de la que se le había concedido en todos los años que había trabajado en lo que los muchachos de la tinta y las prensas llamaban el pozo.

Lo primero que mi madre quiso saber es a qué se refería Kenneth por modernizar el lugar. Lo segundo fue cómo podría reconducirle por la senda que transformaría su vida en algo especial.

La primera respuesta de Kenneth la dirigió hacia el mundo del procesamiento de datos, los ordenadores y las impresoras láser. La segunda respuesta insinuó que guardara las distancias. Jean tuvo algo que ver con la última, sin duda. No debió enloquecer de alegría cuando supo que la señora Whitelaw había reaparecido inesperadamente en las fronteras de su vida.

Pero mi madre no era de las que se rendían con facilidad. Para empezar, sacó a Kenneth del pozo y lo elevó a un cargo de responsabilidad, sólo para que saboreara las posibilidades futuras. Cuando triunfó (como no podía ser menos, teniendo en cuenta su inteligencia y aquella maldita afabilidad de la que papá y yo habíamos oído hablar durante meses interminables a la hora de la cena, cuando era un adolescente), ella empezó a investigar en el campo de sus sueños, sin cultivar desde hacía mucho tiempo. A lo largo de comidas o meriendas, después de una discusión sobre la mejor manera de manejar una disputa salarial o la queja de un empleado, descubrió que los sueños seguían presentes, incólumes después de nueve años, tres hijos y día tras día de ruido y suciedad en el pozo.

No creo que Kenneth revelara de inmediato a mi madre el hecho de que todavía alimentaba la esperanza de ver aquella pelota de color cereza elevarse sobre la línea de meta, de escuchar el rugido de aprobación de la multitud cuando otras seis carreras aparecieran en el marcador del Lord's junto al nombre K. Fleming. Tenía veintiséis años, era padre de tres hijos, atado a una esposa, la esperanza de una educación a la espalda, y todo por culpa de una noche, cuando había asegurado a Jean Cooper que no podía pasar nada la primera vez que mantuviera relaciones sexuales sin tomar la pildora. Debió decir, «Sueño con jugar por Inglaterra, señora Whitelaw. Sueño con recorrer la Sala Larga de una punta a otra con los ojos del MCC * clavados en mí y el bate en la mano. Sueño con descender aquellos escalones desde el Pabellón, con salir al campo bajo un claro día de junio, con ver la explosión de colores de las gradas, con ponerme ante el lanzador, tomar posición, sentir la corriente eléctrica que recorre mi brazo cuando mi bate golpea la bola». Kenneth Fleming no debió decir eso. Debió de sonreír y dijo, «Los sueños son para los crios, ¿no es cierto, señora Whitelaw? Mi Jimmy, tiene sueños. Y Stan los tendrá dentro de un año o dos, cuando haya crecido un poco». En cuanto a él, había renunciado a los sueños. No eran para personas como él. Ya no.

Pero mi madre le habría ido comiendo el tarro poco a poco. Habría empezado con un «Seguro que deseas algo más, Ken, más allá de esta imprenta». El habría contestado, «Este lugar ha sido suficiente para mí, para mi familia. Estoy bien así». Y entonces ella habría confesado, tal vez, algún sueño no cumplido. Tal vez habían tomado café una noche, y ella dijo, «Esto es absurdo… Confesarlo a un ex alumno, confesarlo a un hombre, un hombre más joven…», y entonces habría revelado una insignificancia que nadie sabía sobre ella, una insignificancia inventada en aquel momento para alentar a Ken a abrirle su corazón, tal como había hecho en su adolescencia.

Quién sabe cómo lo consiguió exactamente. Nunca me ha contado todos los detalles. Solo sé que, si bien tardó casi un año en ganarse su confianza, se la ganó.

El matrimonio no iba mal, debió decirle él una noche, cuando la fábrica estaba silenciosa como una tumba bajo sus pies, porque se habían quedado trabajando hasta tarde. No se había marchitado como cabía esperar, teniendo en cuenta las circunstancias en que se había producido. Era que… No, no era justo con Jean. Se le antojaba una traición hablar de la muchacha a su espalda. Hacía lo que podía, Jean. Le quería, quería a los chicos. Era una buena madre. Era una buena esposa.

«Pero algo falta», debió de contestar mi madre. «¿No es así, Ken?»

Kenneth tal vez cogió un pisapapeles, y lo rodeó con los dedos de una manera inconsciente, como si fuera una pelota de criquet. Quizá dijo, «Supongo que esperaba algo más», con una sonrisa irónica, y luego añadió, «Pero conseguí lo que quería, ¿no?».

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* Marylebone Cricket Club. (N. del T.)